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– Buenas noches, caballeros -dijo el inspector-. ¿Han confirmado que la víctima está…?

– Sí, inspector -se adelantó uno de los sanitarios-. La víctima había fallecido ya, cuando llegamos nosotros. No pudimos hacer nada.

– ¿Quién descubrió el cadáver?

– Der Kellner -respondió el director del hotel, señalando al camarero-. El señor Winston había solicitado un sandwich al servicio de habitaciones y…

Perdomo levantó la mano para indicarle a Kurtz que interrumpiera su relato.

– Si no tiene inconveniente, prefiero escuchar su testimonio directamente.

Kurtz tardó en reaccionar, como si estuviera dudando entre una respuesta impertinente o una amable. Finalmente fueron sus dedos huesudos y descomunales los que hablaron, tchac, tchac, tchac. Con un chasquido nervioso y prepotente, ordenó al camarero que se acercase hasta ellos. El empleado del hotel acudió como un perrillo asustado.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Perdomo. El muchacho era tan joven que el tuteo parecía obligatorio.

Antes de responder, el camarero miró a Kurtz y éste le concedió permiso para hablar, con un gesto sutil de la cabeza.

– Curro -dijo-. Curro Guillen.

– Francisco Guillen -corrigió el director, en un tono de voz que dejaba claro que le irritaban los diminutivos españoles.

– Curro, ¿has tocado algo? -dijo el inspector.

– Nada en absoluto, se lo juro por la memoria de mi madre -respondió el interpelado, con marcado acento andaluz.

– ¿A qué hora encontraste el cuerpo, Curro? -preguntó Perdomo.

– Hará cosa… como de media hora -dijo el joven, tras pensárselo dos veces.

– Treinta y cinco minutos -precisó Kurtz, consultando un reloj ostentoso y desmesurado, que tenía más esferas que el cuadro de mandos de un Jumbo 747.

Con un gesto de la mano, Perdomo animó a Curro a que no se dejara interrumpir por el director del hotel.

– El señor Winston -continuó- encargó un sándwich mixto hace un rato y se lo iba a llevar Luis, un compañero mío del servicio de habitaciones. Pero le pedí que me dejara subírselo a mí, que soy fan de The Walrus desde mucho antes de que se hicieran famosos.

Perdomo observó con el rabillo del ojo que en el suelo del pasillo del hotel había una bandeja de plata tapada con una servilleta blanca.

– ¿Es ésa la bandeja en la que traías el sandwich?

– Sí, señor.

– ¿Y qué hace ahí fuera? ¿No llegaste a entrar con ella en la habitación?

– No, señor. Quiero decir que sí que entré en la habitación, pero sin la bandeja. -¿Y eso?

– El señor Winston me dijo que había cambiado de opinión y que ya no quería el sandwich. Entonces le pregunté que si me podía firmar un autógrafo, me dijo que sí y me invitó a pasar a la habitación.

– ¡Está terminantemente prohibido molestar a los clientes con peticiones de ese tipo! -comenzó a decir Kurtz. Pero Perdomo le calló con otro gesto enérgico del brazo.

– ¿Te firmó el autógrafo?

– Sí, señor, aquí lo tengo. -El camarero extrajo del bolsillo trasero del pantalón un posavasos, con la firma de John Winston y la fecha del día, de su puño y letra. Perdomo guardó el posavasos en una bolsa de plástico para pruebas que le facilitó Villanueva. Al ver la ansiedad con la que le miraba el camarero, le explicó:

– Tranquilo, hombre, lo recuperarás. Pero de momento, lo conservamos nosotros.

– ¡Yo no he hecho nada, se lo juro por mi padre, que se caiga muerto ahora mismito si estoy mintiendo! -exclamó Curro.

– Hay algo que no entiendo -objetó Villanueva-. El señor Kurtz nos acaba de decir que fuiste tú el que descubrió el cadáver. Pero cuando tú viste a John Winston, estaba vivito y coleando.

– Es que luego volví a la habitación -aclaró el camarero. -¿Cómo que volviste? Explícate, chaval -le ordenó el subinspector.

El muchacho intentó sonreír, aparentando dominio de la situación, pero las manos le temblaban.

– Primero -dijo- estuve hablando un buen rato con el señor Winston, que se portó de cine conmigo. Estuvo muy simpático, y sabía bastante español. Cuando le dije que era de Almería, me contó que tenía unas ganas enormes de conocer mi tierra, porque John Lennon había rodado allí una película.

– Sí,Cómo gané la guerra, de Richard Lester -precisó Villanueva.

– ¡Esa misma! -confirmó el camarero.

A nadie, salvo a Perdomo, pareció extrañarle que el subinspector conociera ese dato.

– También me contó -continuó Curro- que la canciónStrawberry Fields Forever la había compuesto el señor Lennon en el desierto de Almería.

– Total -resumió, impaciente, Perdomo-, que estuvisteis de palique ¿cuánto tiempo?

– Unos cinco minutos.

– ¿Notaste algo raro en él? ¿Algún signo de nerviosismo?

– Sólo que estaba algo afónico, pero es normal después de un concierto, ¿no?

– Sí, es lo lógico -admitió Perdomo-. Sobre todo si das casi una hora de propinas, como hizo él. ¿Qué pasó después?

– Salí de la habitación, pero estaba tan nervioso por haber logrado el autógrafo y haber hablado con él, que se me olvidó la bandeja por completo. No me di cuenta hasta diez minutos más tarde, así que subí de nuevo a por ella y me encontré la puerta de la suite entreabierta. Me pareció extraño, porque yo la había dejado cerrada, de modo que llamé un par de veces con los nudillos. No me contestó nadie, y decidí entrar. Todo estaba oscuro. Entonces encendí la luz y le vi tirado en el suelo, en medio de un gran charco de sangre.

– ¿Y qué hiciste al verle? -preguntó Villanueva-. ¿Te acercaste a prestarle ayuda o por lo menos a comprobar si estaba aún vivo?

El camarero agachó la cabeza, como avergonzado, sin atreverse a responder.

– ¿Qué pasa? -insistió Villanueva-. ¿Es que no piensas contestar?

Sin levantar la vista del suelo, el chico confesó la verdad.

– No sé lo que me pasó. Me asusté de tal manera al ver tanta sangre que salí corriendo. Pero yo sabía que estaba muerto. No me pregunten cómo, pero lo supe en cuanto le vi la cara. Lo que hice fue avisar al jefe de seguridad del hotel y al señor Kurtz, y ellos se encargaron de telefonear a la policía y al Samur.

– De modo -resumió Perdomo, tratando de reprimir su indignación- que hasta que llegó el Samur, ¿nadie se ocupó de comprobar si el señor Winston estaba vivo o muerto?

– Yo lo hice -respondió Kurtz, satisfecho por volver a entrar en la conversación por la puerta grande.

– Así que ha tocado el cadáver, ¿eh? -dijo Villanueva, en tono acusatorio.

– Nein. Sólo le coloqué dos dedos en la carótida para comprobar si había latido. No había latido.

– ¿Es todo? ¿No entró al dormitorio? -insistió, suspicaz, Villanueva.

– No, señor. No entré al dormitorio.

– De acuerdo -dijo Perdomo enfundando sus manos en los guantes de látex-. Vamos a ver qué tenemos ahí dentro.

7 My old flame

La suite real del Ritz recordaba a los aposentos del vizconde de Valmont enLas amistades peligrosas. Una cama con dosel de tamaño king size, con colcha de raso, presidía el dormitorio, de cuyo techo colgaba una araña de candelabros con la que se podría haber iluminado medio Versalles. Antes de llegar a ella, había que atravesar un salón desmesurado, capaz de servir de local de ensayo a una orquesta sinfónica, en el que abundaban sillas de estilo Luis XVI, jarrones chinos y estanterías de madera de las que salen en las subastas de Sotheby's. Al pisar la moqueta, los policías tuvieron la sensación de que los pies se les hundían hasta el tobillo y, al mirar a su alrededor, comprobaron que la temperatura de color de las bombillas era deliberadamente baja, para evocar la calidez de las antiguas antorchas de pared.