—Aquí tiene una carta. La ha traído alguien que venía a la ciudad.
—Démela.
La enfermera estaba de pie en el recibidor. Llevaba un abrigo con un cuello de piel pelado, puesto encima de la bata blanca con el sello. En el sobre azul y barato se derretía la nieve.
—¿Hoy está usted de guardia en la recepción? —pregunté bostezando.
—Sí.
—¿No hay nadie?
—No, nadie.
—Si es que... (el bostezo me desfiguraba la boca y por eso pronunciaba las palabras con descuido) traen a alguien... hágamelo saber aquí... Me acostaré a dormir un rato.
—Está bien. ¿Puedo retirarme?
—Sí, sí. Váyase.
La enfermera se marchó. La puerta rechinó y yo, arrastrando los chanclos, me dirigí hacia el dormitorio, mientras por el camino rompía con los dedos, descuidada y transversalmente, el sobre.
Dentro había un formulario alargado y arrugado, con el sello azul de mi distrito, de mi antiguo hospital... Un formulario inolvidable...
Sonreí.
«Es curioso..., toda la noche he estado pensando en el distrito y he aquí que él mismo se presenta ante mí... Un presentimiento...»
Bajo el sello, estaba escrita con lápiz de tinta una receta. Palabras latinas, indescifrables, tachadas...
«No comprendo nada... Una receta confusa... —me dije, y me detuve en la palabra «morphini...»—. ¡Hay algo raro en esta receta...! Ah, sí... ¡Una solución al cuatro por ciento! ¿Pero quién ha podido recetar morfina en una solución al cuatro por ciento...? ¿Y para qué?»
Di la vuelta a la hoja y mis bostezos cesaron inmediatamente. En el reverso, con una caligrafía insegura y muy espaciada, estaba escrito con tinta:
«11 de febrero de 1918.
¡Querido collega!
Discúlpeme por escribirle en un trozo de papel. No tenía otras hojas a mi alcance. Padezco una grave y terrible enfermedad. No hay nadie que pueda ayudarme y yo no quiero pedir ayuda a nadie que no sea usted.
Desde hace casi dos meses me encuentro en este distrito, que antes fue el suyo, y sé que usted está en la ciudad, relativamente cerca de mí.
En nombre de nuestra amistad y de nuestros años en la universidad, le ruego que venga lo más rápidamente posible. Aunque sea por un día. Aunque sólo sea por una hora. Si usted me dice que estoy desahuciado, le creeré... ¿Pero quizá aún puedo salvarme...? ¡Sí, quizá aún pueda salvarme...? ¿Habrá alguna esperanza para mí? Le pido que no comunique a nadie el contenido de esta carta.»
—¡Maria! Vaya ahora mismo a la recepción y haga que venga la enfermera de guardia... ¿Cómo se llama...? Lo he olvidado... En una palabra, la enfermera de guardia que hace poco me ha traído una carta. ¡Apresúrese!
—Enseguida.
Minutos más tarde la enfermera estaba de pie delante de mí mientras la nieve se derretía sobre la piel pelada que servía de cuello a su abrigo.
—¿Quién ha traído la carta?
—No lo sé. Un tipo con barba. Uno de la cooperativa. Ha dicho que venía a la ciudad.
—Hmm..., está bien, retírese. ¡No! Espere. Voy a escribir una nota para el médico en jefe; entréguesela por favor y tráigame la respuesta.
—Bien.
He aquí el texto de mi nota para el médico en jefe:
«13 de febrero de 1918.
Estimado Pável Ilariónovich. Acabo de recibir una carta del doctor Poliakov, mi compañero de estudios universitarios. Está completamente solo en Gorelovo, mi antiguo distrito. Por lo visto ha enfermado gravemente.
Considero mi deber ir a verle. Si usted me otorga el permiso, mañana dejaré mi sección a cargo del doctor Rodóvich e iré a ver a Poliakov. Está completamente desamparado.
Con mis mayores respetos,
DR. BOMGARD.»
La respuesta del médico en jefe:
«Estimado Vladímir Mijáilovich, puede marcharse.
PETROV.»
Pasé la noche estudiando una guía de ferrocarriles. El único modo de llegar a Gorelovo era éste: salir al día siguiente a las dos de la tarde en el tren-correo que venía de Moscú, recorrer treinta verstas en ferrocarril, bajar en la estación N, y de allí viajar veintidós verstas en trineo hasta el hospital de Gorelovo.
«Con suerte estaré en Gorelovo mañana por la noche —pensaba yo, acostado en mi cama—. ¿De qué habrá enfermado? ¿Tifus? ¿Pulmonía? No, ni lo uno ni lo otro... En ese caso habría escrito sencillamente: «He enfermado de pulmonía.» Y la carta es confusa, incluso algo falsa... «Padezco una grave... y terrible enfermedad...» ¿Cuál? ¿Sífilis? Sí, indudablemente es sífilis y está horrorizado..., lo oculta..., tiene miedo... Pero me gustaría saber de qué caballos podré disponer para ir desde la estación de ferrocarril hasta Gorelovo. Sería un muy mal asunto llegar al anochecer a la estación y no tener en qué continuar el viaje... No. Encontraré un medio. En la estación encontraré a alguien que tenga caballos. ¿Mandarle un telegrama para que envíe los caballos? ¡No tiene sentido! El telegrama llegará un día después que yo... No puede llegar volando hasta Gorelovo. Se quedará en la estación hasta que encuentren con quién enviarlo. Conozco ese Gorelovo. ¡Oh, qué lugar tan alejado de la mano de Dios!»
La carta escrita en el formulario estaba sobre la mesita de noche, dentro del círculo de luz que proyectaba la lámpara, y junto a la carta se encontraba el compañero de mi exasperante insomnio: el cenicero poblado de colillas. Yo daba vueltas en la sábana arrugada y el enojo nacía en mi alma. Aquella carta comenzaba a irritarme.
«Pero veamos: si no se trata de algo grave sino de, supongamos, sífilis, entonces ¿por qué no viene él aquí? ¿Por qué tengo que ir yo, en medio de la tormenta de nieve, a verle? ¿Acaso en una noche podré curarlo del Lúes? ¿O es un cáncer de esófago? Pero no, ¡no puede haber ningún cáncer! Es dos años menor que yo. Tiene veinticinco años... "Padezco una grave..." ¿Sarcoma? Es una carta absurda, histérica. Una carta capaz de producir migraña a quien la recibe... Y hela aquí, la migraña. Me estira las venas en la sien... Mañana por la mañana me despertaré y el dolor pasará de las sienes a la cabeza, me paralizará la mitad de ella y por la noche deberé tomar piramidón con cafeína. ¡Fantástico viajar en trineo con el piramidón! Mañana tendré que pedir al enfermero la pelliza de viaje, de lo contrario, sólo con mi abrigo, me moriré de frío... ¿Qué le ocurrirá...? "¿Habrá alguna esperanza...?" ¡Así se escriben las novelas y no las cartas serias de un médico...! Debo dormir, dormir... No debo pensar más en esto. Mañana se aclarará todo... Mañana.»