La observación no era nada tonta, ¿no es verdad? Me estremecí.
«Calla —le dije a la voz—, no necesariamente tiene que ser una hernia. ¿Qué neurastenia es ésta? Si ya estás aquí... ¡adelante!»
«Si ya estás aquí...», repitió mordazmente la voz.
Bien... no me separaré del manual... Si hay que recetar algo, puedo pensarlo mientras me lavo las manos. Tendré el manual siempre abierto dentro del libro en el que llevaré el registro de los pacientes. Daré recetas útiles, pero sencillas. Por ejemplo: 0,5 de salicilato de sodio, tres veces al día...
«¡Podrías recetar bicarbonato!», respondió, burlándose abiertamente de mí, mi interlocutor interno.
¿Qué tiene que ver aquí el bicarbonato? También podré recetar ipecacuana, en infusión a 180. O a 200.
E inmediatamente, aunque en mi soledad junto a la lámpara nadie me pidiera ipecacuana, pasé temeroso las hojas del vademécum, comprobé lo de la ipecacuana y al mismo tiempo leí que existe en el mundo una tal insipina, que no es otra cosa que el «sulfato de quinina»... ¡Pero sin el sabor de la quinina! ¿Cómo recetarlo? ¿Qué es, polvo? ¡Que el diablo se los lleve!
«Estoy de acuerdo con la insipina... pero ¿qué ocurrirá con la hernia?», seguía importunándome con tenacidad el miedo en forma de voz.
«Meteré al paciente en la bañera —me defendía furiosamente—, le meteré en la bañera y trataré de ponerla en su lugar.»
«¡Una hernia estrangulada, ángel mío! ¡De qué te servirá entonces la bañera! Estrangulada —cantaba con voz demoníaca el miedo—. Habrá que operar...»
En ese momento me rendí y por poco me echo a llorar. Elevé una plegaria a las tinieblas del exterior: cualquier cosa pero no una hernia estrangulada.
Y el cansancio entonaba:
«Acuéstate a dormir, desdichado esculapio. Descansa y por la mañana ya se verá qué hacer. Tranquilízate, joven neurasténico. Observa: la oscuridad del exterior está tranquila, los campos congelados duermen, no hay ninguna hernia. Por la mañana se verá. Te acostumbrarás... Duerme... Deja el atlas... De todas formas ahora no entiendes nada. Un anillo de hernia...»
Ni siquiera me di cuenta de cómo irrumpió en la habitación. Recuerdo que la barra de la puerta resonó. Axinia gritó algo y fuera se oyó el chirrido de una carreta.
El hombre no llevaba gorra y tenía abierto el abrigo, la barba enredada y una expresión de locura en sus ojos.
Se santiguó, se arrodilló y golpeó el suelo con la frente. En mi honor.
«Estoy perdido», pensé tristemente.
—¡Qué hace usted, qué hace, pero qué está haciendo! —exclamé, y traté de levantarle cogiéndole de la manga gris.
Su rostro se contrajo y como respuesta, atragantándose, comenzó a pronunciar atropelladamente palabras entrecortadas:
—Señor doctor..., señor..., es la única, la única..., ¡es la única! —gritó de pronto, con una sonoridad juvenil en la voz que hizo vibrar la pantalla de la lámpara—. ¡Ah, Dios!... ¡Ah!... —En medio de su tristeza se retorció las manos y nuevamente golpeó los tablones del suelo con la frente, como si quisiera romperlo—. ¿Por qué? ¿Por qué este castigo?... ¿En qué hemos ofendido a Dios?
—¿Qué...? ¿Qué ha ocurrido? —grité yo, sintiendo que mi rostro se enfriaba.
El hombre se puso de pie, se agitó y murmuró:
—Señor doctor... lo que usted quiera... le daré dinero... Pida el dinero que quiera. El que quiera. Le proveeremos de alimentos... Pero que no muera. Que no muera. Aunque esté inválida, no importa. ¡No importa! —gritó hacia el techo—. Tengo suficiente para alimentarla, me basta.
El pálido rostro de Axinia se enmarcaba en el cuadrado negro de la puerta. La tristeza envolvía mi corazón.
—¿Qué...? ¿Qué ha ocurrido? ¡Hable! —grité dolorosamente.
El hombre se calmó y en un susurro, como si fuera un secreto, con ojos insondables me dijo:
—Cayó en la agramadera...
—En la agramadera... ¿En la agramadera? —pregunté de nuevo—. ¿Qué es eso?
—El lino, agramaban el lino..., señor doctor... —me aclaró Axinia en voz muy baja—, la agramadera..., el lino se agrama...
«Aquí está el comienzo. Aquí está. ¡Oh, por qué habré venido!», pensé horrorizado.
—¿Quién?
—Mi hijita —contestó él en un susurro, y luego gritó—: ¡Ayúdela! —De nuevo se arrodilló y sus cabellos cortados en redondo le cayeron sobre los ojos.
* * *
La lámpara de petróleo, con una torcida pantalla de hojalata, ardía intensamente con sus dos quemadores. La vi en la mesa de operaciones, sobre un hule blanco de fresco olor, y la hernia palideció en mi memoria.
Los cabellos rubios, de un tinte algo rojizo, colgaban de la mesa secos y apelotonados. La trenza era gigantesca, y su extremo tocaba el suelo.
La falda de percal estaba desgarrada y había en ella sangre de distintos colores: una mancha parda, otra espesa, escarlata. La luz de la lámpara de petróleo me parecía amarilla y viva; su rostro parecía de papel, blanco, con la nariz afilada.
En su pálido rostro se apagaba, inmóvil como si fuera de yeso, una belleza poco común. No siempre, no, no es frecuente encontrar un rostro como aquél.
En la sala de operaciones, durante unos diez segundos, hubo un silencio total, pero detrás de las puertas cerradas se oía cómo alguien gritaba con voz sorda y golpeaba, golpeaba repetidamente con la cabeza.
«Se ha vuelto loco —pensé—, y las enfermeras deben estarle dando alguna medicina... ¿Por qué es tan hermosa? Aunque... también él tiene facciones muy correctas... Se ve que la madre fue hermosa... Es viudo...»
—¿Es viudo? —susurré maquinalmente.
—Viudo —contestó en voz baja Pelagueia Ivánovna.
En ese momento Demián Lukich, con un movimiento brusco y casi rabioso, rompió la falda de abajo hacia arriba dejando descubierta a la muchacha. Lo que vi entonces superó todo lo que esperaba: la pierna izquierda prácticamente no existía. A partir de la rodilla fracturada, la pierna no era más que un amasijo sanguinolento: rojos músculos aplastados y blancos huesos triturados que sobresalían en todas direcciones. La pierna derecha estaba rota entre la rodilla y el pie de tal suerte que los extremos de los huesos habían desgarrado la piel y se asomaban. Como consecuencia la planta del pie yacía inerte, como algo independiente, apoyada sobre un costado.