Así pues, si he de llevar una historia clínica, aquí está: me inyecto morfina dos veces al día: a las cinco de la tarde (después de la comida) y a las doce de la noche, antes de dormir.
La solución es al 3%: dos jeringuillas. En consecuencia, recibo cada vez 0,06.
¡No es poco!
Mis anotaciones anteriores son un tanto histéricas. No hay nada particularmente aterrador. Esto no se refleja de ninguna manera en mi capacidad de trabajo. Al contrario: durante el día vivo de la inyección nocturna de la víspera. Realizo magníficamente las operaciones, soy irreprochablemente atento en las recetas y juro por mi palabra de médico que mi morfinismo no ha causado ningún daño a mis pacientes. Espero que en el futuro tampoco les cause. Pero es otra cosa lo que me atormenta. Constantemente tengo la sensación de que alguien descubrirá mi adicción. Y durante las horas de consulta me es muy difícil sentir en la espalda la pesada mirada escudriñadora de mi enfermero-asistente.
¡Absurdo! El no sospecha nada. No hay nada que me delate. Mis pupilas pueden delatarme sólo por la noche, y por la noche no me encuentro con él.
He remediado la espantosa disminución de la morfina en nuestra farmacia yendo a la capital del distrito. Pero también allí tuve que sufrir momentos desagradables. El jefe del almacén cogió mi pedido, en el que yo había anotado, precavidamente, toda clase de tonterías —como cafeína, de la cual tenemos grandes cantidades—, y me dijo:
—¿Cuarenta gramos de morfina?
Sentí que esquivaba su mirada, como un colegial. Sentí que enrojecía...
El me dijo:
—No tenemos una cantidad tan grande. Le daré unos diez gramos.
Era cierto que no tenía tanta morfina, pero a mí me pareció que ese hombre había descubierto mi secreto, que me tanteaba y me escudriñaba con la mirada; y yo me agitaba y sufría.
No, las pupilas; sólo las pupilas son peligrosas, y por eso me he impuesto como norma no encontrarme con nadie por las noches. Por cierto, habría sido imposible encontrar un lugar más adecuado para eso que mi distrito: hace más de seis meses que no he visto a nadie, con excepción de mis pacientes. Y a ellos les tengo sin cuidado.
18 de mayo.
Una noche asfixiante. Habrá tormenta. A lo lejos, detrás del bosque, el vientre negro de la tormenta crece y se hincha. Un relámpago pálido e inquietante atraviesa el cielo. La tormenta ha comenzado.
Tengo ante mis ojos un libro en el que se describen los síntomas de la abstinencia en los morfinómanos:
«...inquietud, ansia y estado depresivo, irritabilidad, debilitamiento de la memoria, a veces alucinaciones y un grado ligero de ofuscamiento de la razón...»
Jamás he experimentado alucinaciones. En cuanto a lo demás, puedo decir que no son más que palabras opacas, triviales, carentes de significado.
¡«Estado depresivo...»!
No, yo, que he contraído esta terrible enfermedad, advierto a los médicos para que sean compasivos con sus pacientes. No es un «estado depresivo» sino una muerte lenta la que se apodera de un morfinómano si se le priva de la morfina, aunque sólo sea por una o dos horas. El aire pierde su consistencia y se hace irrespirable... No hay una sola célula en el cuerpo que no esté ansiosa... ¿De qué? Eso no se puede ni determinar ni explicar. En una palabra, la persona deja de existir. Está desconectada. Es un cadáver que se mueve, se deprime y sufre. No desea nada, ni piensa en nada que no sea la morfina. ¡Morfina!
La muerte de sed es una muerte paradisíaca, beatífica en comparación con la sed de morfina. Probablemente sólo alguien que haya sido enterrado vivo atrape así las últimas minúsculas burbujas de aire que hayan quedado en el ataúd y se desgarre con las uñas la piel del pecho. Así gime y se agita el hereje en la hoguera, cuando las primeras lenguas de fuego lamen sus piernas...
Una muerte seca, una muerte lenta...
Eso es lo que se esconde debajo de las eruditas palabras «estado depresivo».
No puedo más. Acabo de inyectarme. Un respiro. Un respiro más.
Me siento mejor. Y ahí está..., ahí está..., un ligero frío mentolado en la cavidad estomacal...
Tres jeringuillas de una solución al 3 %. Esto será suficiente hasta la medianoche...
Absurdo. Esta anotación es un absurdo. No es tan terrible. ¡Tarde o temprano la dejaré...! Pero ahora debo dormir, dormir.
Con esta estúpida lucha contra la morfina no hago más que atormentarme y debilitarme.
(Aquí han sido arrancadas unas veinte páginas del cuaderno.)
...mbre.
...vómito a las cuatro y media.
Cuando me sienta mejor, anotaré mis terribles impresiones.
14 de noviembre de 1917.
Así, después de fugarme de Moscú, del sanatorio del doctor... (el apellido está cuidadosamente tachado), estoy de nuevo en casa. La lluvia cae como una cortina y me oculta el mundo. Que lo oculte. No tengo necesidad de él, como nadie en el mundo tiene necesidad de mí. Todavía estaba en la clínica cuando el tiroteo y el golpe de Estado. Pero la idea de abandonar el tratamiento maduró furtivamente en mí aun antes de los combates en las calles de Moscú. Debo darle las gracias a la morfina por haber hecho de mí un valiente. No me asusta ningún tiroteo. Después de todo, ¿acaso hay algo que pueda asustar a un hombre que sólo piensa en una cosa: en los maravillosos y divinos cristales? Cuando la enfermera, completamente aterrorizada por el retumbar de la artillería...
(Una página ha sido arrancada.)
...nqué esta página, para que nadie lea la vergonzosa descripción de cómo un hombre diplomado huyó, furtiva y cobardemente, y robó su propio traje.
¡Como si se tratara de un traje!
Llevaba puesta la camisa del hospital. Tenía la cabeza en otro lado. Al día siguiente, después de haberme inyectado, reviví y volví a la clínica del doctor N. Este me recibió con piedad, pero en su piedad se sentía, después de todo, el desprecio. No es justo. Es un psiquiatra, debe comprender que no siempre soy dueño de mis actos. Estoy enfermo. ¿Por qué entonces despreciarme? Devolví la camisa del hospital.
El doctor dijo:
—Gracias. —Y añadió—: ¿Qué piensa hacer ahora?
Yo dije con ánimo (en ese momento me encontraba en un estado de euforia):
—He decidido regresar a mi rincón perdido, tanto más cuanto que mi permiso ha terminado. Le estoy muy agradecido por su ayuda, me siento mucho mejor. Continuaré curándome en casa.