Выбрать главу

Giré el interruptor e inmediatamente la oscuridad devoró la habitación.

«Dormir... Las sienes me duelen... Pero no tengo derecho a enfadarme con una persona por una carta absurda sin saber todavía qué le sucede. Esa persona sufre a su manera y le escribe a otro. Lo hace como puede, como cree que debe hacerlo... Es indigno, debido a la intranquilidad o a la migraña, denigrarle, aunque sólo sea mentalmente. Quizá no sea una carta falsa ni novelesca. No he visto a Seriozha Poliakov en dos años, pero le recuerdo perfectamente. Siempre fue un hombre muy sensato... Sí. Quiere decir que ha ocurrido alguna desgracia... Las sienes me duelen menos...

»Por lo visto ya llega el sueño. ¿En qué consiste el mecanismo del sueño...? Lo he leído en el manual de fisiología... pero es un asunto oscuro... No entiendo lo que significa el sueño... ¡¿Cómo se quedan dormidas las células del cerebro?! No lo entiendo, lo digo en secreto. Por alguna razón estoy convencido de que el autor mismo de ese manual tampoco estaba firmemente convencido... Una teoría vale lo mismo que otra... Veo a Seriozha Poliakov con un uniforme verde de botones dorados, está inclinado sobre una mesa de zinc, en la mesa yace un cadáver...

»Hmm, sí... pero esto es un sueño...»

III

Toe, toe... Bum, bum, bum... Aja... ¿Quién? ¿Quién? ¿Qué pasa...? Ah, llaman. ¡Oh, diablos, están llamando... ¿Dónde estoy? ¿Qué hago...? ¿De qué se trata? Ah, sí, estoy en mi cama... Pero ¿por qué me despiertan? Tienen derecho a hacerlo, puesto que soy el médico de guardia. Despierte, doctor Bomgard. Maria, en chanclos, se dirige hacia la puerta para abrirla. ¿Qué hora es? Las doce y media... Es de noche. Quiere decir que he dormido apenas una hora. ¿Y la migraña? Presente. ¡Aquí está!

Llamaron suavemente a la puerta.

—¿Qué ocurre?

Entreabrí la puerta que daba al comedor. El rostro de la enfermera me miraba desde la oscuridad y me di cuenta enseguida de que estaba pálida. Tenía los ojos muy abiertos y alarmados.

—¿A quién han traído?

—Al médico del distrito de Gorelovo —contestó la enfermera con voz fuerte y ronca—, se ha pegado un tiro.

—¿Po-lia-kov? ¡No puede ser! ¡¿Poliakov?!

—No sé cómo se llama.

—Vaya historia... Ahora mismo voy, ahora mismo. Usted corra a buscar al médico en jefe. Despiértelo enseguida. Dígale que le necesito urgentemente en la sala de recepción.

La enfermera se marchó rápidamente y la mancha blanca desapareció de mi vista.

Dos minutos más tarde, en el porche de mi casa, una fiera tormenta de nieve, seca y punzante, me golpeó en las mejillas, hinchó los faldones de mi abrigo y heló mi cuerpo asustado.

En las ventanas de la sala de recepción ardía una luz blanca e inquieta. En el porche, en medio de una nube de nieve, me encontré con el médico en jefe que se dirigía rápidamente al mismo lugar que yo.

—¿Es su amigo? ¿Poliakov? —preguntó el cirujano, tosiendo.

—No comprendo nada. Por lo visto es él —contesté, y entramos deprisa en la sala de recepción.

Una mujer envuelta se levantó de uno de los bancos y vino a nuestro encuentro. Dos ojos conocidos me miraban llenos de llanto desde debajo del borde del pañuelo color castaño. Reconocí a Maria Vlásievna, la comadrona de Gorelovo, mi fiel ayudante durante los partos en aquel hospital.

—¿Poliakov? —pregunté.

—Sí —contestó Maria Vlásievna—, es terrible, doctor; he venido temblando todo el camino, temía que no llegase vivo...

—¿Cuándo?

—Hoy, al amanecer —murmuró Maria Vlásievna—, llegó corriendo el guardia y dijo: «Ha habido un disparo en el apartamento del doctor...»

El doctor Poliakov yacía bajo la lámpara, que arrojaba una luz deficiente e inquietante; desde la primera mirada a las inanimadas, casi pétreas, suelas de sus botas de fieltro, el corazón, como de costumbre, me dio un vuelco.

Le habían quitado la gorra dejando así a la vista los cabellos pegados y húmedos. Mis manos, las manos de la enfermera y las manos de Maria Vlásievna aparecieron en distintos lugares sobre Poliakov, y una gasa blanca, con manchas amarillo-rojizas que se iban extendiendo, salió de debajo del abrigo. El pecho de Poliakov apenas se levantaba. Le tomé el pulso y me estremecí: el pulso desaparecía debajo de mis dedos, iba y venía como ligado a un hilo con nudos, frecuentes y débiles. La mano del cirujano ya se extendía hacia el hombro de aquel cuerpo pálido, y lo tomaba con una pinza para inyectarle alcanfor. En ese momento el herido despegó los labios haciendo aparecer en ellos una franja rosada y sanguinolenta. Moviendo apenas sus azulados labios dijo débil y secamente:

—Deje el alcanfor. Al diablo.

—¡Silencio! —le contestó el cirujano, e inyectó el aceite amarillo bajo la piel.

—Seguramente el pericardio ha sufrido una lesión —susurró Maria Vlásievna; se sujetó con firmeza al borde de la mesa y comenzó a observar los párpados del herido, que parecían ser infinitos. Sus ojos estaban cerrados. Sombras de un tono gris violáceo, como las del ocaso, comenzaron a aparecer cada vez con mayor claridad en los contornos de la nariz; y un sudor fino, parecido al mercurio, apareció como si fuera el rocío de aquellas sombras.

—¿Un revólver? —preguntó el cirujano, contrayendo una mejilla.

—Un Browning —balbuceó Maria Vlásievna.

—Eh-eh —dijo de pronto el cirujano, casi con rabia y despecho. Hizo un gesto de renuncia con la mano y se alejó.

Yo me volví asustado hacia él, sin comprender. Dos ojos aparecieron detrás de su hombro: había llegado otro médico.

De pronto Poliakov torció la boca como una persona adormilada que intenta alejar una mosca impertinente; luego, su mandíbula inferior comenzó a moverse, como si el herido se estuviera asfixiando con un nudo y quisiera tragárselo. ¡Ah, quien haya visto malas heridas de revólver o de fusil conocerá esos movimientos! Maria Vlásievna hizo un gesto de dolor y suspiró.