Me tumbé en el fondo del trineo y me encogí, para que el frío no me devorara con tanta crueldad. Me sentí como un perro miserable, sin hogar ni experiencia.
Viajamos durante mucho, mucho tiempo, hasta que vimos los destellos del pequeño pero alegre y eternamente familiar farol del portón de entrada del hospital. El farol parpadeaba, se desvanecía, aparecía y desaparecía de nuevo, nos atraía hacia sí. Al verlo, mi alma solitaria se sintió menos apesadumbrada y cuando ya finalmente se afirmó ante mis ojos, cuando creció y se acercó, cuando las paredes del hospital dejaron de ser negras para adquirir su habitual tono blanquecino, yo, mientras atravesaba el portón, me decía a mí mismo:
«Preocuparse por el brazo es una tontería. No tiene ninguna importancia. Se lo rompiste a un bebé que ya estaba muerto. No es en el brazo en lo que debes pensar ahora, sino en que la madre está viva.»
El farol me animó, el familiar porche también, pero ya dentro de la casa, cuando subía hacia mi gabinete y comencé a sentir el calor de la estufa y a saborear por anticipado el sueño liberador de todos los tormentos, farfullé de la siguiente manera:
«Las cosas son así, pero de todas maneras tengo miedo y me siento muy solo. Muy solo.»
La maquinilla de afeitar estaba sobre la mesa y junto a ella el jarro con el agua, que se había enfriado ya. Con desprecio arrojé la maquinilla al cajón. Sí, en verdad que era un momento muy adecuado para afeitarse...
Había transcurrido un año. Mientras transcurría lentamente me había parecido multifacético, variado, complicado y terrible, pero ahora comprendo que ha pasado como un huracán. Me miro en el espejo y veo las huellas que ha dejado en mi rostro. Los ojos se han vuelto más severos e intranquilos, la boca más firme y viril, la arruga del entrecejo me quedará para toda la vida, como me quedan los recuerdos. Los veo en el espejo correr en un impetuoso torrente. Pero... en otra ocasión también temblé al pensar en mi título y en que algún fantástico tribunal me juzgaría y los terribles jueces me preguntarían:
«¿Dónde está la mandíbula del soldado? ¡Eh! ¡Contesta, malvado sinvergüenza con título universitario!»
¡Cómo no voy a recordarlo! El asunto es que, aunque en el mundo existe el enfermero Demián Lukich que extrae los dientes con la misma habilidad con que un carpintero saca los clavos herrumbrosos de las tablas viejas, el tacto y el sentimiento de mi propia dignidad me sugirieron, desde mis primeros pasos en el hospital de Múrievo, que debía aprender a extraer muelas. Demián Lukich podría ausentarse o enfermar y nuestras comadronas saben hacerlo todo, menos una cosa: extraer muelas. Ese no es asunto de ellas.
En consecuencia... Recuerdo perfectamente un rostro sonrosado pero consumido por el sufrimiento que estaba en el taburete frente a mí. Era el de un soldado que, como muchos otros, había vuelto del frente que se desmoronaba después de la revolución. Recuerdo con exactitud la enorme muela agujereada, fuertemente enclavada en la mandíbula. Frunciendo el ceño con expresión de sabiduría y tosiendo con preocupación, coloqué las tenazas en aquella muela. Debo añadir, sin embargo, que en ese momento recordaba con toda claridad el conocido relato de Chéjov acerca de cómo le extrajeron una muela al sacristán. Entonces, por primera vez, me pareció que ese relato no era gracioso. Algo crujió con fuerza en el interior de la boca y el soldado dio un corto alarido:
—|Ay!
Después de eso, cesó la resistencia a mis manos y las tenazas salieron de la boca con un objeto blanco y ensangrentado apretado entre ellas. En ese instante sentí que el corazón me daba un vuelco porque ese objeto superaba, por sus dimensiones, a cualquier diente, aunque éste fuera una muela de soldado. Al principio no comprendí nada, pero luego estuve a punto de echarme a llorar: de las tenazas verdaderamente colgaba una muela de raíces muy largas, pero de la muela colgaba un enorme trozo de hueso, inmaculadamente blanco e irregular.
«Le he roto la mandíbula...», pensé, y las piernas me flaquearon. Dando gracias al destino porque no se encontraban en ese momento junto a mí ni el enfermero ni las comadronas, con un movimiento subrepticio envolví el fruto de mi audaz trabajo en una gasa y lo escondí en mi bolsillo. El soldado se balanceaba en el taburete aferrándose con una mano a la pata del sillón ginecológico y con la otra a la pata del taburete, y me miraba con ojos saltones y completamente atontados. Confundido, le di un vaso con una solución de permanganato de potasio y le ordené:
—Enjuágate la boca.
Fue una acción tonta. El soldado se llenó la boca de la solución y cuando la escupió, ésta salió mezclada con la sangre de color escarlata que ya por el camino se había convertido en un líquido espeso de un color nunca antes visto. Luego, la sangre comenzó a manar de tal forma de la boca del soldado, que yo mismo me asusté. Si le hubiera hecho un corte en la garganta con una navaja de afeitar, seguramente no habría manado con tanta fuerza. Dejé el vaso con el permanganato y me lancé hacia el soldado con bolas de gasa con las que intentaba taparle el agujero abierto en la mandíbula. La gasa se volvió inmediatamente escarlata y, al sacarla, vi con horror que en aquel agujero fácilmente se podía acomodar una ciruela de las de gran tamaño.
«He arruinado a este pobre soldado», pensé con desesperación mientras sacaba largas franjas de gasa de un frasco. Finalmente la sangre se detuvo y unté con yodo el agujero de la mandíbula.