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Cada vez que la niña respiraba, en su garganta se formaban pequeños hoyuelos, las venas se hinchaban y el rostro pasaba de un tono rosado a uno ligeramente liláceo. De inmediato comprendí y valoré ese cambio de color. Enseguida me di cuenta de lo que se trataba; mi primer diagnóstico fue exacto y, lo más importante, coincidió con el de las comadronas, que tenían mucha experiencia: «La niña tiene garrotillo diftérico, la garganta ya está cubierta de falsas membranas y pronto se cerrará completamente...»

—¿Cuántos días lleva enferma la niña? —pregunté en medio del atento silencio de mi personal.

—Es el quinto día, el quinto —dijo la madre, y me miró profundamente con sus ojos secos.

—Garrotillo diftérico —dije entre dientes al enfermero, y a la madre le dije—: ¿En qué estabas pensando? ¿Eh? ¿En qué estabas pensando?

En ese momento se oyó detrás de mí una voz llorona:

—¡El quinto, padrecito, el quinto!

Me volví y vi a la abuela de cara redonda, con la cabeza cubierta por un pañuelo. «Sería magnífico que estas abuelas no existieran en el mundo», pensé con un lóbrego presentimiento del peligro, y dije:

—Tú, abuela, cállate; estorbas. —A la madre le repetí—: ¿En qué pensabas? ¡El quinto día! ¿Eh?

De pronto la madre, con un movimiento de autómata, entregó la niña a la abuela y se arrodilló delante de mí.

—Dale unas gotas a la niña —dijo, y golpeó el suelo con su frente—, me ahorcaré si se muere.

—Levántate inmediatamente —le contesté—, de lo contrario no hablaré contigo.

La madre se levantó rápidamente, recibió a la niña que le entregaba la abuela y comenzó a mecerla en sus brazos. La abuela se puso a rezar en dirección a la puerta, mientras la niña continuaba respirando con un silbido de serpiente. El enfermero dijo:

—Siempre hacen lo mismo. El pueblo. —Y al decir esto sus bigotes se torcieron hacia un costado.

—¿Quiere decir que la niña morirá? —preguntó la madre mirándome con negra furia, o al menos así lo percibí yo entonces...

—Morirá —dije en voz baja y con firmeza.

La abuela inmediatamente cogió el borde de su falda y comenzó a secarse con él los ojos. La madre me suplicó con voz abatida:

—¡Dale algo, ayúdala! ¡Dale unas gotas!

Ya veía con claridad lo que me esperaba. Me mantuve firme.

—¿Qué gotas le voy a dar? Aconséjame tú. La niña se está asfixiando, la garganta se ha cerrado. Durante cinco días seguidos has descuidado a tu hija a quince verstas de donde yo estoy. Ahora, ¿qué quieres que haga?

—Tú lo sabrás mejor, padrecito —comenzó a lloriquear la abuela en mi hombro izquierdo, con voz afectada. ¡Cómo la odié en ese momento!

—¡Cállate! —le dije. Me dirigí al enfermero y le ordené que cogiera a la niña. La madre entregó la niña a la comadrona. La niña comenzó a agitarse y quería, por lo visto, gritar, pero la voz ya no salía de su garganta. La madre quiso defenderla, pero la apartamos; entonces pude examinar, a la luz de la lámpara de petróleo, la garganta de la niña. Nunca hasta entonces me había enfrentado con la difteria, salvo en algunos casos leves que había aliviado rápidamente. En la garganta había algo que bullía, algo blanco, desgarrado. La niña de pronto espiró y me escupió en la cara, pero yo, ocupado como estaba por mis pensamientos, no me preocupé por mis ojos.

—Mira —dije, sorprendiéndome por mi tranquilidad—, el asunto es el siguiente. Ya es demasiado tarde. La niña se está muriendo. Sólo hay una cosa que podría ayudarla: una operación.

Yo mismo me horroricé. ¿Para qué lo habría dicho? Pero no podía dejar de decirlo. «¿Y si aceptan?», pasó fugazmente por mi cabeza.

—¿Cómo una operación? —preguntó la madre.

—Es necesario hacerle un corte en la parte inferior de la garganta e introducir un tubito de plata, para dar a la niña la posibilidad de respirar; así quizá podamos salvarla —le expliqué.

La madre me miró como a un loco y protegió a la niña con sus brazos mientras la abuela se ponía a refunfuñar de nuevo:

—¡No! ¡No dejes que la operen! ¡No! ¡¿Cortarle la garganta?!

—¡Lárgate, abuela! —le dije con odio—. ¡Inyéctele alcanfor! —ordené al enfermero.

La madre no quiso entregar a la niña cuando vio la jeringuilla, pero le explicamos que la inyección no era nada terrible.

—¿Quizá eso la ayudará? —preguntó la madre.

—No, no la ayudará en absoluto.

Entonces la madre se echó a llorar.

—Basta —le dije. Saqué mi reloj y añadí—: Os doy cinco minutos para pensarlo. Si no estáis de acuerdo dentro de cinco minutos, yo ya no haré nada.

—¡No estoy de acuerdo! —dijo tajantemente la madre.

—¡No damos nuestro consentimiento! —añadió la abuela.

—Bueno, como queráis —añadí con voz sorda, y pensé: «¡Bien, esto es todo! Mejor para mí. Yo lo he dicho, lo he propuesto; los ojos asombrados de las comadronas son testigos. Ellas no han aceptado y yo estoy salvado.» No acababa de pensarlo cuando una voz ajena salió de mi interior:

—¿Os habéis vuelto locas? ¿Cómo que no estáis de acuerdo? Mataréis a la niña. Aceptad. ¿No os da lástima?

—¡No! —gritó nuevamente la madre.

En mi interior pensaba: «¿Qué estoy haciendo? Voy a degollar a la niña.» Pero decía otra cosa.

—¡Pronto, pronto, aceptad! ¡Aceptad! Ya se le están poniendo azules las uñas.

—¡No! ¡No!

—Está bien, acompáñenlas a la sala; que se queden allí.

Las llevaron por el corredor casi a oscuras. Yo oía el llanto de las mujeres y el silbido de la niña. El enfermero regresó enseguida y dijo:

—¡Aceptan!

En mi interior todo se petrificó, pero dije con claridad:

—¡Esterilicen de inmediato el bisturí, las tijeras, las grapas, la sonda!

Un minuto más tarde, atravesaba a toda velocidad el patio donde la tormenta de nieve, como un demonio, volaba y chocaba contra las casas. Entré corriendo en mi gabinete y, contando los minutos, cogí un libro, lo hojeé y encontré una ilustración que representaba una traqueotomía. En ella todo era sencillo y claro: la garganta estaba abierta y el bisturí clavado en la tráquea. Me puse a leer el texto, pero no comprendía nada, las palabras parecían brincar ante mis ojos. Jamás había visto cómo se hace una traqueotomía. «¡Eh!, ahora ya es tarde», pensé, y miré con melancolía la luz azulada y la ilustración del libro; sentí que había caído sobre mí un asunto terrible y difícil y regresé al hospital sin percatarme de la tormenta.