Sobre una cama deshecha, junto a unas sábanas arrugadas, vestido tan sólo con la ropa de la clínica, estaba sentado el molinero. Le alumbraba una pequeña lámpara de petróleo. Su barba pelirroja estaba completamente despeinada y sus ojos me parecieron negros y enormes. El molinero se tambaleaba, como si estuviera borracho. Se observaba a sí mismo con horror, respiraba pesadamente...
La enfermera Maria, con la boca abierta, miraba el rostro púrpura oscuro del molinero.
Pelagueia Ivánovna, con la bata torcida y la cabeza descubierta, se lanzó a mi encuentro.
—¡Doctor! —exclamó con voz algo ronca—. ¡Le juro que no tengo la culpa! ¿Quién podía haberlo esperado? Usted mismo escribió que era una persona educada...
—¡¿Pero qué pasa?!
—¡Imagínese, doctor! ¡Se ha tomado los diez sobres de quinina de una sola vez! A medianoche.
* * *
Era un opaco amanecer de invierno. Demián Lukich recogía la sonda estomacal. Olía a aceite de alcanfor. La palangana que se encontraba en el suelo estaba llena de un líquido parduzco. El molinero yacía agotado y pálido, cubierto hasta el mentón por las sábanas. La barba pelirroja sobresalía erizada. Me incliné. Le tomé el pulso y me convencí de que el molinero había salido con bien.
—¿Cómo está? —le pregunté.
—Tengo tinieblas egipcias en los ojos... Oh... Oh... —contestó el molinero con una débil voz de bajo.
—¡Yo también! —contesté irritado.
—¿Cómo? —replicó el molinero (todavía me oía mal).
—Explícame una sola cosa, buen hombre: ¡¿por qué lo has hecho?! —le grité con fuerza en el oído.
Aquel sombrío y hostil bajo me respondió:
—Pensé que no valía la pena perder el tiempo tomando los sobres de uno en uno. Me los tomé todos juntos y asunto terminado.
—¡Es monstruoso! —exclamé.
—¡Un chiste! —respondió el enfermero, en una especie de cáustica modorra.
* * *
«Pero no..., lucharé. Lucharé... Yo...» Y se apoderó de mí un dulce sueño después de una noche difícil. Se extendió un velo de tinieblas egipcias... y en él me pareció verme a mí..., no sé si con una espada o con un estetoscopio. Camino... Lucho... En un lugar apartado. Pero no estoy solo. Conmigo camina mi ejército: Demián Lukich, Ana Nikoláievna, Pelagueia Ivánovna. Todos con batas blancas y siempre adelante, adelante...
—¡Qué cosa tan espléndida es el sueño...!
1926
Un ojo desaparecido
Así pues, había transcurrido un año. Justamente un año desde el momento en que llegué a esta misma casa. También entonces colgaba una cortina de lluvia detrás de las ventanas y también entonces las últimas hojas de los abedules se marchitaban melancólicamente. Parecía que nada había cambiado a mi alrededor. Pero yo sí había cambiado mucho. Decidí festejar, en la más completa soledad, esta noche de recuerdos...
Me dirigí por el crujiente suelo a mi dormitorio y me miré en el espejo. Sí, había una gran diferencia. Un año antes, en el espejo recién sacado de la maleta se había reflejado un rostro afeitado. En ese entonces, la raya a un lado adornaba la cabeza de veinticuatro años. Ahora la raya había desaparecido. Los cabellos estaban echados hacia atrás sin ninguna pretensión. Es imposible seducir a nadie con la raya en el pelo si te encuentras a treinta verstas de la línea del ferrocarril. Lo mismo en cuanto al afeitado: sobre mi labio superior se había establecido firmemente una franja que parecía un cepillo de dientes amarillento y duro y mis mejillas se habían vuelto como un rallador, de modo que si durante el trabajo sentía comezón en el antebrazo, era muy agradable rascármelo con la mejilla. Suele ocurrir así si en vez de tres veces a la semana te afeitas sólo una.
En alguna ocasión, en algún lugar..., no recuerdo en dónde..., leí algo acerca de un inglés que fue a parar a una isla desierta. Era un inglés muy interesante. Estuvo en esa isla hasta tener alucinaciones. Y cuando un barco se acercó y la lancha arrojó a los hombres salvavidas él —anacoreta— los recibió con disparos de revólver, creyendo que se trataba de un espejismo, de un engaño del desierto campo de agua. Pero ese inglés estaba afeitado. Cada día se afeitaba en la isla deshabitada. Recuerdo que este orgulloso hijo de Britania me produjo la más grande admiración. Cuando vine a este lugar, puse en mi maleta una maquinilla de afeitar Gillette, con una docena de hojas de recambio, una navaja y una brocha. Había decidido firmemente que me afeitaría cada tercer día, porque este lugar no era en nada inferior a una isla deshabitada.
Pero sucedió que, en cierta ocasión, un claro día del mes de abril, después de que yo hubiera colocado todos esos encantos ingleses bajo un dorado y oblicuo rayo de luz y hubiera dejado impecable mi mejilla derecha, irrumpió, trotando como un caballo, Egórich, calzado con unas enormes botas rotas, y me informó que una mujer estaba dando a luz en los matorrales del vedado, junto al riachuelo. Recuerdo que con la toalla me limpié la mejilla izquierda y salí a toda prisa acompañado de Egórich. Éramos tres los que corríamos hacia el riachuelo, turbio y crecido en medio de los desnudos sotos de mimbres: la comadrona llevando las pinzas de torsión, un rollo de gasa y un frasco de yodo, yo con los ojos extraviados y saltones y, detrás, Egórich. Este, a cada cinco pasos, se sentaba en la tierra y, maldiciendo, arrancaba pedazos de su bota izquierda: se le había despegado la suela. El viento volaba a nuestro encuentro, el dulce y salvaje viento de la primavera rusa. La comadrona Pelagueia Ivánovna había perdido su pasador y sus cabellos recogidos en un moño se habían soltado y le golpeaban el hombro.
—¿Por qué demonios te bebes todo tu dinero? —farfullé al vuelo a Egórich—. Es una canallada. Eres el guardián de una clínica y vas vestido como un mendigo.
—Eso no es dinero —dijo Egórich haciendo rechinar con rabia los dientes—. Por veinte rublos al mes todo este sufrimiento... ¡Ah, maldita seas! —Egórich golpeaba el suelo con el pie como un furioso caballo trotón—. Dinero..., con eso no sólo no me alcanza para botas, ni siquiera para comer y beber...
—Beber, eso es lo principal para ti —dije con voz afónica, asfixiándome—, por eso vas tan desarrapado...
Junto al puente podrido se oyó un lastimero y débil gemido, que voló sobre el impetuoso torrente y se apagó. Llegamos corriendo y vimos a una mujer desgreñada, que se retorcía de dolor. El pañuelo se le había caído de la cabeza y los húmedos cabellos estaban pegados a su frente sudorosa. La mujer, en su sufrimiento, ponía los ojos en blanco y con las uñas desgarraba su pelliza. Una brillante sangre había salpicado la primera hierba verde, clara y pálida, que había brotado en la tierra fértil y embebida de agua.