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Y, de pronto, veo a una viejecita de cabellos amarillos que viene desde el río, por la pendiente. No camina, corre hacia mí, pero sin mover las piernas bajo su abigarrada falda en forma de campana... En un primer momento no he comprendido quién era, ni siquiera me he asustado. Una ancianita como cualquier otra. Pero resultaba extraño que en aquel frío llevara la cabeza descubierta y no se cubriera el pecho más que con una blusa... ¿De dónde había salido aquella anciana mujer? ¿Quién era? Cuando terminan las consultas en Levkovo y se han marchado los últimos trineos de los campesinos, no queda nadie en diez verstas a la redonda. ¡Niebla, pantanos, bosques! Un sudor frío me ha corrido de pronto por la espalda, ¡había comprendido! La viejecita no corría, volaba, sin tocar la tierra. ¿Es correcto? Pero no era eso lo que me había arrancado un grito, no, sino el hecho de que la viejecita llevaba una horquilla en las manos. ¿Por qué me he asustado tanto? ¿Por qué? He caído sobre una rodilla, he extendido los brazos y me he cubierto para no verla; luego me he vuelto y, cojeando, he corrido a casa como a un lugar de salvación, deseando llegar rápido, antes de que me explotara el corazón, deseando llegar a las cálidas habitaciones, ver a Ana viva y... la morfina...

He entrado corriendo.

Absurdo. Una simple alucinación. Una alucinación casual.

19 de noviembre.

Vómito. Es un mal síntoma.

Mi conversación nocturna con Ana, el día 21.

Ana.— El enfermero lo sabe.

Yo.— ¿De verdad? Da lo mismo. Son tonterías.

Ana.— Si no te marchas de aquí a la ciudad, me ahorcaré. ¿Me oyes? Mira tus manos, míralas.

Yo.— Tiemblan un poco. Pero esto no me impide trabajar.

Ana.— Pero míralas: se han vuelto transparentes. No son más que piel y hueso... Mírate la cara... Escucha, Seriozha, vete, te lo suplico, vete...

Yo.— ¿Y tú?

Ana.— Vete. Vete. Te estás destruyendo.

Yo.— Exageras un poco. Aunque en realidad yo mismo no comprendo por qué me he debilitado tan rápidamente. Llevo enfermo menos de un año. Por lo visto se debe a que mi constitución es así.

Ana (tristemente).— ¿Qué puede devolverte a la vida? ¿Tal vez tu Amneris, tu esposa?

Yo.— Oh, no. Tranquilízate. Gracias a la morfina me he librado de ella. En lugar de ella tengo la morfina.

Ana.— ¡Oh, Dios...! ¿Qué puedo hacer?

Yo creía que personas como Ana sólo existían en las novelas. Si alguna vez me curo, uniré para siempre mi destino al de ella. Ojalá el otro no regrese de Alemania.

27 de diciembre.

Hace mucho que no he cogido el cuaderno. Me he puesto el abrigo, los caballos esperan. Bomgard se ha marchado del distrito de Gorelovo y me han enviado para reemplazarle. A mi distrito vendrá una doctora.

Ana se quedará aquí... Vendrá a visitarme...

Aunque son treinta verstas.

Hemos decidido firmemente que, a partir del 1 de enero, tomaré un mes de permiso por enfermedad e iré a Moscú a ver al profesor. De nuevo firmaré un compromiso y, durante un mes, sufriré tormentos inhumanos en su sanatorio.

Adiós, Levkovo. Hasta pronto, Ana.

1918

Enero.

No he ido. No puedo separarme de mi ídolo en forma de cristales solubles.

Moriría durante el tratamiento.

Cada vez con más frecuencia me ronda la idea de que no necesito curarme.

15 de enero.

Vómito por la mañana.

Tres jeringuillas de solución al 4 % al atardecer. Tres jeringuillas de solución al 4 % por la noche.

16 de enero.

Día de operaciones, por lo tanto he tenido una larga abstinencia: desde la noche hasta las seis de la tarde.

Al atardecer —la hora más terrible— ya en mi apartamento, he oído con toda claridad una voz, monótona y amenazadora, que repetía:

—Serguéi Vasílievich, Serguéi Vasílievich.

Después de la inyección, todo ha desaparecido de inmediato.

17 de enero.

Hay tormenta: no hay consulta. Durante mi abstinencia leí un manual de psiquiatría que me produjo una impresión aterradora. Estoy perdido, no hay ninguna esperanza.

El más mínimo rumor me asusta, la gente me resulta odiosa durante la abstinencia. Me da miedo. Durante la euforia los amo a todos, pero prefiero la soledad.

Aquí debo andar con cuidado: hay un enfermero y dos comadronas. Debo estar muy atento para no traicionarme. Ahora tengo experiencia y no me traicionaré. Nadie sabrá nada, mientras tenga una reserva de morfina. Yo mismo me preparo la solución o bien le envío con tiempo la receta a Ana. En una ocasión ella hizo el intento (disparatado) de cambiar la solución al 5 % por una al 2 %. Ella misma la trajo de Levkovo, en medio del frío y la tormenta.

Esa fue la causa de que aquella noche tuviéramos una violenta discusión. La convencí de no volver a hacerlo. Comuniqué al personal de este lugar que me encontraba enfermo. Durante mucho tiempo me rompí la cabeza pensando qué enfermedad inventar. Dije que tenía reumatismo en las piernas y neurastenia aguda. Les he advertido que en febrero me marcharé con un permiso a Moscú para curarme. El asunto marcha bien. No hay ninguna interrupción en el trabajo. Evito operar los días en que soy víctima de vómitos incontenibles, acompañados de hipo. Por eso he tenido que diagnosticarme también un catarro estomacal. ¡Ah, son demasiadas enfermedades para una sola persona!

El personal de aquí es compasivo y ellos mismos me empujan a que tome un permiso.

Mi aspecto externo: delgado y pálido como la cera.

Me he dado un baño y luego me he pesado en la balanza del hospital. El año pasado pesaba 65 kilogramos; ahora peso 55. Me he asustado al mirar la flecha de la balanza, pero después ha pasado.

Tengo los antebrazos constantemente llenos de abscesos, igual que las caderas. No sé preparar con esterilidad la solución; además, unas tres veces me he inyectado con una jeringuilla que no había sido hervida; tenía mucha prisa, era antes de un viaje.

Esto es inadmisible.

18 de enero.

He tenido la siguiente alucinación:

Estaba esperando en unas ventanas negras la aparición de ciertas personas pálidas. Era insoportable. Sólo había una cortina. He cogido gasa en el hospital y la he colgado en la ventana. No he podido inventar una justificación.