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La tormenta que había comenzado me atrapó, como a un trozo de periódico roto, y me transportó de un lugar perdido a la capital de distrito. ¡Vaya gran cosa, diréis vosotros, la capital de un distrito! Pero si alguien hubiera pasado un año y medio —como lo hice yo— en medio de la nieve en invierno y de los severos y pobres bosques durante el verano sin ausentarse ni un solo día, si alguien hubiera roto la tira de papel que envolvía el periódico de la semana anterior con fuertes latidos del corazón como un amante feliz rompe un sobre azul, si alguien hubiera recorrido, para atender un parto, dieciocho verstas en un trineo tirado por caballos que marchan en fila india, si alguien hubiera hecho todo esto, supongo que me comprendería.

La lámpara de petróleo es comodísima, ¡pero yo prefiero la electricidad!

¡Así pues, finalmente vi de nuevo las seductoras lámparas eléctricas! La calle principal de la pequeña ciudad, perfectamente aplanada por los trineos de los campesinos, era una calle en la que, para delicia de los ojos, colgaban: un rótulo con unas botas, un bollo dorado, algunas banderas rojas, la imagen de un hombre joven de porcinos y desvergonzados ojillos y un peinado absolutamente inverosímil, lo que significaba que detrás de las puertas de cristal de aquel establecimiento se encontraba el Basil local, dispuesto, por treinta kopeks, a afeitarle a uno en cualquier momento excepto los días de fiesta, que tanto abundan en mi país.

Aún ahora me estremezco al recordar los paños de Basil, esos paños que con insistencia, a pesar de mi voluntad, me traían a la mente aquella página de un manual alemán de enfermedades de la piel en la que, con convincente claridad, estaba representado un chancro en la barbilla de un ciudadano.

¡Pero ni esos paños pueden ensombrecer mis recuerdos!

En una esquina había un policía de carne y hueso, en una vitrina empolvada se veían confusamente hojas de metal llenas de apretadas filas de pastelillos recubiertos de una crema rojiza, el heno cubría la plaza., las personas iban a pie o en trineos y conversaban, en un quiosco vendían periódicos moscovitas del día anterior con noticias sensacionales, cerca de allí silbaban los trenes que llegaban de Moscú. En una palabra, era la civilización, Babilonia, la Perspectiva Nevski.

Ni siquiera es necesario hablar del hospital. En él había secciones de cirugía, terapia, enfermedades infecciosas, obstetricia. Había una sala de operaciones en la que brillaba el autoclave y los grifos emitían destellos plateados; las mesas mostraban sus ingeniosas patas, dientes y tornillos. En el hospital había un médico principal, tres internos (aparte de mí), enfermeros, comadronas, enfermeras, una farmacia y un laboratorio. ¡Un laboratorio, imaginaos! Con un microscopio Zeiss y una magnífica reserva de tintes.

Yo temblaba y me quedaba helado bajo el peso de todas aquellas impresiones. Pasaron no pocos días antes de que me acostumbrara a que durante los crepúsculos de diciembre los pabellones del hospital se llenaran de luz eléctrica como si obedecieran una orden.

La luz me había cegado. En las bañeras el agua se agitaba y retumbaba y sucios termómetros de madera se hundían y flotaban en ellas. En la sección pediátrica de enfermedades contagiosas, todo el día estallaban gemidos, se escuchaba un llanto débil y conmovedor, un ronco gorgoteo...

Las enfermeras corrían, atendían...

Mi alma se había librado de una pesada carga. Ya no llevaba sobre mis espaldas la responsabilidad fatal por todo lo que ocurriera en el mundo. No era el culpable de una hernia estrangulada, no me estremecía cuando llegaba un trineo trayendo a una parturienta con el niño en posición transversal, las pleuritis purulentas que necesitaban ser operadas inmediatamente ya no tenían que ver conmigo... Por primera vez me sentía un ser humano, cuya responsabilidad tenía unos límites bien determinados. ¿Un parto? Por favor, allí tenéis ese pabellón y allí la ventana del extremo cubierta por gasa blanca. Dentro está un ginecólogo, gordo y simpático, con bigote rojizo y calvo. Es cosa de él. ¡Trineo, gira hacia la ventana de la gasa! ¿Una fractura múltiple? El cirujano principal. ¿Una pulmonía? A la sección de terapia, a ver a Pável Vladímirovich.

¡Oh, era la máquina majestuosa de un gran hospital en su funcionamiento armonioso, como si estuviera perfectamente lubricado! Yo entré en aquel aparato como un tornillo en una rosca previamente preparada, y me hice cargo de la sección pediátrica. La difteria y la escarlatina me absorbieron, se apoderaron de mis días. Pero no solamente de los días. Comencé a dormir por las noches, porque ya no se oía, bajo mi ventana, aquel siniestro golpe nocturno que me obligaba a levantarme y me llevaba a la oscuridad, al peligro y a lo ineludible. Durante las noches comencé a leer textos sobre la escarlatina y la difteria, por supuesto, y después, no sé por qué, con un extraño interés, a Fenimore Cooper, y aprecié en lo debido la lámpara sobre la mesa, los trozos de carbón en la bandeja del samovar, el té que se enfriaba y el sueño, después de un año y medio de insomnio...

Así pues, durante el invierno de 1917, después de haber sido trasladado de un lugar perdido entre las tormentas de nieve a la capital del distrito, fui feliz.

II

Pasó rápidamente un mes, después un segundo y luego un tercero; terminó el año 1917 y pasó volando febrero de 1918. Me había acostumbrado a mi nueva situación y poco a poco comencé a olvidar aquel lejano distrito en donde había estado. Se borró de mi memoria la lámpara verde con el petróleo que silbaba, la soledad, los montones de nieve... ¡Desagradecido! Había olvidado mi antiguo puesto de combate, desde donde yo solo, sin apoyo de ninguna clase, había luchado contra las enfermedades, con mis propias fuerzas, a semejanza de un héroe de Fenimore Cooper que logra salir adelante en las situaciones más inverosímiles.

En ocasiones, es verdad, cuando me acostaba en mi cama, pensando con placer en que pronto me quedaría dormido, algunos fragmentos atravesaban mi mente cada vez más obnubilada. La lamparita verde, la luz parpadeante del farol..., el chirrido de los trineos..., un corto gemido, luego las tinieblas, el aullido sordo de la tormenta en los campos... Después, todo se caía y desaparecía...

«¿Quién estará ocupando ahora el lugar que yo tenía...? Seguramente debe haber alguien... Algún médico joven como yo... Pero yo ya he cumplido con lo que me tocaba. Febrero, marzo, abril..., digamos mayo y habrá terminado mi práctica. Eso quiere decir que a finales de mayo me despediré de esta mi espléndida ciudad y volveré a Moscú. Y si la revolución me toma en su ala, es probable que tenga que seguir viajando... En todo caso, nunca más, en toda mi vida, veré de nuevo mi distrito... Nunca más... La capital... El hospital... El asfalto... Las luces...»

Así pensaba yo.

«...Pero de todas formas fue bueno haber vivido en ese distrito... Me he convertido en un hombre audaz... No tengo miedo... ¿¡Qué no habré curado!? ¡En serio! ¡Ah...! Bueno, no curé enfermedades mentales... Seguramente no... Pero permitidme... El agrónomo aquel se había vuelto un borracho perdido... Yo le traté, sí, pero con muy poco éxito... Delirium tremens... ¿Acaso no es una enfermedad mental...? Debería leer algún manual de psiquiatría... Bah, al diablo con ella... Ya lo leeré en el futuro, algún día, en Moscú... Ahora en primer lugar están las enfermedades infantiles... y especialmente esta terrible farmacología pediátrica... Diablos... Si un niño tiene diez años, por ejemplo, ¿cuánto piramidol se le puede dar en cada toma? ¿0,1 o 0,15...? Lo he olvidado. ¿Y si tiene tres años...? Sí, sólo las enfermedades infantiles... Y nada más... ¡Ya basta de casos extraordinarios! ¡Adiós, distrito mío...! ¿Pero por qué esta noche me viene con tanta insistencia el distrito a la cabeza...? La luz verde... Pero si ése ya es un capítulo concluido para siempre... Basta... Ahora debo dormir...»