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– Será un milagro si encontramos el cadáver entre tanto metro cuadrado -se lamentó Villanueva.

Pero el cuerpo estaba bien a la vista: yacía sobre la moqueta, bajo el dintel de la puerta que comunicaba el dormitorio con el gigantesco salón.

Winston estaba tendido boca arriba, con el torso desnudo y ensangrentado, aunque de cintura para abajo aún vestía el pantalón blanco que había exhibido en el concierto. Villanueva se acercó rápidamente para cerciorarse de que no había pulso y tras haberse asegurado a conciencia declaró:

– Los del Samur están en lo cierto. Está más muerto que Antonio Machín.

– ¡Joder, qué cantidad de sangre! -exclamó Perdomo tras agacharse para examinar de cerca el cuerpo del rockero.

En el momento en que extraía un bolígrafo y un bloc de notas de la americana para apuntar sus primeras impresiones, le sonó el teléfono móvil. Era el secretario judicial desde el coche, para comunicarle que la juez, la forense y él mismo estaban de camino. El inspector escuchó por el altavoz que iban con la sirena puesta y les rogó que la quitaran, para no alertar con su llegada a los periodistas que montaban guardia en el hotel. Nada más colgar se dirigió a su ayudante.

– ¿Qué sabemos de la Científica, Villanueva?

– Están a diez minutos de aquí -le informó el subinspector.

– Ni la comitiva judicial ni la Policía Científica saben que abajo hay un equipo de la televisión americana. Bájate a la calle con esa especie de nazi y espéralos a cierta distancia de la puerta. Le dices al director que busque la manera de hacerlos subir hasta aquí lo más discretamente posible.

– ¿Qué hago con el camarero y el jefe de seguridad?

– Que vuelvan a sus quehaceres, ya los interrogaremos más tarde si es necesario.

– ¿Algo más?

– Sí, por Dios, súbeme algo de comer. Un emparedado, frutos secos, lo que sea. Me rugen tanto las tripas que ni siquiera puedo escuchar lo que pienso.

Perdomo examinó el cadáver de manera superficial, ya que no quería moverlo hasta que no llegaran la forense y la Policía Científica. Observó que, dejando a un lado los impactos de bala, que parecían cuatro, no había otras señales de violencia en el cuerpo, por lo que ya podía afirmarse que no se había producido forcejeo alguno entre la víctima y su verdugo. Los dedos de la mano izquierda del guitarrista estaban teñidos de amarillo, por el repetido contacto con el tabaco: el rockero debía de ser un fumador habitual de habanos. La suite real estaba relativamente aislada del resto de las habitaciones, pero aún así era raro que nadie hubiera oído ningún disparo. O bien el asesino había empleado un silenciador -en cuyo caso no se trataba del típico ladrón sorprendido in fraganti, ya que éstos rara vez solían llevar armas de fuego- o bien…

Perdomo encontró la respuesta a sus cavilaciones a escasos metros del cuerpo, en forma de un almohadón cosido a balazos. Era lo que había utilizado el criminal para amortiguar el sonido de su arma de fuego. De repente, el inspector sintió una corriente de aire y al levantar la vista para examinar de dónde provenía, observó que uno de los cristales de la ventana tenía un agujero de bala. Uno de los disparos no había alcanzado su objetivo.

– Cinco balas de punta hueca -dijo la forense, media hora después de que Perdomo hubiera tomado aquel primer contacto con la escena del crimen-. Probablemente le dispararon con un revólver 38, aunque eso lo sabremos con certeza cuando le extraigamos las balas en el Anatómico Forense y las pueda examinar el departamento de balística.

La mujer hablaba con un suave acento cubano y no era ni alta ni delgada, pero resultaba tan sexy que, incluso vestida con ropa de trabajo y sin apenas maquillaje, había logrado que los policías y técnicos allí presentes abandonasen temporalmente sus quehaceres para contemplarla. Tal vez fueran sus rasgos mulatos, la manera felina en que se movía por la habitación o las exóticas feromonas que exudaba aquel cuerpo caribeño, pero lo cierto es que resultaba imposible -hasta para una mujer- no admirarla, e incluso no envidiarla. La forense se llamaba Tania, tenía treinta y ocho años de edad y, antes de venir a España, había estudiado medicina legal en La Habana. Sólo una persona en aquella habitación, el subinspector Villanueva, que no apartaba su vista de la pareja, sabía que Tania y Perdomo habían mantenido una relación sentimental en el pasado.

– ¿Balas de punta hueca? ¿Estás completamente segura? -preguntó Perdomo.

– Segura al cien por cien -respondió ella, sonriéndole con la mirada.

La munición que acababa de mencionar la forense estaba diseñada para expandirse después de dar contra el blanco, generando un desgarro mayor de los tejidos. Las heridas eran muy reconocibles, de gran anchura y poco profundas. Al impactar contra el cuerpo, la punta hueca se aplasta y queda convertida en un champiñón, con lo que la penetración se frena rápidamente. La víctima suele salir despedida hacia atrás por la cantidad de energía cinética que se dispersa en apenas centésimas de segundo.

– Mira -añadió la forense-, toca aquí, detrás de la cabeza.

Tanto Tania como Perdomo llevaban ya un rato en cuclillas, cada uno a un costado del cuerpo de Winston. El inspector extendió su mano enguantada hasta una zona próxima a la nuca y notó una protuberancia.

– Hay un bulto, ¿no?

La forense también alargó su mano, para comprobar si Perdomo estaba palpando en el lugar correcto, y al hacerlo, sus dedos forrados de látex se rozaron durante un par de segundos, pero ninguno de los dos levantó la vista para mirar al otro.

– Sí-dijo Tania-, es un chichón del tamaño de una pelota de ping-pong. Se lo ocasionó al golpearse la cabeza contra la jamba de la puerta cuando los proyectiles impactaron contra su cuerpo. ¿No ves la marca en la madera, allí arriba?

– ¡Balas de punta hueca! -repitió, intrigado, Perdomo después de haber comprobado que, efectivamente, había una muesca en la jamba-. ¿Eso es lo que ha ocasionado esta auténtica piscina de sangre?

Tanto el policía como la forense habían tenido que extremar las precauciones para poder aproximarse al cadáver sin encharcarse los zapatos.

– Eso y la trayectoria de las balas -le confirmó la mujer-. Las dos que le entraron por la espalda le atravesaron el pulmón y le llegaron hasta el pecho. Otra de las balas le destrozó el hueso del hombro, pero la cuarta parece haber rebotado dentro de la cavidad torácica y ha debido de seccionarle la aorta y la tráquea. Ha perdido el ochenta por ciento de la sangre. Teniendo en cuenta que un varón de esta talla y peso suele tener, de media, cinco litros y medio de sangre en las venas, tú sólito puedes calcular lo que hay ahora mismo esparcido por la moqueta.

Perdomo, que nunca hasta entonces había coincidido con Tania en una escena del crimen, se quedó admirado de su pericia y su rapidez.

– No sé para qué haces autopsias. ¡Si con el primer examen in situ ya lo tienes todo!

– Pues aquí donde me ves, esta mañana he hecho ya la número diez mil. ¡Diez mil autopsias en once años! Eso sale a…

– Más de novecientas autopsias por año -se adelantó Perdomo-. ¡Dos autopsias y media por día!

– Dicho así abruma un poco -reconoció Tania-, pero te juro que a mí cada día me gusta más mi profesión. Y éste no se va a librar; le pienso rajar de arriba abajo.

La forense extrajo de pronto un cortaplumas, en un gesto que sobresaltó a Perdomo, pues por un momento pensó que la autopsia iba a comenzar allí mismo. Pero la mujer se limitó a seccionar con rapidez y precisión un pequeño mechón de pelo rubio de John Winston, que guardó en una bolsa de plástico.

– ¿Para el laboratorio? -preguntó candidamente Perdomo.