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En la sala de operaciones me lavé las manos, ensangrentadas hasta el codo.

—Usted, doctor, ¿ha hecho muchas amputaciones? —preguntó de pronto Ana Nikoláievna—. Muy, muy bien... Tan bien como Leopold...

En sus labios, la palabra Leopold invariablemente sonaba como doyen.

Miré los rostros de reojo. En todos —también en el de Demián Lukich y en el Pelagueia Ivánovna— noté respeto y asombro.

—Hmm... yo... Lo he hecho sólo dos veces...

¿Por qué mentí? Ahora no lo entiendo.

El hospital quedó en silencio. Absoluto.

—Cuando muera, envíen a alguien a buscarme —ordené a media voz al enfermero; y éste, por alguna razón, en lugar de «Está bien» contestó respetuosamente:

—A sus órdenes...

Unos minutos más tarde me encontraba junto a la lámpara verde en el gabinete del apartamento del médico. La casa estaba en silencio.

Un rostro pálido se reflejaba en un cristal profundamente negro.

«No, no me parezco al falso Dimitri; yo... en cierta forma he envejecido... Tengo una arruga en el entrecejo... No tardarán en llamar... Me dirán: "Ha muerto..."

»Sí, iré y la veré por última vez... Dentro de poco llamarán...»

* * *

Llamaron a la puerta. Pero fue dos meses y medio más tarde. A través de la ventana brillaba uno de los primeros días de invierno.

Entró él y sólo en ese momento pude observarle con detenimiento. Sí, sus facciones eran en verdad correctas. Tenía unos cuarenta y cinco años. Sus ojos brillaban.

Luego un rumor... Saltando con ayuda de dos muletas, entró una muchacha de encantadora belleza; tenía una sola pierna y llevaba una falda muy amplia, con un borde rojo cosido en la parte inferior.

La muchacha me miró y sus mejillas se cubrieron de un tinte rojizo.

—En Moscú... en Moscú... —Me puse a escribir una dirección—. Allí en Moscú le harán una prótesis, una pierna artificial.

—Bésale la mano —dijo inesperadamente el padre.

Yo me sentí hasta tal punto confundido que en lugar de los labios le besé la nariz.

Entonces ella, apoyada en las muletas, desenrolló un paquetito de donde salió una larga toalla, blanca como la nieve, con un sencillo gallo rojo bordado. ¡Así que eso era lo que escondía bajo la almohada cada vez que la visitaba! Recordé que había visto hilos sobre su mesita.

—No lo aceptaré —dije severamente, e incluso moví la cabeza. Pero su rostro y sus ojos adoptaron tal expresión que la acepté.

Durante muchos años esa toalla estuvo colgada en mi dormitorio en Múrievo; luego viajó conmigo. Finalmente envejeció, se borró, se llenó de agujeros y, por fin, desapareció, como se borran y desaparecen los recuerdos.

1926

La garganta de acero

Así pues, me quedé solo. Me rodeaban las tinieblas del mes de noviembre mezcladas con torbellinos de nieve que había cubierto la casa; la chimenea aullaba. Yo había pasado los veinticuatro años de mi vida en una gran ciudad y pensaba que la tormenta aulla solamente en las novelas. Pero resultó que también en la realidad aulla la tormenta. Aquí las veladas son extraordinariamente largas; la lámpara, bajo su pantalla verde, se reflejaba en la ventana negra y yo soñaba despierto, mientras miraba la mancha que brillaba a mi izquierda. Soñaba con la ciudad del distrito, que se encontraba a cuarenta verstas de distancia. Tenía grandes deseos de escaparme de mi hospital para ir allí. Allí había electricidad, cuatro médicos a quienes podía consultar, y en todo caso no era tan terrible. Pero no había posibilidad alguna de escapar y, por momentos, yo mismo comprendía que aquello no era más que cobardía. Después de todo, justamente para eso había estudiado en la facultad de medicina...

«... ¿Y si trajeran a una mujer con complicaciones de parto? ¿O, supongamos, a un enfermo con la hernia estrangulada? ¿Qué haría yo en ese caso? Aconsejadme, por favor. Hace cuarenta y ocho días que terminé la facultad con sobresaliente, pero el sobresaliente es una cosa y la hernia otra. En una ocasión vi cómo un profesor realizaba una operación de hernia estrangulada. El operaba y yo estaba sentado en el anfiteatro. Eso fue todo...»

Cada vez que pensaba en la hernia, un escalofrío me recorría la columna vertebral. Cada noche, después de tomar el té, me sentaba en una misma postura: bajo mi brazo izquierdo, estaban todos los manuales de cirugía obstétrica, y encima de ellos, el pequeño Doderlein. A la derecha, unos diez tomos diversos de cirugía práctica, ilustrados. Yo me lamentaba, fumaba, tomaba un té negro y frío...

Me quedé dormido; recuerdo perfectamente esa noche, la del 29 de noviembre. Me despertó un estruendo en la puerta. Cinco minutos más tarde, mientras me ponía los pantalones, no lograba apartar mis ojos implorantes de los divinos libros de cirugía práctica. Oí el crujir de los patines de un trineo en el patio: mis oídos se habían vuelto extremadamente sensibles. Resultó, quizá, algo peor aún que una hernia o que la posición transversal de un bebé: al hospital de Nikólskoie, a las once de la noche, trajeron a una niña. La enfermera dijo con voz sorda:

—Es una niña débil, se está muriendo... Doctor, venga al hospital...

Recuerdo que atravesé el patio y me dirigí hacia la lámpara de petróleo que estaba junto a la entrada del hospital y, como hechizado, no conseguía apartar la vista de la luz parpadeante. La recepción ya estaba iluminada y toda la plantilla de ayudantes me esperaba con las batas puestas. Eran: el enfermero Demián Lukich, un hombre todavía joven pero muy eficiente, y dos experimentadas comadronas, Ana Nikoláievna y Pelagueia Ivánovna. Yo no era más que un médico de veinticuatro años que se había graduado dos meses atrás y que había sido designado para dirigir el hospital de Nikólskoie.

El enfermero abrió solemnemente la puerta y apareció la madre. Entró apresuradamente, patinando sobre sus botas de fieltro; la nieve aún no se había derretido en su pañuelo. Llevaba en sus brazos un envoltorio que acompasadamente emitía silbidos y respiraba produciendo un sonido sordo. El rostro de la madre, que lloraba en silencio, estaba demudado. Cuando la mujer se quitó la pelliza y el pañuelo y abrió el envoltorio, vi a una niña de unos tres años. La observé y por un momento me olvidé de la cirugía, la soledad, el inútil bagaje universitario; me olvidé definitivamente de todo a causa de la belleza de la niña. ¿Con qué se podía comparar? Sólo en las cajas de bombones dibujan niños así, con rizos naturales en el cabello, formando grandes bucles del color del trigo maduro. Los ojos azules, enormes; las mejillas como las de una muñeca. Así dibujaban a los ángeles. Pero una extraña turbación anidaba en el fondo de sus ojos y comprendí que era miedo: la niña se asfixiaba. «Morirá dentro de una hora», pensé con absoluta convicción, y mi corazón se contrajo dolorosamente...