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—No alcanzó a llegar, no alcanzó a llegar —dijo apresuradamente Pelagueia Ivánovna mientras ella misma, con la cabeza descubierta y parecida a una bruja, deshacía el rollo de gasa.

Allí, con el alegre rugido de las aguas que se precipitaban a través de los oscurecidos pilares de madera del puente, Pelagueia Ivánovna y yo recibimos a un bebé de sexo masculino. Lo recibimos vivo y salvamos a la madre. Luego las dos enfermeras y Egórich, con el pie izquierdo descalzo, libre ya de la odiada suela podrida, llevaron a la parturienta hasta el hospital en una camilla.

Cuando ésta, ya tranquila y pálida, yacía cubierta por las sábanas, cuando el bebé ya había sido colocado en una cuna junto a ella y cuando todo estuvo en orden, le pregunté:

—¿No podías encontrar un lugar mejor que el puente para dar a luz? ¿Por qué no viniste a caballo?

Ella contestó:

—Mi suegro no me dio el caballo. Son sólo cinco verstas, me dijo, llegarás. Eres una mujer fuerte. Para qué cansar en vano al caballo...

—Tu suegro es un tonto y un cerdo —respondí.

—Ah, qué gente tan ignorante —añadió compasivamente Pelagueia Ivánovna, y luego, por alguna razón, se rió.

Capté su mirada, que se había detenido en mi mejilla izquierda.

Salí, y en la sala de partos me miré al espejo. El espejo me mostró lo que mostraba normalmente: una fisonomía contraída de tipo claramente degenerativo, con un ojo derecho que aparentemente había recibido un golpe. Pero —y de eso el espejo no tenía la culpa— en la mejilla derecha del degenerado se podía haber bailado como sobre parquet, mientras que en la izquierda se extendía un espeso vello rojizo. El mentón servía de línea divisoria. Me vino a la memoria un libro de tapas amarillas: Sajalín. En ese libro había fotografías de distintos hombres.

«Asesinato, robo, un hacha ensangrentada —pensé yo—, diez años... Qué vida tan original llevo, después de todo, en esta isla deshabitada. Debo ir a terminar de afeitarme...»

Y aspirando el aire de abril que llegaba de los negros campos, escuchando el estruendo que producían los cuervos desde las copas de los abedules y entrecerrando los ojos a causa del primer sol, atravesé el patio dispuesto a terminar de afeitarme. Eran alrededor de las tres de la tarde. Terminé de afeitarme a las nueve de la noche. Nunca, según había podido observar, las cosas inesperadas —como un parto en medio de los matorrales— llegaban solas a Múrievo. En cuanto puse la mano en la abrazadera de la puerta de mi porche, el hocico de un caballo apareció en el portón de la entrada, junto con una carreta cubierta de suciedad, que se zarandeaba fuertemente. La conducía una campesina que gritaba con voz aguda:

—¡Arre, maldito!

Desde el porche oí cómo, entre un montón de trapos, gimoteaba un muchachito.

Por supuesto, resultó que tenía la pierna rota y durante dos horas el enfermero y yo estuvimos atareados colocando el vendaje de yeso al niño, que durante esas dos horas estuvo dando alaridos. Después, había que comer y después tuve pereza de afeitarme: quería leer alguna cosa. Después llegó arrastrándose el crepúsculo, el horizonte se oscureció y yo, apresuradamente, por fin terminé de afeitarme. Pero como la dentada Gillette se había quedado olvidada en el agua jabonosa, para siempre quedó en ella una franja oxidada como recuerdo del parto de primavera junto al puente.

Sí..., no tenía sentido afeitarse dos veces a la semana. En ocasiones estábamos completamente cubiertos de nieve, aullaba la tormenta, y nos quedábamos sin salir del hospital de Múrievo durante un par de días; ni siquiera había quien fuera a Voznesensk, a nueve verstas de distancia, a traer los periódicos. Durante las largas noches, yo paseaba arriba y abajo por mi gabinete y deseaba ardientemente leer un periódico, como en la infancia había deseado leer El rastreador de Cooper. Pero los aires ingleses no se extinguieron por completo en la isla deshabitada de Múrievo y, de tiempo en tiempo, sacaba del estuche negro el brillante juguetito, me afeitaba con indolencia y salía limpio y terso como el orgulloso habitante de la isla. Lástima que no hubiera nadie que pudiera admirarme.

Pero... sí..., hubo, además de éste, otro caso similar. En cierta ocasión, según recuerdo, ya había sacado la maquinilla de afeitar y Axinia me había traído al gabinete el mellado jarro con agua caliente, cuando tocaron amenazadoramente a la puerta y me llamaron. Pelagueia Ivánovna y yo debíamos ir a un lugar terriblemente lejano. Y atravesamos, envueltos en nuestras pellizas de cordero y más parecidos a un negro fantasma que a nosotros mismos, aquel enloquecido océano blanco. La tormenta silbaba como una bruja, aullaba, escupía, reía. Todo había desaparecido y yo experimentaba una conocida sensación de frío en algún lugar de la región del plexo solar ante la sola idea de que pudiéramos confundir el camino en medio de aquella oscuridad que giraba satánicamente alrededor de nosotros y muriéramos todos: Pelagueia Ivánovna, el cochero, el caballo y yo. También, recuerdo, surgió en mí la tonta idea de que, cuando nos estuviéramos congelando y nos encontráramos cubiertos a medias por la nieve, inyectaría morfina a la comadrona, al cochero y a mí mismo... ¿Para qué? Simplemente para no sufrir... «Aun sin morfina te congelarás espléndidamente, médico —recuerdo que me contestó una voz seca y fuerte—, nada te...» ¡Uh-uh-uh!... ¡Ah-ah-ah!..., soplaba la bruja, y nos sacudíamos en el trineo... Seguramente publicarán en algún periódico de la capital, en la última página, que en tales y tales circunstancias perecieron en el cumplimiento de su deber el doctor fulano de tal, junto con Pelagueia Ivánovna, el cochero y un par de caballos. Paz a sus restos en el mar de nieve. Púa..., las cosas que pueden venir a la cabeza cuando el así llamado deber te arrastra y te arrastra...

No perecimos, ni nos extraviamos, sino que llegamos a la aldea Gríshievo, donde, sujetando al bebé por la piernecita, realicé el segundo viraje de mi vida. La parturienta era la esposa del maestro de la aldea y, mientras Pelagueia Ivánovna y yo —ensangrentados hasta los codos y cubiertos de sudor hasta los ojos— a la luz de la lámpara nos ocupábamos del viraje, se oía cómo, al otro lado de la puerta de tablones, el marido sollozaba y se paseaba por la parte oscura de la isba. Acompañado de los gemidos de la parturienta y de los incesantes sollozos del marido, debo confesar que le rompí el brazo al bebé. El niño nació muerto. ¡Ah, cómo me corría el sudor por la espalda! Instantáneamente me vino a la cabeza la idea de que aparecería alguien amenazador, negro y enorme, que irrumpiría en la isba y diría con voz de piedra: «Aja. ¡Retiradle el título!»

Yo, sintiendo desfallecer mis fuerzas, miraba aquel cuerpecito amarillo e inerte y a la madre del color de la cera, que yacía inmóvil, inconsciente a causa del cloroformo. Por el postigo de la ventana que habíamos abierto para disipar el asfixiante olor del cloroformo, entraba una ráfaga de viento y nieve que se transformaba en una nube de vapor. Cerré el postigo y de nuevo fijé la mirada en la manita fláccida que sostenía la enfermera. Ah, no puedo expresar la desesperación con la que regresé a casa solo, ya que había dejado a Pelagueia Ivánovna para que cuidara de la madre. El trineo se sacudía en medio de la tormenta, que ya había amainado; los sombríos bosques me miraban con reproche, sin esperanza, con desesperación. Me sentía derrotado, deshecho, aplastado por el cruel destino. El me había arrojado a este lugar perdido y me había obligado a luchar solo, sin ningún tipo de apoyo ni indicaciones. ¡Cuántas dificultades tan increíbles me veo obligado a soportar! A mí pueden traerme cualquier caso complicado o difícil, la mayoría de las veces quirúrgico, y yo debo hacerle frente, con mi rostro sin afeitar, y vencerlo. Y cuando no lo venzo, sufro como ahora, que voy dando tumbos por los baches del camino y he dejado atrás el cadáver de un recién nacido y a su madre. Mañana, en cuanto cese la tormenta, Pelagueia Ivánovna la traerá al hospital y la gran interrogante será: ¿podré salvarla? ¿Y cómo debo salvarla? ¿Cómo entender esa grandiosa palabra? En realidad actúo al azar, no sé nada. Hasta ahora había tenido suerte, algunos casos asombrosos han terminado bien, pero hoy, hoy no he tenido suerte. Ah, mi corazón se siente agobiado por la soledad, el frío, porque no hay nadie alrededor. Quizá he cometido un crimen —con el bracito—. Quisiera irme a algún sitio, caer ante los pies de alguien y decirle que las cosas son así, que yo, el médico tal, he roto el brazo de un bebé. Quitadme el título, soy indigno de él, queridos colegas, enviadme a Sajalín. ¡Oh, qué neurastenia!