«Pero no —pensaba yo—, lucharé contra las tinieblas egipcias durante todo el tiempo que el destino me mantenga en este lugar perdido. Azúcar refinado... ¡Qué os parece...!»
En mis sueños, nacidos a la luz de la lámpara cubierta por una pantalla verde, surgió la enorme ciudad universitaria y en ella una clínica, y en la clínica, una enorme sala, un suelo de azulejos, brillantes grifos, blancas sábanas esterilizadas, un asistente con una barba puntiaguda, muy sabia y canosa...
En momentos así un golpe en la puerta siempre inquieta, asusta. Me estremecí...
—¿Quién está ahí, Axinia? —pregunté, asomándome por la barandilla de la escalera interior (el apartamento del médico era de dos pisos: arriba estaban el gabinete y el dormitorio y abajo, el comedor, otra habitación —de finalidad desconocida— y la cocina, en la cual se alojaban Axinia, la cocinera, y su marido, el inamovible guardián de la clínica).
Resonó la pesada cerradura, la luz de una lámpara penetró y se balanceó en el piso de abajo. Entró una corriente de aire frío. Luego, Axinia me informó:
—Ha llegado un enfermo...
Yo, a decir verdad, me alegré. No tenía sueño y, como consecuencia del ruido del ratón y de los recuerdos, comenzaba a sentirme algo melancólico y solitario. Además un «enfermo» significaba que no era una mujer, es decir que no se trataba de lo peor: un parto.
—¿Puede caminar?
—Sí —contestó bostezando Axinia.
—Entonces que vaya al gabinete.
La escalera crujió durante largo rato. Subía un hombre sólido, de gran peso. Entretanto yo ya me había sentado detrás del escritorio, e intentaba que la vivacidad de mis veinticuatro años no se escapara del caparazón profesional del esculapio. Mi mano derecha sostenía el estetoscopio, como si fuera un revólver.
Una figura vestida con una pelliza de cordero y botas de fieltro entró con dificultad por la puerta. La figura tenía el gorro en las manos.
—¿Por qué viene usted tan tarde? —pregunté con enorme seriedad, para tranquilidad de mi conciencia.
—Perdone usted, ciudadano doctor —respondió la figura, con una voz baja, agradable y suave—, ¡la tormenta es una verdadera desgracia! He llegado tarde, pero qué se puede hacer; ¡discúlpeme, por favor!
«Un hombre educado», pensé con satisfacción. La figura me había gustado mucho e incluso la espesa barba pelirroja me había producido una buena impresión. Por lo visto aquella barba era objeto de un cierto cuidado. Su dueño no sólo la recortaba, sino que además le untaba alguna substancia que cualquier médico que hubiera pasado aunque sólo fuera un corto tiempo en la aldea podría distinguir sin dificultad: aceite vegetal.
—¿De qué se trata? Quítese la pelliza. ¿De dónde es usted?
La pelliza quedó como una montaña sobre la silla.
—La fiebre me tortura —contestó el enfermo, y me miró tristemente.
—¿La fiebre? ¡Aja! ¿Viene usted de Dúltsevo?
—Exactamente. Soy molinero.
—¿Y cómo le atormenta la fiebre? ¡Cuénteme!
—Cada día, en cuanto dan las doce, comienza a dolerme la cabeza. Luego me sube la fiebre, me martiriza durante un par de horas y luego me deja.
«¡El diagnóstico está listo!», tintineó victoriosamente en mi cabeza.
—¿Y en las horas restantes no tiene nada?
—Tengo las piernas débiles...
—Aja... ¡Desabróchese la ropa! Hmm... así.
Hacia el final del examen, el enfermo me había encantado. Después de las ancianas obtusas, de los adolescentes asustados que se apartan aterrados de la cucharilla de metal, después del asunto de la mañana con la belladona, mi ojo universitario descansaba en aquel molinero.
Las palabras del molinero eran sensatas. Además, resultó que sabía leer y escribir, e incluso cada uno de sus gestos estaba impregnado de respeto por mi ciencia favorita: la medicina.
—Bien, querido —dije dándole un golpecito en su amplio y cálido pecho—, usted tiene malaria. Una fiebre intermitente... Ahora tengo toda una sala vacía. Le recomiendo que se interne. Le atenderemos como es debido. Comenzaré a curarle con polvos y, si eso no le ayuda, le inyectaremos. Tendremos éxito. ¿Eh? ¿Se internará...?
—¡Se lo agradezco profundamente! —contestó muy cortésmente el molinero—. Hemos oído hablar mucho de usted. Todos están contentos. Dicen que usted cura tan bien... Incluso estoy de acuerdo con las inyecciones, con tal de curarme.
«¡Vaya, este hombre es en verdad un rayo de luz en la oscuridad!», pensé, y me senté detrás del escritorio. El sentimiento que experimentaba en ese momento era tan agradable, que no parecía que fuera un molinero ajeno a mí quien había venido a visitarme en la clínica, sino mi hermano.
En una receta escribí:
Chinini mur. 0,5
D.T. dos. N 10
S. al molinero Judov
un sobre a medianoche.
Y estampé una audaz firma.
En otra receta:
«¡Pelagueia Ivánovna! Reciba en la sala número 2 al molinero. Tiene malaria. Hay que darle un sobre de quinina, como es costumbre en estos casos, unas cuatro horas antes del ataque, es decir a la medianoche.
¡Ahí tiene usted una excepción! ¡Es un molinero con educación!»
Ya acostado en mi cama, recibí de las manos de la hosca y soñolienta Axinia la nota de respuesta:
«¡Querido doctor! Lo he hecho todo. Pel. Lbova.»
Me quedé dormido.
... Y desperté.
—¿Qué pasa? ¿Qué? ¡¿Qué ocurre, Axinia?! —farfullé.
Axinia estaba de pie, cubriéndose recatadamente con una falda de lunares blancos sobre fondo oscuro. La vela alumbraba temblorosamente su rostro adormilado y agitado.
—Acaba de venir Maria. Pelagueia Ivánovna le ha ordenado que lo llamara a usted de inmediato.
—¿Qué ha sucedido?
—Dice que el molinero se está muriendo en la sala número 2.
—¡¿Qué?! ¿Se está muriendo? ¿¡Qué es eso de que se está muriendo!?
Mis pies descalzos sintieron de inmediato el suelo helado, al no dar con las zapatillas. Se me rompían las cerillas y tardé bastante en encender la llamita azulada de la lámpara... El reloj marcaba exactamente las seis.
«¿Qué ocurre...? ¿Qué ocurre? ¡¿Acaso no será malaria?! ¿Qué tendrá el molinero? El pulso era magnífico...»
Antes de cinco minutos, con los calcetines puestos al revés, la chaqueta sin abotonar, despeinado, con mis botas de fieltro, atravesé corriendo el patio, todavía completamente oscuro, y entré en la sala número 2.