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—El doctor Bomgard —dijo Poliakov en tono apenas audible.

—Aquí estoy —susurré yo, y mi voz sonó con ternura junto a sus labios.

—El cuaderno es para usted... —replicó Poliakov con una voz ronca y cada vez más débil.

En ese momento abrió los ojos y los levantó hacia el triste techo de la sala que se perdía en la oscuridad. Las oscuras pupilas parecieron llenarse de una luz interior, el blanco de los ojos pareció volverse transparente, azulado. Los ojos se detuvieron en lo alto, después se enturbiaron y perdieron esa belleza fugaz.

El doctor Poliakov había muerto.

Es de noche. Cerca del amanecer. La lámpara brilla con enorme claridad, porque la ciudad duerme y hay mucha corriente eléctrica. Todo está en silencio y el cuerpo de Poliakov se encuentra en la capilla. Es de noche.

Sobre la mesa, ante mis ojos irritados por la lectura, yacen un sobre abierto y una hoja de papel. En ella está escrito:

«¡Querido compañero!

No le esperaré. He renunciado a curarme. No hay esperanza. Tampoco quiero seguir sufriendo. Ya he tenido suficiente. Quiero prevenir a los otros para que tengan cuidado con los cristales blancos que se disuelven en veinticinco partes de agua. He confiado demasiado en ellos y me han destruido. Le regalo mi diario. Usted siempre me ha parecido una persona ávida de saber y amante de los documentos humanos. Si le interesa, lea la historia de mi enfermedad.

Adiós. Suyo, S. POLIAKOV.»

Un añadido escrito con grandes letras:

«Que no se culpe a nadie de mi muerte.

El doctor SERGUÉI POLIAKOV. 13 de febrero de 1918.»

Junto a la carta del suicida había un cuaderno común y corriente, con la cubierta negra. La primera mitad de sus páginas había sido arrancada. En la mitad restante había anotaciones cortas. Las del principio estaban escritas con lápiz o tinta y una caligrafía clara y pequeña. Las del final, con lápiz de tinta o un grueso lápiz rojo, y una caligrafía descuidada, llena de saltos y de abreviaciones.

IV

...7, [1]20 de enero

... y estoy muy contento. Gracias a Dios: cuanto más alejado mejor. No puedo ver a la gente y aquí no veré a nadie, excepto a los campesinos enfermos. Pero ellos no agravarán en modo alguno mi herida. Por cierto, también otros han sido enviados a distritos campesinos en nada distintos del mío. Toda mi promoción, que no debía ser llamada a filas (los reservistas de segunda clase, de la promoción de 1916), fue distribuida por los zemstvo [2] . Aunque en realidad eso no interesa a nadie. En cuanto a mis amigos, sólo he tenido noticias de Ivánov y de Bomgard. Ivánov escogió la provincia de Arjánguelsk (cuestión de gustos), y Bomgard, según me dijo la enfermera, trabaja en Gorelovo, un distrito alejado, similar al mío, a tres distritos de distancia de aquí. Quería escribirle, pero he cambiado de opinión. No deseo ver ni oír a nadie.

21 de enero.

Tormenta de nieve. Nada.

25 de enero.

Qué puesta de sol tan luminosa. Migrenin: una mezcla de antipirina, cafeína y ácido cítrico.

En polvo, en dosis de 1,0... ¿se puede en dosis de 1,0...? Sí, se puede.

3 de febrero.

Hoy he recibido los periódicos de la semana pasada. No los he leído, pero de todas formas he tenido ganas de mirar la sección teatral. Ponían Aída la semana pasada. Quiere decir que ella salía a escena y cantaba: «Mío caro amico, vieni da me...»

Tiene una voz extraordinaria y es extraño que una voz tan clara y tan imponente haya sido dada a un alma tan oscura...

(Aquí hay una interrupción. Han sido arrancadas dos o tres páginas.)

...por supuesto que no es digno, doctor Poliakov. ¡Es propio del comportamiento estúpido de un colegial lanzarse con insultos de carretero sobre una mujer porque se ha marchado! No quería vivir contigo y se marchó. Y basta. Así de sencillo es. Una cantante de ópera se juntó con un joven médico, vivió con él un año y luego se marchó.

¿Matarla? ¿Matar? Ah, cuán estúpido, cuán vacío es todo esto. ¡No hay esperanza!

No quiero pensar. No quiero...

11 de febrero.

No hay más que tormentas de nieve, una tras otra... ¡La nieve acabará por enterrarme! Paso las noches enteras solo, solo. Enciendo la lámpara y me siento. Durante el día aún veo a algunas personas. Pero trabajo de una manera mecánica. Me he habituado. El trabajo no es tan terrible como pensaba en un principio. Por lo demás, me ha ayudado mucho el hospital en la guerra. He llegado aquí con un mínimo de experiencia.

Hoy he realizado por primera vez una operación de cambio de posición del feto.

Y bien, tres personas están sepultadas aquí, bajo la nieve: Ana Kirílovna —la enfermera-comadrona—, el enfermero y yo. El enfermero está casado. Ellos (el personal de enfermería) habitan un ala de la casa. Y yo vivo solo.

15 de febrero.

Ayer por la noche ocurrió algo curioso. Me disponía a acostarme, cuando de pronto sentí dolores en la región del estómago. ¡Pero qué dolores! Un sudor frío me bañó la frente. Debo señalar que nuestra medicina es una ciencia dudosa. ¿Por qué una persona que no padece ninguna enfermedad gástrica o intestinal (apendicitis, por ejemplo), cuyo hígado y riñones están en un estado óptimo, cuyo intestino funciona de una manera completamente normal, puede padecer por la noche dolores tan agudos que le hacen revolcarse en la cama?

Gimiendo, logré llegar hasta la cocina, en donde duerme la cocinera con su marido, Vlas. Envié a Vlas a buscar a Ana Kirílovna. Ella vino en plena noche y tuvo que ponerme una inyección de morfina. Dijo que estaba completamente verde. ¿Por qué?

No me gusta nuestro enfermero. Es hosco. Por el contrario, Ana Kirílovna es una persona encantadora y culta. Me asombra que una mujer que no es vieja pueda vivir en la más completa soledad en este ataúd de nieve. A su marido le han hecho prisionero los alemanes.

No puedo dejar de alabar a quien por primera vez extrajo la morfina de las cabecitas de las amapolas. Es un verdadero benefactor de la humanidad. Sólo siete minutos después de la inyección cesaron los dolores. Es interesante: los dolores eran continuos, sin ninguna pausa, de modo que yo, literalmente, me asfixiaba. Era como si me hubieran metido en el estómago un hierro al rojo vivo y lo hicieran girar. Unos cuatro minutos después de la inyección comencé a diferenciar las ondas del dolor: