– No, para mi amiga Gladys -respondió ella en actitud confidencial-. Tú no sabes lo que significaba para ella John Winston. Sólo le faltaba llenar de pósters las paredes de su alcoba, como hacen las colegialas en el instituto. Para ella y para millones de personas, este tío era Dios. O como dicen ahora los jóvenes en España, el puto amo.
Lo dijo dándole un par de palmaditas en el hombro al cadáver, como si estuviera compadreando con un compañero del juzgado. Luego añadió:
– Resumiendo, inspector. Causa de la muerte: hemorragia masiva por múltiples heridas de bala. Hora probable de la muerte: entre las cuatro y las cuatro y media, o sea, hace un par de horas.
– ¿Crees que podría haber novedades en la autopsia?
– Si te refieres a si podría cambiar la causa o la hora del fallecimiento, ya te anticipo que sería muy difícil. Pero en cambio, bien podrían surgir sorpresas de otra clase, como si padecía alguna enfermedad grave o consumía sustancias tóxicas.
En ese preciso instante llegó la Policía Científica y Perdomo se despidió de la forense.
– Buen trabajo, Tania -le dijo. Y luego, en voz baja-: Te recuerdo que tenemos pendiente un café.
– Tenemos pendiente mucho más que eso -respondió la mujer.
Al ver que el inspector la miraba con expresión traviesa, ella se apresuró a aclarar el malentendido.
– Me refiero a la autopsia, claro. Te tendré puntualmente informado, y no hace falta que te diga que si deseas estar presente cuando abramos el cuerpo, podré darte los resultados mucho más rápidamente.
8 Sweet little woman
Tras despedirse de Tania, Perdomo puso al corriente de la situación al inspector de la Policía Científica, Alejandro Guerrero. Seguidamente, abandonó la escena del crimen para que los técnicos en inspección ocular, con sus imponentes monos blancos, pudieran trabajar con toda comodidad y fue en busca de Villanueva, al que encontró en la planta baja, de pie frente a una pantalla de televisión ante la que empezaban a arremolinarse clientes y empleados del hotel.
– ¿La forense no era…? -dijo el subinspector.
– ¿Y qué si lo era? -atajó Perdomo con sequedad.
– O sea que sí que era ella -dijo el otro, reprimiendo una sonrisita.
– Por supuesto que era ella -le confirmó el inspector, sin apartar la vista de la televisión. Y cuando Villanueva ya pensaba que su jefe había dicho la última palabra sobre Tania, éste añadió-: Ha cogido algún kilo de más, pero sigue siendo ella.
El canal en el que estaba sintonizado el receptor de televisión era la CNN internacional, cuyos periodistas ya tenían noticia de la muerte de John Winston y habían montado un especial informativo que incluía conexiones en directo con varias ciudades del planeta.
– No sé qué decir -manifestó Paul McCartney, abatido y cabizbajo-, salvo que John será recordado para siempre por sus singulares aportaciones al arte, a la música y a la paz mundial.
Eran casi, palabra por palabra, las mismas declaraciones que el ex Beatle había realizado hacía treinta años con motivo del asesinato de John Lennon. La locutora de la CNN recordó después que el verdadero apellido de Winston era Hammond, y que Winston era sólo sumiddle name, que había adoptado al comienzo de su carrera como homenaje al ex Beatle asesinado, cuyo nombre completo era John Winston Lennon. Los propios hijos de Lennon -siguió diciendo la locutora- consideraban al líder de The Walrus el heredero artístico de su padre, no tanto por el registro de su voz (no tan nasal como la del liverpuliano) sino por la forma de componer las canciones. Las letras de Winston estaban siempre a medio camino entre el surrealismo y la utopía, como las de Lennon, y sus aparentemente sencillas melodías solían girar en torno a cuatro o cinco notas, sin grandes saltos de voz, aunque con una frecuente e imaginativa progresión de los acordes.
Mientras Perdomo se preguntaba cómo narices se había filtrado tan rápidamente a los medios de comunicación la noticia de la muerte de Winston, se empezaron a oír voces airadas, que provenían de la recepción del hotel y que llamaron la atención del policía. Cuando levantó la mirada, vio que dos empleados del Ritz discutían acaloradamente con una mujer obesa y de pequeña estatura a la que se estaba denegando la entrada.
– ¡Yo visto como me sale del cono! -decía la mujer a los dos hombres, que trataban de convencerla para que abandonara el hotel-. Y sepan que este modelito que al parecer a ustedes les parece una frikada es de Adriana Bertini y cuesta un ojo de la cara.
– Señora -respondió el conserje-, no se cuestiona su derecho a vestir como le dé la gana. Pero consideramos que su traje es inadecuado para este establecimiento, porque podría molestar a otros clientes, y por eso le pedimos, respetuosa pero firmemente, que se vaya.
– ¿Inadecuado? -preguntó la mujer-. ¿Por qué? ¿Es que voy enseñando las tetas? ¿Acaso llevo la minifalda a ras del cono, como muchas mujeres que he visto entrar aquí? No, es inadecuado porque está hecho con preservativos y, ¡parece mentira!, pero a ciertos sectores de la sociedad aún les molesta que alguien pueda ir recordando en público que al sida no se lo combate con la abstinencia, como quiere el Opus Dei, sino con el condón. Pero ¿saben qué les digo? Que aunque el Opus Dei tiene todavía una fuerza brutal en este país de meapilas, en el que el día del Corpus es aún mil veces más importante que el de la Constitución, no han contado con que existe otro Opus emergente, mucho más resolutivo y cañero, que es el Opus Night. De modo que, o me permiten el acceso al hotel en mi triple condición de ciudadana, periodista y fornicadora ocasional o les monto un pollo de tal calibre que mañana usted y usted sólo van a poder encontrar empleo en los puticlubs de carretera de Los Monegros.
– Le ruego que vigile su lenguaje -la reprendió el conserje-. Éste es un hotel decente.
– Y yo le ruego que vigile su bragueta. La lleva abierta de par en par y está usted hablando con una dama bastante más decente que su hotel.
El hombre se subió la cremallera, avergonzado, lo que dio pie a que la reportera le soltara una nueva andanada.
– No se había dado cuenta, ¿eh? ¡Pero a mí no se me escapa nada que ocurra a menos de un metro del suelo! ¡Ventajas de ser bajita, ya ve usted! ¿Que mi vestido es inadecuado? Les informo que Adriana tiene hasta trajes de novia confeccionados con preservativos, y que alguna ya se ha casado con un vestido del que colgaban más de ochenta mil condones. Así que si el profiláctico ha entrado en la iglesia, ¿cómo no va a poder entrar en un hotel? ¡Háganse a un lado!
La mujer se zafó con una especie de finta de baloncesto de sus dos perros de presa y se acercó al mostrador de recepción, desde el que varios empleados llevaban un buen rato asistiendo a su escandalosa protesta.
– ¡Driing, drring, drrring! -empezó a vociferar aquel ciclón de un metro sesenta y cinco, imitando el sonido de la campanilla de un hotel-. Pero bueno, ¿qué clase de establecimiento es éste? ¡Si no hay ni campanilla! Esto ni es Ritz ni es ná. ¡Quiero hablar inmediatamente con el director! Pero antes -sacó el teléfono móvil de su bolso-regadera- voy a intentar que les quiten una estrella ahora mismo, por no tener campanilla. ¿Oiga? ¿Señorita? ¡Póngame con el Ministerio de Turismo! ¡Pues si están durmiendo, sáquemelos a todos de la cama!
– Señora, no diga que no hay campanilla porque sí que la hay -dijo una de las recepcionistas, deslizando el objeto en cuestión a lo largo del mostrador, hasta la altura donde estaba la periodista. Ésta empezó inmediatamente a pulsar la campanilla de manera compulsiva, mientras exigía a voces hablar con el director.
– El señor Kurtz no puede atenderla en este momento -dijo un hombrecillo de mirada opaca, que podría haber pasado por el responsable de cestas y canastillas de unos grandes almacenes-. Pero yo lo haré de mil amores. ¿En qué puedo servirla?