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—Yo... —farfullé, mientras me quedaba dormido—, yo verdaderamente ya no puedo imaginar que me traigan un caso que me ponga en un callejón sin salida..., quizá allá, en la capital, dirán que actúo como un enfermero..., qué importa..., ellos están bien... en las clínicas y universidades..., en los gabinetes de rayos X..., en cambio yo aquí... soy todo... y los campesinos no pueden vivir sin mí... Cómo temblaba cuando llamaban a la puerta, cómo me contraía mentalmente por el miedo... En cambio ahora...

* * *

—¿Cuándo ocurrió esto?

—Hace una semana, padrecito, hace una semana... Lo echó...

Y la campesina comenzó a sollozar.

Era una mañana grisácea del mes de octubre: el primer día de mi segundo año. La noche anterior me había sentido orgulloso y me había jactado de mí mismo mientras lograba conciliar el sueño, y esta mañana estaba de pie, con mi bata, y observaba desorientado...

La mujer sostenía en sus brazos a su hijito de un año como si fuera un tronco; al chiquillo le faltaba el ojo izquierdo. En lugar de un ojo, de su estirado y delgadísimo párpado asomaba un globo de color amarillo, del tamaño de una manzana pequeña. El chiquillo gritaba y pataleaba de dolor, y la campesina sollozaba. Yo no sabía qué hacer. Le examiné desde todos los ángulos. Demián Lukich y la comadrona estaban de pie detrás de mí. Callaban. Nunca habían visto nada semejante.

«¿Qué puede ser esto...? Una herida cerebral... Hmm... pero está vivo... Sarcoma... Hmm... es demasiado blando... Un horrible tumor nunca visto... Pero a partir de dónde... De lo que fuera el ojo... O quizá el ojo nunca haya existido... en todo caso, ahora no está...»

—Pues bien —dije con aire inspirado—, es necesario operar este problema...

E inmediatamente me imaginé cómo haría una incisión en el párpado, cómo lo abriría y...

«¿Y qué...? ¿Qué ocurrirá más adelante? Tal vez eso provenía del cerebro... Diablos... Es bastante suave..., se parece al cerebro...»

—¿Qué? ¿Cortarle? —preguntó la campesina palideciendo—. ¿Cortar en el ojo? No doy mi consentimiento...

Y, horrorizada, se puso a envolver al chiquillo en trapos.

—No tiene ningún ojo —contesté categóricamente—. Observa, no hay lugar para el ojo. Tu niño tiene un extraño tumor...

—Déle unas gotas —dijo la campesina, aterrorizada.

—¿Te estás burlando acaso? ¿Qué tienen que ver las gotas aquí? ¡Ninguna gota le puede ayudar!

—Entonces qué, ¿se va a quedar sin ojo?

—Te estoy diciendo que no tiene ojo...

—¡Pues hace tres días tenía uno! —exclamó con desesperación la mujer.

«¡Diablos...!»

—No lo sé, quizá en realidad lo tenía... Diablos... Pero es que ahora no lo tiene... Y por último, querida, es mejor que lleves a tu niño a la ciudad. Allí le harán inmediatamente una operación... ¿No es verdad, Demián Lukich?

—Sí —respondió meditabundo el enfermero, evidentemente sin saber qué decir—, es algo nunca visto.

—¿Que lo operen en la ciudad? —preguntó la campesina con horror—. No lo permitiré.

El asunto terminó con que la mujer se llevó a su niño sin permitir que le tocaran el ojo.

Durante dos días estuve rompiéndome la cabeza, me encogía de hombros, hurgaba en la biblioteca, miraba ilustraciones que representaban a niños con ampollas emergiendo en lugar de ojos... Diablos.

Dos días más tarde me había olvidado del chiquillo.

* * *

Transcurrió una semana.

—¡Ana Zhújova! —grité.

Entró una alegre campesina con un niño en brazos.

—¿De qué se trata? —pregunté como de costumbre.

—El costado me duele, no puedo respirar —comunicó la campesina, y por alguna razón sonrió burlonamente.

El sonido de su voz me hizo estremecer.

—¿No me reconoce? —preguntó la campesina con tono burlón.

—Espera..., espera..., sí... Espera... ¿Este es el mismo niño?

—El mismo. ¿Recuerda, señor doctor, que usted dijo que no había ojo y que era necesario operar para...?

Me quedé atontado. La campesina me miraba con aire victorioso, la risa jugueteaba en sus ojos.

El niño estaba sentado tranquilo en sus brazos y miraba el mundo con sus ojos castaños. No había ni rastro del tumor amarillo.

«Esto es brujería...», pensé desconcertado.

Después, cuando me hube recobrado un poco, tiré cuidadosamente el párpado hacia atrás. El niño lloriqueó, trató de girar la cabeza, pero de todas formas pude ver... una pequeñísima cicatriz en la mucosa... Vaya...

—En cuanto salimos de aquí la otra vez... se reventó...

—No hace falta que me cuentes nada, mujer —dije yo confundido—, lo he comprendido ya...

—Y usted decía que no tenía ojo... Pues le ha salido uno. —Y la campesina rió burlonamente.

«Lo he comprendido, ¡que el diablo me lleve...! Un enorme absceso se había desarrollado en el párpado inferior, y había hecho a un lado el ojo, lo había cubierto completamente... y cuando se reventó, la pus salió... y todo quedó en su lugar...»

* * *

No. Nunca, ni siquiera cuando esté quedándome dormido, murmuraré con orgullo que nada me puede asombrar. No. Ha transcurrido un año, y pasará otro y será tan rico en sorpresas como el primero... Eso significa que hay que aprender con humildad.

1926

Morfina

I

Las personas inteligentes han observado desde hace tiempo que la felicidad es como la salud: cuando la tienes, no la percibes. Pero, cuando pasan los años, cómo recuerdas la felicidad, ¡oh, cómo la recuerdas!

En lo que a mí se refiere, sólo ahora me doy cuenta de que en el invierno de 1917 fui feliz. ¡Un año inolvidable, impetuoso, acosado por las tormentas de nieve!