—Sí, usted se está convirtiendo en un morfinómano.
—¿De modo que no la preparará?
—No.
Entonces descubrí por primera vez en mí la desagradable capacidad de enfurecerme y, lo que es peor, de gritar a la gente incluso cuando no tengo razón.
Aunque... eso no ocurrió enseguida. Fui a mi dormitorio. Observé. En el fondo del frasco apenas se distinguía el sonido de algo líquido. Lo saqué con la jeringuilla: no había más de 1/4. Arrojé la jeringa, que estuvo a punto de romperse; comencé a temblar. La levanté con cuidado, la examiné: no tenía una sola rajadura. Permanecí en mi dormitorio cerca de veinte minutos. Cuando salí ella ya no estaba.
Se había marchado.
Imaginaos: no lo pude soportar y fui a verla. Llamé en la ventana iluminada del ala del edificio en donde ella vivía. Salió al pequeño porche, envuelta en un pañuelo. La noche era silenciosa, muy silenciosa. La nieve estaba porosa. En algún lugar lejano del cielo se sentía la primavera.
—Ana Kirílovna, sea usted amable y déme las llaves de la farmacia.
Ella susurró:
—No se las daré.
—Colega, sea usted amable y déme las llaves de la farmacia. Le hablo como médico.
En medio de la oscuridad vi que su rostro había cambiado: había palidecido mucho y sus ojos se habían vuelto más profundos, más hundidos, más oscuros. Ella me respondió con una voz que despertó la compasión en mi alma.
Pero de inmediato la cólera se apoderó nuevamente de mí.
Ella:
—¿Por qué, por qué me habla usted así? Ah, Serguéi Vasílievich, siento compasión por usted.
Entonces sacó los brazos de debajo del pañuelo y vi que tenía las llaves en la mano. Quiere decir que las había cogido cuando salió a abrirme.
Yo (con rudeza):
—¡Déme las llaves!
Y se las arrebaté de las manos.
Por una pasarela podrida y temblorosa me dirigí hacia el blanco edificio del hospital.
En mi alma hervía la cólera, sobre todo porque no tengo ni la menor idea de cómo preparar una solución de morfina para una inyección subcutánea. ¡Soy un médico, no una enfermera!
Caminaba y temblaba.
Oí cómo detrás de mí, como un perro fiel, caminaba ella. Sentí ternura, pero la asfixié. Me volví y, muy agresivamente, le dije:
—¿La preparará o no?
Ella hizo un gesto con la mano, como de resignación, «lo mismo da», y respondió en voz baja:
—Está bien, lo haré.
...Una hora más tarde ya me encontraba en un estado normal. Naturalmente le pedí disculpas por mi absurda rudeza. Yo mismo no entiendo cómo me pudo ocurrir eso. Antes yo era una persona cortés.
Ella reaccionó de manera extraña ante mis disculpas. Se puso de rodillas, se apretó contra mis manos y dijo:
—No estoy enfadada con usted. No. Ahora sé que usted es un hombre acabado. Ahora ya lo sé. Y me maldigo por haberle puesto la inyección aquella vez.
La tranquilicé como pude, asegurándole que ella no tenía nada que ver en todo esto y que yo era responsable de mis actos. Le prometí que a partir del día siguiente comenzaría seriamente a deshabituarme, reduciendo la dosis.
—¿Cuánto se ha inyectado ahora?
—Una tontería. Tres jeringuillas de una solución al 1%.
Ella bajó la cabeza y permaneció en silencio.
—¡No se preocupe!
...En realidad comprendo su preocupación. Efectivamente el morphium hidrochloricumes algo terrible. La adicción a él se crea con mucha rapidez. Pero una afición moderada, ¿acaso es morfinismo...?
...A decir verdad, esa mujer es la única persona que me es realmente fiel. Y ella debería ser mi esposa. A la otra la he olvidado. La he olvidado. Después de todo, esto debo agradecérselo a la morfina...
8 de abril de 1917.
Esto es un martirio.
9 de abril.
La primavera es terrible.
El diablo en una ampolla. ¡La cocaína es el diablo en una ampolla!
Su efecto es el siguiente:
Tras una inyección de una solución al 2 % aparece, casi instantáneamente, una sensación de tranquilidad que de inmediato se convierte en éxtasis y beatitud. Esto dura sólo uno o dos minutos. Después todo desaparece sin dejar huellas, como si no hubiera existido. Llega el dolor, el terror, la oscuridad. Truena la primavera, pájaros negros vuelan entre las ramas desnudas; en lontananza el bosque intrincado, roto y oscuro se eleva hacia el cielo y detrás de él se inflama, ocupando una cuarta parte del cielo, el primer atardecer de la primavera.
Mido con pasos la solitaria y vacía habitación principal de mi apartamento de médico, caminando en diagonal de las puertas a la ventana y de la ventana a las puertas. ¿Cuántos de estos paseos puedo hacer? No más de quince o dieciséis. Luego tengo que volverme y dirigirme al dormitorio. La jeringuilla se encuentra sobre las gasas, junto a la ampolla. La tomo y, untando descuidadamente con yodo mi agujereada cadera, hundo la aguja en la piel. No hay ningún dolor. Oh, al contrario: saboreo por anticipado la euforia que está a punto de llegar. Y entonces llega. Lo sé porque los sonidos del acordeón —que el guardia Vlas, feliz por la llegada de la primavera, está tocando en el porche—, esos sonidos desgarrados y roncos que me llegan apagados a través del cristal, se convierten en voces angelicales y los bastos bajos de los pliegues hinchados del acordeón cantan como un coro celestial. Pero hay un instante en el que la cocaína que está en la sangre, obedeciendo una ley misteriosa no descrita en ningún tratado de farmacología, se transforma en algo nuevo. Yo lo sé: es la mezcla del diablo con mi sangre. Vlas se marchita en el porche, y yo le odio; el atardecer, retumbando intranquilo, me abrasa las entrañas. Y esto ocurre unas cuantas veces seguidas en el transcurso de la tarde, hasta que comprendo que estoy envenenado. El corazón comienza a latir de tal forma que lo siento en las manos, en las sienes..., pero luego cae en un abismo y hay momentos en que pienso que el doctor Poliakov no regresará más a la vida...
13 de abril.
Yo, el desdichado doctor Poliakov, que en febrero de este año enfermó de morfinismo, advierto a todos aquellos a quienes les toque mi misma suerte, que no traten de sustituir la morfina por cocaína. La cocaína es el veneno más terrible y pérfido. Ayer, Ana apenas logró reanimarme con alcanfor; hoy soy una especie de cadáver...
6 de mayo de 1917.
Hace mucho tiempo que no he escrito en mi diario. Es una lástima. En realidad no es un diario sino una historia clínica y, por lo visto, lo que siento es atracción profesional por el único amigo que tengo en el mundo (sin tener en cuenta a mi triste y a menudo llorosa amiga Ana).