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¡Ah, diablos! ¿Por qué, a fin de cuentas, siempre debo buscar una justificación para cada una de mis acciones? ¡Esto no es vida, es un martirio!

¿Expreso mis pensamientos con claridad?

Creo que sí.

¿La vida? ¡Qué ridiculez!

19 de enero.

Hoy, durante un receso entre las consultas, cuando estábamos descansando y fumando en la farmacia, el enfermero, mientras mezclaba unos polvos, nos ha contado (riéndose por alguna razón) la historia de una enfermera morfinómana que, no pudiendo procurarse morfina, bebía media copa de un licor de opio. Yo no sabía adonde dirigir la mirada durante el tiempo que ha durado este atormentador relato. ¿Qué hay de gracioso en eso? El enfermero me es odioso. ¿Qué hay de gracioso? ¿Qué?

He salido de la farmacia caminando como un ladrón.

«¿Qué es lo que le resulta a usted gracioso en esa enfermedad...?»

Pero me he contenido, me he cont...

En mi situación, no debo ser especialmente petulante con la gente.

Ah, enfermero. Es tan cruel como esos psiquiatras, que no son capaces de ayudar al enfermo de ninguna manera, de ninguna manera, de ninguna manera.

De ninguna manera.

De ninguna manera.

Las líneas anteriores fueron escritas en un momento de abstinencia y contienen muchas afirmaciones injustas.

Es noche de luna. Estoy acostado después de un ataque de vómito, me siento débil. No puedo levantar los brazos muy alto y trazo mis pensamientos con lápiz. Son puros y orgullosos. Soy feliz por unas cuantas horas. El sueño me espera. En lo alto brilla la luna, y en ella hay una corona. Nada es terrible después de la inyección.

1 de febrero.

Ha llegado Ana. Está amarilla, enferma.

He acabado con ella. Yo. Sí, sobre mi conciencia pesa un gran pecado.

Le he jurado que me marcharé a mediados de febrero.

¿Lo cumpliré?

Sí. Lo cumpliré.

Si aún estoy con vida.

3 de febrero.

Así pues, una montaña de nieve. Helada e interminable, como aquella desde la cual, en los cuentos de mi niñez, se llevaban en un trineo al fabuloso Kai. Es mi último vuelo por esta montaña y sé lo que me espera abajo. Ah, Ana, pronto tendrás un gran sufrimiento, si es que me has amado...

11 de febrero.

He decidido lo siguiente. Me dirigiré a Bomgard. ¿Por qué justamente a él? Porque no es psiquiatra, porque es joven y fue mi compañero en la universidad. Es un hombre sano y fuerte pero al mismo tiempo es dulce, si no me equivoco. Le recuerdo. Quizá sea... En él encontraré compasión. El podrá hacer algo. Que me lleve a Moscú. No puedo ir hasta donde está él. He recibido el permiso. Estoy acostado. No voy al hospital.

He calumniado al enfermero. Es cierto que se rió... Y bien, no importa. Ha venido a visitarme. Me ha propuesto auscultarme.

No se lo he permitido. ¿Nuevamente debo encontrar un pretexto para negarme? No quiero inventar ningún pretexto.

La nota a Bomgard ha sido enviada.

¡Gente! ¿Alguien podrá ayudarme?

He comenzado a lanzar exclamaciones patéticas. Si alguien leyera esto, pensaría que son falsas. Pero nadie lo leerá.

Antes de escribir a Bomgard, lo he recordado todo. Sobre todo me venía con insistencia a la mente la estación de Moscú, cuando huí de la ciudad, en noviembre. Qué noche tan terrible. Encerrado en el lavabo, me inyectaba la morfina que había robado... Fue un martirio. Golpeaban la puerta, las voces retumbaban como si fueran de metal, me insultaban porque llevaba demasiado tiempo dentro del lavabo; me saltaban las manos, también saltaba el pestillo, de modo que en cualquier momento podía abrirse la puerta...

Desde entonces también tengo forúnculos.

Por la noche he llorado, al recordar todo esto.

12 de febrero, por la noche.

De nuevo el llanto. ¿A qué viene tanta debilidad y tanta infamia por las noches?

Año 1918. 13 de febrero al amanecer, en Gorelovo.

Puedo felicitarme: ¡no me he inyectado en catorce horas! ¡Catorce! Una cifra inimaginable. El amanecer es confuso y blanquecino. ¿Estaré completamente sano dentro de un momento?

Una reflexión madura: Bomgard no me es necesario, nadie me es necesario. Sería vergonzoso prolongar, aunque sólo fuera un minuto, mi vida. Una vida así no se puede prolongar. Tengo la medicina al alcance de la mano. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

Y bien, manos a la obra. No le debo nada a nadie. Me he destruido solamente a mí mismo. Y a Ana. ¿Pero qué se puede hacer?

El tiempo lo curará, como cantaba Amneris. Con ella, naturalmente, todo es sencillo y fácil.

El cuaderno es para Bomgard. Es todo...

V

El amanecer del 14 de febrero de 1918, en una lejana ciudad de provincias, terminé de leer este diario de Serguéi Poliakov. Aquí está, en su totalidad, sin ninguna modificación. No soy psiquiatra y no puedo decir con certeza si es útil o instructivo. Creo que lo es.

Ahora que ya han transcurrido diez años de todo esto se han disipado la compasión y el dolor provocados por el diario. Es natural, y sin embargo al releerlo me doy cuenta de que me sigue resultando interesante a pesar de que el cuerpo de Poliakov hace mucho que se ha convertido en cenizas y su recuerdo ha desaparecido por completo. ¿Podrá ser útil? Me atrevo a decir que sí. Ana K. murió en 1922 de tifus exantemático, en el mismo distrito en donde había trabajado. Amneris —la primera esposa de Poliakov— está en el extranjero. No volverá.

¿Puedo publicar este diario que me fue regalado?

Puedo. Lo publico. Doctor Bomgard.

Otoño, 1927

notes

[1] Sin duda el año 1917. Dr. Bomgard.

[2] Zemstvo, cada una de las asambleas locales y provinciales elegidas por la nobleza, en la Rusia zarista. ( N. de la T.)