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El inspector Perdomo sólo había estado en el hotel Ritz de Madrid una vez en su vida, y en aquella ocasión no fue para ocuparse de un cadáver, sino de un bebé que estaba a punto de venir al mundo.

– ¡Te invito albrunch del Ritz! -le había anunciado su mujer una radiante mañana de domingo, hacía casi quince años, después de que ambos hubieran hecho el amor durante una hora larga, como dos leones en celo en el Serengeti.

– ¿Me invitas? ¿Y con qué vas a pagar la juerga? -respondió Perdomo, a punto de quedarse dormido tras su magnífica, aunque extenuante, exhibición de sexualidad animal.

– Con tu dinero, naturalmente. Y no será barato: son tres mil pesetas por cabeza, sin la propina.

– ¿Eso es invitar?

– Te invito a que me invites. No seas tacaño, te acaban de soltar la paga extraordinaria de verano y me ha dicho mi amiga Adela que el bufet merece la pena. Si yo no te invitase de vez en cuando, nunca saldríamos de casa.

Perdomo se puso en pie de un salto, consciente de que, si permanecía un segundo más en la cama, dormiría durante doce horas. ¿Por qué después del sexo los hombres se quedaban sin energía y en cambio las mujeres parecían haber recargado misteriosamente su batería?

Como elbrunch no se servía hasta la una y media y habían salido de casa con mucha antelación, Perdomo y su mujer decidieron pasear por el Jardín Botánico, que estaba muy cerca del Ritz. El inspector tenía la sensación de que Juana se comportaba de un modo extraño, aunque como daba muestras de un excelente humor, no quiso entrar en demasiadas averiguaciones.

Al terminar el banquete, en el que los dos cónyuges se deleitaron con un generoso bufet cuyas ensaladas estaban a la altura de los pescados y éstos rivalizaban a su vez con carnes de primera calidad, Juana le dio por fin la feliz noticia a su marido:

– Vas a ser papá de un varón, al que llamaremos Gregorio, como su abuelo.

La alegría que invadió a Perdomo fue de tal calibre que le sirvió de anestesia en el momento en que el camarero le trajo la abultadísima factura.

Cuando Perdomo acudió al Ritz aquella noche para averiguar quién había asesinado a John Winston, constató que el edificio no había cambiado en absoluto, pero él era una persona totalmente diferente. Su mujer había fallecido tiempo atrás, haciendo submarinismo en el mar Rojo, su hijo era en la actualidad un prometedor estudiante de violín y él había pasado de ser un desconocido inspector de la Jefatura Provincial de Madrid a convertirse en jefe de la Sección de Homicidios de la UDEV. Sin embargo, el hotel parecía el mismo que cuando el rey Alfonso XIII lo mandó construir en el año 1910: imponente, luminoso y confortable, como un enorme y silencioso transatlántico que en vez de hender las olas con su proa lo hiciera con los cedros, acacias y magnolios del no menos elegante paseo del Prado.

A unos metros de la puerta del hotel le estaba esperando el subinspector Villanueva, que venía directamente de la UCI, en la que el agente Charley estaba siendo atendido de las gravísimas heridas que le había ocasionado su caída.

– Se va a salvar por los pelos -le informó Villanueva-. Pero le quedarán secuelas.

– ¿De qué tipo? -preguntó Perdomo, mientras ambos apretaban el paso en dirección al vestíbulo del Ritz.

– Del tipo putada. Prefiero contártelo luego, con más calma.

Un empleado del hotel, que atronaba la calle arrastrando hasta el borde de la acera un pesado cubo de inmundicias, se cruzó en su camino. Hasta la nariz de los dos policías llegó el nauseabundo olor que despiden los restos de marisco, cuando llevan ya varias horas fermentando en el fondo de una bolsa de basura.

– ¡Puaj! -exclamó Villanueva apartando la cara en un vano intento de escapar de aquella fétida vaharada.

– Consuélate, hombre. El fiambre que tenemos ahí dentro no lleva tieso ni quince minutos. No sabes lo que fue lidiar el mes pasado con la suicida de Arturo Soria: llevaba pudriéndose en la bañera desde hacía siete días.

Un hombre alto, rubio y con bigote, con aspecto de coronel de las SS, que resultó ser el director del hotel, les salió al encuentro en cuanto los dos policías cruzaron la puerta giratoria. Su nombre era Hermann Kurtz, pero no era alemán, sino suizo. Llevaba cinco años al frente del establecimiento y aún hablaba el castellano de forma lamentable. No había ni un solo empleado del hotel, desde el botones al jefe de seguridad, que no le detestase y le temiese. De carácter despótico y huraño, se había distinguido, desde su llegada a España, por el desprecio olímpico que mostraba hacia su país de residencia y en los últimos años había llevado a cabo una sangría de personal en la que había echado a la calle a trabajadores con más de treinta años de servicio. Kurtz parecía experimentar un sádico deleite en convertir el acto del despido en una experiencia lo más traumática posible. Llamaba a los empleados a su despacho de uno en uno, durante su turno de trabajo, y allí les entregaba el finiquito, concediéndoles apenas cinco minutos para abandonar el establecimiento, escoltados por dos guardias de seguridad. Entre el personal de la cadena hotelera de la cual formaba parte el Ritz Madrid, éste era conocido irónicamente como Hotel California, por la mítica canción de los Eagles:

Welcome to the Hotel California

such a lovely place

(such a lovely place)

such a lovely face.

– Wilkommen -les dijo a los policías en perfecto alemán, al tiempo que se presentaba y les tendía una mano enorme, fría y huesuda.

Perdomo y Villanueva mostraron sus respectivas placas de identificación que el señor Kurtz ni siquiera se dignó mirar.

– ¿Qué hacen ésos ahí? -preguntó el inspector en voz baja, al comprobar que en uno de los salones del hotel, visible desde el vestíbulo, había un equipo de televisión compuesto por al menos tres personas.

– Son de la televisión americana -explicó Kurtz, iniciando su exhibición de consonantes dobles-. Están grabando un documental sobre The Walrus. Les he pedido que se marchen, pero no me hacen caso. Ya no puedo hacer más, no quiero un conflicto diplomático con la embajada de Estados Unidos.

– ¿Saben ya que Winston ha sido asesinado? -preguntó Perdomo.

– ¿Usted qué cree? -respondió Kurtz irónico.

Era evidente, por la flema con que los periodistas deambulaban por el salón del hotel, que la noticia aún no había trascendido.

– Buen trabajo -concedió el inspector-. ¿Durante cuánto tiempo cree que podremos ocultar los hechos a la prensa?

– Si me lo propongo, podría no llegar a saberse nunca -afirmó con arrogancia el director.

– Tampoco hay que exagerar -dijo Perdomo-. Pero si los periodistas se enteran, el hotel se llenará de fans en cinco minutos, y fan viene de fanático: nos pueden causar serios problemas, el más grave de los cuales sería que contaminasen el lugar del crimen. Le hago directamente responsable de que la opinión pública no conozca lo sucedido hasta que yo personalmente le dé la orden en sentido contrario. ¿Me ha entendido?

– Perfectamente -dijo el suizo, con tal expresión de desagrado que Perdomo pensó que iba a escupirle a la cara.

El señor Kurtz condujo a los policías hasta la escena del crimen, la suite real. Era la estancia más lujosa de hotel y alojarse en ella costaba más de cinco mil euros por noche. Como estaba en la primera planta, el hombre decidió que el ascensor era perfectamente prescindible y subió al trote las escaleras que conducían al primer piso, saltando los peldaños de dos en dos. Perdomo y Villanueva le siguieron, resoplando, a corta distancia.

En el tramo de pasillo que daba acceso a la habitación había varias personas: los dos agentes del coche radiopatrulla Zeta que habían acudido en primer lugar a la escena del crimen, dos sanitarios del Samur y un camarero. Los policías de uniforme se habían situado a ambos lados de la puerta, que estaba abierta, como si fueran dos porteros de discoteca, y cuando vieron acercarse a los tres hombres, reconocieron al inspector Perdomo y se cuadraron con saludo marcial.