Выбрать главу

El contestó de la siguiente manera:

—Usted no se siente en absoluto mejor. Me resulta francamente cómico que me diga eso a mí. Basta echar una mirada a sus pupilas. ¿Con quién cree que está hablando...?

—Yo, profesor, no me puedo deshabituar de inmediato..., sobre todo ahora, cuando están teniendo lugar todos estos acontecimientos..., el tiroteo me ha destrozado los nervios...

—Pero eso ya ha terminado. Tenemos un nuevo gobierno. Vuelva a ingresar en la clínica.

En ese momento lo recordé todo..., los gélidos corredores..., las paredes desnudas pintadas con pintura de aceite..., y a mí, arrastrándome como un perro con una pata rota... Espero alguna cosa... ¿Qué? ¿Un baño caliente...? No, una pequeña inyección de 0,05 de morfina. Una dosis que no provoca la muerte, es cierto... solamente... todo ese abatimiento, ese peso que continúa oprimiendo como antes... Las noches vacías, la camisa que yo mismo desgarré sobre mi cuerpo mientras suplicaba que me dejaran salir.

No. No. Han inventado la morfina, la han extraído de las cabecitas secas y crujientes de la planta divina, ¡pues entonces que encuentren el modo de curar a las personas sin hacerlas sufrir! Moví tozudamente la cabeza. En ese momento él se levantó y yo me lancé aterrado hacia la puerta. Tuve la impresión de que quería cerrarla con llave y retenerme a la fuerza en el hospital...

El profesor enrojeció.

—No soy un carcelero —dijo no sin cierta irritación—, y esto no es la Butyrka. Puede estar tranquilo. Hace dos semanas usted presumió de ser una persona completamente normal. Y he aquí que... —El profesor repitió expresivamente mi gesto de terror—. Pero no le detengo...

—Profesor, devuélvame la declaración que firmé. Se lo suplico. —Y mi voz incluso tembló lastimeramente.

—Con gusto.

Hizo girar la llave en el escritorio y me devolvió mi declaración (en la que me comprometía a seguir el tratamiento completo durante dos meses, aceptaba que podía ser retenido por los médicos de la clínica, etcétera. En suma, un formulario común y corriente).

Cogí el papel con mano temblorosa y lo escondí mientras murmuraba:

—Se lo agradezco.

Luego me puse en pie para marcharme. Y salí.

—¡Doctor Poliakov! —se oyó detrás de mí. Me volví, sujetándome al pomo de la puerta—. Escuche —dijo el profesor—, recapacite. Comprenda que de todos modos acabará en una clínica psiquiátrica, digamos que un poco más tarde... Además, para entonces su estado habrá empeorado notablemente. Hasta ahora le he tratado como a un médico. Pero más tarde se encontrará en un estado de absoluto desquiciamiento psíquico. Usted, querido, en realidad no debería siquiera ejercer la medicina y, quizá, incluso sea criminal no poner sobre aviso al personal de su lugar de trabajo.

Me estremecí. Sentí claramente que mi rostro había perdido su color (aunque de todas formas me quedaba poco).

—Profesor —dije con voz sorda—, le suplico que no diga nada a nadie... Me quitarán el trabajo... Me declararán enfermo... ¿Por qué quiere hacerme eso?

—¡Márchese! —gritó el profesor con despecho—, ¡márchese! No diré nada. De todas formas le traerán de regreso...

Salí y juro que durante todo el camino me sentí atormentado por el dolor y la vergüenza... ¿Por qué...?

Es muy simple. Ah, amigo mío, mi fiel diario. No me traicionarás, ¿verdad? En realidad no se trata del traje sino de que, en el sanatorio, había robado morfina. Tres cubitos en cristales y diez gramos de solución al 1 %.

Pero no sólo esto me interesa, también me inquieta lo siguiente. La llave estaba puesta en el armario. Pero ¿y si no hubiera estado? ¿Habría roto el armario o no? ¿Eh? Con la mano en el corazón...

Lo habría roto.

Entonces, el doctor Poliakov es un ladrón. Tendré tiempo de arrancar la página.

En cuanto a lo de ejercer mi profesión, creo que exagero. Sí, soy un degenerado. Es completamente cierto. Ha comenzado ya la degeneración de mi personalidad moral. Pero aún puedo trabajar; soy incapaz de hacer ningún mal o daño a ninguno de mis pacientes.

¿Por qué robé? Muy sencillo. Pensé que durante los combates y toda la confusión relacionada con el golpe de Estado, no encontraría morfina en ningún lugar. Pero cuando las cosas se tranquilizaron, en una farmacia de la periferia conseguí quince gramos de solución al 1 %, cosa inútil y fastidiosa para mí (¡tendré que inyectarme 9 veces!). Además, tuve que humillarme. El boticario exigió un sello y me miró con aire sombrío y de sospecha. Y sin embargo al día siguiente, una vez que había vuelto a mi estado normal, obtuve sin ninguna dificultad, en otra farmacia, veinte gramos en cristales. Había escrito una receta para el hospital solicitando también, por supuesto, cafeína y aspirinas. Sí, después de todo, ¿por qué debo esconderme? ¿Por qué tener miedo? ¿Acaso llevo escrito en la frente que soy morfinómano? A fin de cuentas, ¿a quién le importa?

¿Tan avanzada está mi degeneración? Presento como testimonio estas notas. Son fragmentarias, ¡pero yo no soy un escritor! ¿Acaso hay en ellas ideas delirantes? Me parece que razono de manera perfectamente sana.

El morfinómano tiene una felicidad de la que nadie puede privarle: la capacidad de pasar la vida en el más completo aislamiento. Aislamiento significa pensamientos profundos y elevados, contemplación, serenidad, sabiduría...

La noche transcurre, negra y silenciosa. En alguna parte se encuentra el bosque desnudo y, detrás de él, algún riachuelo, el frío, el otoño. Lejos, muy lejos, está Moscú, desmelenada e impetuosa. No me importa nada, no tengo necesidad de nada y ningún lugar me atrae.

Arde, llama, en mi lámpara, arde, en silencio; quiero descansar después de las aventuras moscovitas, quiero olvidarlas.

Y las he olvidado.

Las he olvidado

18 de noviembre.

Primeras heladas. La tierra se ha secado. He salido a dar un paseo por el sendero que conduce al río, porque ya casi nunca estoy al aire libre.

Mi personalidad se degenera, de acuerdo, pero aún hago esfuerzos por evitarlo. Esta mañana, por ejemplo, no me he inyectado (actualmente me inyecto tres veces al día tres jeringuillas de solución al 4 %). Me siento incómodo. Ana me da lástima. Cada vez que aumento la dosis ella sufre. Me da lástima. ¡Ah, qué ser humano!

Sí... así... que... al empezar a sentirme mal, he decidido sufrir un poco (¡el profesor N debería haberme visto), y aplazar el momento de la inyección, y entonces he salido en dirección al río.

Qué desierto. Ni un sonido, ni un murmullo. El crepúsculo no ha comenzado todavía, pero se siente cómo se arrastra por los pantanos, por los montículos, entre los troncos... Avanza, avanza hacia el hospital de Levkovo... Yo también me arrastro, apoyándome en el bastón (a decir verdad, me he debilitado un poco en este último tiempo).