En el hospital, pese a lo avanzado de la hora, había agitación. En la recepción ardía, parpadeante, una lámpara de petróleo. Por el angosto corredor que conducía a la sección de maternidad, Axinia pasó rápidamente junto a mí, llevando una palangana. Detrás de la puerta se oyó de pronto un débil gemido que cesó inmediatamente. Abrí la puerta y entré en la sala de partos. La pequeña habitación blanqueada estaba intensamente iluminada por la lámpara del techo. En la cama, junto a la mesa de operaciones, yacía una mujer joven, cubierta hasta el mentón por una manta. Su rostro estaba desfigurado por una mueca de dolor y húmedos mechones de pelo se le habían pegado a la frente. Ana Nikoláievna, con un termómetro en la mano, preparaba una solución en un recipiente, mientras la segunda comadrona, Pelagueia Ivánovna, sacaba sábanas limpias del armario. El enfermero, apoyado contra la pared, estaba en pose de Napoleón. Al verme, todos se animaron. La parturienta abrió los ojos, se estrujó las manos y de nuevo gimió lastimeramente.
—¿Qué ocurre? —pregunté, y yo mismo me asombré del tono de mi voz. Hasta tal punto era seguro y tranquilo.
—Posición transversal —contestó rápidamente Ana Nikoláievna, mientras continuaba echando agua en la solución.
—Bien —dije alargando las sílabas y frunciendo el entrecejo—; bien, veamos...
—¡El doctor tiene que lavarse las manos! ¡Axinia! —gritó de inmediato Ana Nikoláievna. Su rostro había adquirido una expresión seria y solemne.
Mientras corría el agua y me quitaba la espuma de las manos enrojecidas por el cepillo, hacía preguntas poco importantes a Ana Nikoláievna, como por ejemplo cuándo habían traído a la parturienta y de dónde venía...
La mano de Pelagueia Ivánovna levantó la manta y yo, sentándome al borde de la cama y tocándola suavemente, comencé a palpar el vientre hinchado. La mujer gemía, se estiraba, crispaba los dedos, arrugaba la sábana.
—Tranquila, tranquila..., aguanta —le dije, mientras apoyaba cuidadosamente las manos sobre su piel estirada, ardiente y seca.
En realidad, después de que la experimentada Ana Nikoláievna me había sugerido de qué se trataba, este examen no era necesario. Por más que continuara examinándola, no sabría más que Ana Nikoláievna. Su diagnóstico era, por supuesto, correcto. Posición transversal. Era evidente. Bien, ¿y después?
Frunciendo el entrecejo, continué palpando el vientre por todos lados y de reojo observaba los rostros de las comadronas. Estaban concentradas y serias y en sus ojos leí aprobación a lo que yo hacía. En efecto, mis movimientos eran seguros y correctos; intentaba ocultar mi intranquilidad en lo más recóndito de mi ser y no demostrarla de ninguna manera.
—Bien —dije tras un suspiro, y me levanté de la cama, ya que por fuera no se podía ver nada más—, hagamos la exploración interna.
La aprobación apareció de nuevo en los ojos de Ana Nikoláievna.
—¡Axinia!
De nuevo corrió el agua.
«¡Eh, si pudiera leer ahora el Doderlein!», pensé tristemente mientras me enjabonaba las manos. Pero era imposible hacerlo en ese momento. Además, ¿cómo me podría ayudar en aquel momento Doderlein? Me quité la espesa espuma y me unté los dedos con yodo. La sábana limpia crujió bajo las manos de Pelagueia Ivánovna. Inclinándome hacia la parturienta comencé tímida y cuidadosamente a realizar la exploración interna. En mi memoria surgió de manera espontánea la imagen de la sala de operaciones de la maternidad. Lámparas eléctricas que ardían intensamente dentro de globos opacos, un brillante suelo de baldosas, el instrumental y los grifos que relucían por todas partes. El asistente, con una bata blanca como la nieve, manipulaba sobre la parturienta; a su alrededor estaban tres ayudantes, los médicos practicantes y una multitud de estudiantes. Todo estaba bien, era luminoso y sin peligro.
Aquí, en cambio, estoy completamente solo y tengo en mis manos a una mujer que sufre; yo respondo por ella. Pero no sé cómo ayudarla pues sólo he visto de cerca un parto dos veces en mi vida. En este momento estoy realizando una exploración, pero eso no me hace sentir ningún alivio a mí ni a la parturienta; no entiendo absolutamente nada ni consigo palpar nada en su interior.
Pero había llegado el momento de decidirse a hacer algo.
—Posición transversal... como se trata de una posición transversal, entonces es necesario... es necesario hacer...
—Un viraje sobre la piernecita —no pudo contenerse y dijo, como para sí misma, Ana Nikoláievna.
Un médico viejo y experimentado la habría mirado con desaprobación por entrometerse y adelantarse con sus conclusiones... Yo, en cambio, no soy una persona que se ofenda con facilidad.
—Sí —confirmé significativamente—, un viraje sobre la piernecita.
Y entonces desfilaron con rapidez ante mis ojos las páginas de Doderlein. Viraje directo..., viraje combinado..., viraje indirecto...
Páginas, páginas... y en ellas dibujos. La pelvis, bebés torcidos, asfixiados, con enormes cabezas..., una manita que cuelga y en ella un lazo.
Hacía poco tiempo que había leído el libro. Y además, lo había subrayado, reflexionando atentamente sobre cada palabra, imaginándome la correlación de las partes y todos los métodos. Al leerlo, me parecía que el texto quedaría para siempre impreso en mi cerebro.
Pero ahora, de entre todo lo leído, sólo surgía una frase:
«La posición transversal es una posición absolutamente desfavorable.»
Lo cierto, cierto. Absolutamente desfavorable tanto para la mujer que va a parir como para el médico que ha terminado la universidad sólo seis meses atrás.
—Está bien..., lo haremos —dije incorporándome.
El rostro de Ana Nikoláievna se animó.
—Demián Lukich —se dirigió al enfermero—, prepare el cloroformo.
¡Fue magnífico que lo dijera porque en ese momento yo no estaba seguro de si la operación debía realizarse con anestesia o sin ella! Por supuesto que con anestesia. ¡Acaso podía ser de otra manera!
Pero de cualquier forma tenía que consultar el Doderlein...
Me lavé las manos y dije:
—Bien..., prepárenla para la anestesia, colóquenla en la mesa. Ahora vuelvo, voy a casa a buscar mis cigarrillos.
—Está bien, doctor, está bien, hay tiempo —contestó Ana Nikoláievna.
Me sequé las manos, la enfermera me echó el abrigo sobre los hombros y, sin meter los brazos en las mangas, corrí a casa.
Una vez en mi gabinete encendí la lámpara y, olvidando quitarme el gorro, me lancé hacia la estantería.
Allí estaba: Doderlein. Operaciones en obstetricia. Comencé a pasar rápidamente las lustrosas páginas.
«...el viraje representa siempre una operación peligrosa para la madre...»