—No comas nada durante tres horas —dije con voz temblorosa a mi paciente.
—Se lo agradezco profundamente —respondió el soldado, mirando con cierto asombro la taza, llena de su sangre.
—Tú, amigo mío —dije con voz lastimera—, haz lo siguiente... Ven mañana o pasado mañana a verme. Necesito..., sabes..., será necesario examinarte... Tienes al lado una muela sospechosa... ¿De acuerdo?
—Se lo agradezco profundamente —repitió el soldado con aire sombrío, y se alejó sujetándose la mandíbula. Yo me lancé hacia el consultorio y estuve sentado allí durante un tiempo, cogiéndome la cabeza con las manos y balanceándome, como si yo mismo tuviera dolor de muelas. Unas cinco veces saqué del bolsillo la dura y ensangrentada bola, pero siempre volvía a esconderla rápidamente.
Durante una semana viví como extraviado en la niebla, adelgacé y me debilité.
«El soldado tendrá gangrena, o septicemia... ¡Ah, demonios! ¿Para qué le habré metido las tenazas en la boca?»
Escenas absurdas me cruzaban por la mente. Por ejemplo, el soldado comienza a temblar. Primero camina, y relata cosas sobre Kérenski y el frente, pero se va poniendo cada vez más silencioso. Ya no está para Kérenski. El soldado está acostado sobre una almohada de percal y delira. Tiene cuarenta grados de temperatura. Todos los aldeanos visitan al soldado. Al final el soldado ya está tendido sobre la mesa, bajo los iconos, con la nariz afilada.
En la aldea comienza el cotilleo.
«¿Cómo habrá podido pasarle esto?»
«El doctor le sacó una muela...»
«Ahí está el asunto...»
Más días, más cotilleo. Una investigación. Aparece un hombre de rostro severo.
«¿Usted le extrajo una muela al soldado...?»
«Sí..., yo.»
Exhuman al soldado. Un juicio. El oprobio. Yo soy la causa de la muerte. Y he aquí que ya no soy un médico, sino un hombre desdichado, arrojado por la borda, mejor dicho, un ex hombre.
El soldado no volvía al hospital, yo me deprimía y la bola se llenaba de herrumbre y se secaba sobre el escritorio. Una semana más tarde debía ir a la capital de distrito por el salario del personal. Me marché a los cinco días y, ante todo, fui a ver al médico del hospital de distrito. Ese hombre, con una barbita ahumada por el humo del tabaco, había trabajado durante veinticinco años en el hospital. Había visto de todo. Esa noche, en su gabinete, yo tomaba melancólicamente té con limón y hurgaba en el mantel, hasta que finalmente no resistí y, hablando con rodeos, le conté una historia confusa y falsa: a veces... ocurren ciertas cosas... si alguien extrae una muela... y rompe la mandíbula... puede producirse la gangrena, ¿verdad...? Sabe, un trozo... he leído...
El médico me escuchó un buen rato fijando en mí sus ojos descoloridos bajo cejas hirsutas, y de pronto me dijo:
—Usted le ha roto el alvéolo... En el futuro extraerá muy bien las muelas... Deje el té y vamos a beber un poco de vodka antes de la cena.
En ese momento, y para toda la vida, el soldado que me atormentaba salió de mi cabeza.
¡Ah, el espejo de los recuerdos! Había transcurrido un año. ¡Qué gracioso me resulta ahora recordar ese alvéolo! Yo, a decir verdad, nunca extraeré los dientes como Demián Lukich. ¡Faltaría más! El extrae unos cinco dientes cada día, mientras que yo uno cada dos semanas. Pero, pese a eso, los extraigo como muchos quisieran poder hacerlo. Y ya no rompo los alvéolos, y si lo hiciera, no me asustaría.
Pero ¿qué importancia tienen los dientes? Cuántas cosas no habré visto y hecho en este año inolvidable.
La noche entraba en la habitación. La lámpara estaba ya encendida y yo, flotando en el amargo olor a tabaco, hacía un balance. Mi corazón se llenó de orgullo. Había hecho dos amputaciones desde la cadera (las de dedos ni siquiera las cuento). ¿Y cuántos raspados? Los tengo anotados dieciocho veces. ¿Y la hernia? ¿Y la traqueotomía? Todo lo he hecho, y ha salido bien. ¡Cuántos abscesos gigantescos he abierto! ¿Y los vendajes en las fracturas? Los he hecho de yeso y almidonados. He arreglado dislocaciones. He hecho intubaciones. Y partos. ¡De todo tipo! Es verdad que no haría cesáreas. Siempre se puede enviar a la parturienta a la ciudad. Pero fórceps, virajes, todos los que queráis.
Recuerdo mi último examen estatal de medicina legal. El profesor me dijo:
—Hable de las heridas a quemarropa.
Comencé a hablar con soltura, y hablé durante mucho rato; por mi memoria visual pasaba flotando la página de un grueso libro de texto. Finalmente quedé agotado; el profesor me miró con repugnancia y dijo con voz cascada:
—Nada parecido a lo que usted acaba de decir ocurre en las heridas a quemarropa. ¿Cuántos sobresalientes tiene?
—Quince —contesté.
El profesor puso frente a mi apellido un aprobado y yo salí de allí rodeado de niebla y vergüenza...
Salí y muy pronto me marché a Múrievo, y aquí estoy, solo. El diablo sabrá lo que ocurre en las heridas a quemarropa. Yo sé que cuando aquí había una persona acostada en la mesa de operaciones y una espuma de burbujas —rosada por la sangre— le salía de la boca no perdí el dominio de mí mismo. No, aunque su pecho había sido destrozado a quemarropa con perdigones para lobos, hasta tal punto que se veía un pulmón y la carne del pecho colgaba a pedazos. Y un mes y medio más tarde ese mismo hombre salió vivo de mi hospital. En la universidad nunca tuve el honor de tener entre mis manos unos fórceps, en cambio aquí, aunque temblando, aprendí a utilizarlos en un momento. No oculto que recibí a un bebé extraño: la mitad de su cabeza estaba hinchada, de color azul purpúreo y sin un ojo. Sentí que me helaba. Escuché vagamente las palabras de consuelo de Pelagueia Ivánovna:
—No es nada, doctor, simplemente le ha puesto en el ojo una de las paletas de los fórceps.
Estuve temblando durante dos días, pero dos días más tarde la cabeza recuperó su estado normal.
Y cuántas heridas he cosido. Cuántas pleuritis purulentas he visto, cuántas neumonías, tifus, cánceres, sífilis, hernias (y las he curado), hemorroides, sarcomas...
Inspirado, abrí el libro de registros y estuve contando durante una hora. ¡Y los conté todos! En un año, hasta esa misma noche, había atendido a 15.613 enfermos. Internados había tenido 200 y sólo habían muerto seis.
Cerré el libro y me dispuse a dormir. A mis veinticuatro años, estaba acostado en mi cama en espera de poder conciliar el sueño, y pensaba que mi experiencia era ahora enorme. ¿De qué podía tener miedo? De nada. Había sacado guisantes de los oídos de los niños, había cortado, cortado, cortado... Mi mano era valiente, no temblaba. Había visto toda clase de picardías y aprendido a comprender incomprensibles frases de labios de las campesinas. Me orientaba en ellas como Sherlock Holmes en los documentos misteriosos... El sueño estaba cada vez más cerca...