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– ¿Y usted quién carajo es? -se encaró ella con el recién llegado-. Se lo pregunto con todo el respeto del mundo, ¿eh?

– José Juan Martín de Mendívil, director adjunto del hotel y responsable de alimentación y bebidas -respondió el otro muy digno.

– Bebidas, ¿eh? -dijo la gorda-. Pues póngame un gin-tonic de Tanqueray, que con lo que les he tenido que soltar a éstos para hacerme respetar, se me ha quedado el gaznate más seco que el cutis de Lawrence de Arabia.

– Voy a hacer algo mucho más inteligente y práctico que servirle una bebida alcohólica -anunció el directivo- y es ordenar que la saquen por la fuerza del hotel, dado que usted se niega a abandonarlo por las buenas.

El director adjunto hizo una señal con la cabeza a dos vigilantes de uniforme, que habían permanecido agazapados en un rincón del lobby, a la espera de que alguien les impartiera instrucciones. Éstos se lanzaron sobre Amanda Torres, como dóbermans a los que hubieran retirado el bozal, y levantándola en volandas comenzaron a arrastrarla hasta la puerta. El inspector Perdomo, que había contemplado todo el show desde un segundo plano, se acercó a los vigilantes con su placa de identificación en la mano y, tras mostrársela a los guardias, ordenó:

– Hagan el favor de depositar a esta mujer en el suelo.

A continuación, dirigió una amable sonrisa a Amanda, que aún permanecía suspendida en el aire, y añadió:

– Agente Torres, llevábamos esperándola desde hace un buen rato. ¿Ha tenido un buen vuelo?

El director adjunto se acercó al grupo y, poniendo una mano sobre el hombro de la mujer para forzar a los vigilantes a dejarla en tierra, compuso una sonrisa falsa y preguntó:

– ¿Agente Torres? Esta señora nos ha dicho que era periodista y que estaba aquí para informar a su periódico del homicidio.

– Entonces ha cumplido con su deber -dijo Perdomo-. A la agente Torres le ha sido encomendada una misión particularmente delicada (de ahí su peculiar atuendo) y no podía comprometerla en modo alguno revelando su verdadera identidad.

El director adjunto enrojeció ligeramente, al creer que había metido la pata hasta el corvejón y se estremeció al pensar qué funestas consecuencias podría tener en su currículo profesional el hecho de haber maltratado a una oficial de policía. Sobre todo teniendo en cuenta que aquel incidente iba a llegar, en cuestión de minutos, hasta los oídos del implacable Kurtz, que parecía haberse evaporado del hotel desde hacía un buen rato.

– Les pido mil disculpas -dijo el adjunto a la dirección-. Estamos todos conmocionados por el homicidio que ha tenido lugar hace un rato y supongo que he actuado de manera precipitada. Cualquier cosa que…

– ¿Tienen tarifas especiales para las fuerzas y cuerpos de seguridad? -le interrumpió la mujer.

El director adjunto captó inmediatamente la indirecta y extrajo una tarjeta del bolsillo de la americana, que entregó solícito a la periodista.

– ¡Por supuesto! El hotel Ritz Madrid estará encantado de alojarles a ambos en cualquier época del año que lo deseen y a un precio irrisorio, como es natural. Sólo tienen que llamar al teléfono de la tarjeta y preguntar por…

– Martín de Mendívil -atajó de nuevo Amanda-. Tengo una memoria excelente para los nombres. -Y luego, procurando que el tono de voz fuera lo más inquietante posible, apostilló-: Y jamás se me despinta una cara, puede usted creerme.

Perdomo hizo un gesto a la periodista para que le acompañara hasta la puerta, y ésta le rogó que se fuera adelantando. A continuación, se acercó al mostrador de recepción y tras agarrar con su mano pequeña y achaparrada el cuenco de cristal donde estaban los caramelos de cortesía, volcó todo su contenido en el interior del bolso-regadera y luego lo volvió a dejar en su sitio.

Mientras se alejaba con pasitos rápidos y cortos en dirección a la puerta giratoria, un botones del hotel la oyó mascullar entre dientes:

– ¡Qué hijos de la gran puta!

Una vez en la calle, se acercó al inspector Perdomo, que estaba cruzando información con el conductor de uno de los coches Zeta que habían acudido hasta allí y componiendo el gesto más coqueto del que era capaz preguntó:

– ¿Deseaba usted verme, inspector?

Perdomo le tendió la mano exhibiendo una sonrisa de medio lado, que a Amanda le recordó la de la actriz Ellen Barkin. «Lo que me faltaba por ver: un policía con sonrisa de chica», pensó.

– Estamos en paz, ¿no? -dijo el inspector-. Usted me regaló la gorra y me perdonó el pisotón y yo la he librado de ese par de energúmenos. Por cierto, no se lo dije en el estadio, pero me encanta su vestido.

– Muchas gracias, inspector Perdomo. ¿Ha desayunado? Pensaba acercarme a la Chocolatería San Ginés, que está abierta hasta las siete.

– ¡Por poco consigue que le den una paliza! ¿Qué narices hacía usted ahí dentro? -preguntó el inspector, sin hacer caso de la invitación.

– Inspector Perdomo -comenzó a explicarle la mujer, adoptando un tono cómicamente pedante-, le disculpo porque no está obligado a saberlo, pero se encuentra usted en presencia de una de las personas que más sabe de rock and roll de este país, y desde luego ante la máxima especialista en The Walrus y su carismático líder, que acaba de ser asesinado. ¿Cree usted que, teniendo en cuenta estos antecedentes, iba a dejar de personarme en el lugar del crimen, nada más tener noticia del mismo?

– Especialista en The Walrus, ¿eh? -dijo Perdomo, a medio camino entre la credulidad y el escepticismo-. Si eso es cierto, usted y yo tendremos muy pronto una larga y espero que fructífera conversación, pero lamentablemente no será ahora, a pesar de que mataría por probar esos churros de San Ginés.

– Entonces regresaré con usted al hotel y trataré de recolectar por mi cuenta, para el periódico en el que trabajo, la mayor cantidad de información posible sobre el asesinato.

– De eso, ni hablar -se plantó Perdomo-. Bastante he hecho ya por usted al presentarla como agente de policía ante la dirección del hotel. Si empieza a pulular por ahí dentro así vestida, en cinco minutos se sabrá su verdadera identidad y yo quedaré en mal lugar ante el director, al que seguramente tendré que interrogar.

La mujer se sentía en deuda con el policía por haberle ahorrado la humillación de salir en volandas del Ritz y prefirió no ponerle en un brete.

– Si mi presencia ahí dentro le va a causar problemas -dijo-, me marcho a desayunar. ¿Cuándo le parece bien que tengamos nuestro pequeñovis-a-vis, inspector?

– Yo me pondré en contacto con usted, en breve.

Amanda le facilitó su número de móvil y después hizo un último intento por arrastrar al inspector hasta la chocolatería. El policía sonrió ante la tozudez de la periodista.

– ¿Sabe usted la cantidad de trabajo que tengo ahora mismo ahí dentro? Las primeras horas después de que se comete un crimen son esenciales.

– Pero ¿no está ya la Policía Científica recogiendo huellas, pelajos y esas porquerías que luego analizan en el laboratorio? Eso les va a llevar un rato largo, ¿no?

– Puede que unas horas, en efecto -confirmó Perdomo-; pero yo dirijo la investigación y tengo que decirles qué es prioritario para mí y qué es secundario. Y lo que es aún más importante, debo hablar con los testigos.

– ¿Testigos? -dijo Amanda, mientras se le iluminaba el rostro-. ¿Es que alguien vio al asesino?

– Señora Torres… -comenzó a decir Perdomo.

– Señorita, si no le importa -matizó la periodista.

– Pues señorita: no puedo facilitarle ningún dato sobre una investigación en marcha, y menos aún, siendo usted periodista. Lo lamento, aunque espero que lo comprenda.

– Dígame al menos si tienen ya algún sospechoso.

– Ninguno en absoluto. -Perdomo fue sincero-. Y tampoco tenemos la menor pista de cuál es el móvil del crimen.

– ¿Sabe qué edad tenía John Winston, inspector? -No tengo ni idea. ¿Treinta? -Tenía veintisiete años.