– ¿Y qué importancia puede tener la edad de la víctima en el caso que nos ocupa? -preguntó el inspector.
Amanda esbozó una sonrisa maliciosa y luego, sin responder a la cuestión, dio la espalda al policía y comenzó a alejarse del lugar con pasitos cortos y rápidos, como una gigantesca y rolliza ave de corral. Perdomo la siguió perplejo con la mirada y, antes de que la mujer cruzara la calle, gritó:
– ¿Y qué, si tenía veintisiete?
– ¡Sólo lo sabrá -contestó ella, también a gritos- si cumple su palabra y me invita mañana para hablar! ¿Es posible que nunca hasta ahora haya oído hablar de «la maldición del 27»?
9 Hotel California (side two)
Mientras tanto, en su despacho del Ritz, el señor Kurtz conversaba por teléfono con su mujer, Therese, de cincuenta y cuatro años, que padecía desde hacía casi diez una variedad de tumor cerebral cuyo tratamiento costaba decenas de miles de dólares. Aunque lo había intentado de todas las formas a su alcance, Alexander Kurtz no había logrado aún reunir ni la mitad del dinero necesario para que su esposa fuera ingresada en el Arizona Cáncer Center, una de las instituciones punteras en el mundo en el tratamiento de cánceres de difícil curación. En esos momentos las cosas acababan de dar un giro copernicano, ya que la contraprestación económica que Kurtz había acordado con la CNN por ofrecerles en primicia la noticia del asesinato de John Winston iba a permitirle costearle a su esposa los carísimos cuidados que tanto necesitaba.
– ¿Qué más da de dónde ha salido el dinero? -le repetía el director a su mujer, una y otra vez, ante la insistencia de ésta en saber cómo se había producido el milagro-. Lo importante es que por fin he conseguido reunir la cantidad necesaria y ahora mismo voy a telefonear al director del hospital, el señor Cohén, para que te reserven una habitación.
– ¿No habrás hecho ninguna tontería, Al? -preguntó la mujer con voz tan débil que apenas resultaba audible.
– La única tontería sería quedarme de brazos cruzados y dejarte morir, amor mío.
– Al, por favor, es mucho dinero. Necesito saberlo.
Kurtz consideró por un instante la posibilidad de contarle la verdad a su mujer, pero se sentía inquieto por haber contravenido una orden directa de la policía; bastante cuestionable era ya el hecho de que el director del primer hotel del país se dedicara a vender exclusivas a la prensa. Cuanto menos supiera Therese del asunto, tanto mejor, aunque era consciente, porque conocía la obstinación de su esposa, que tenía que ofrecerle algún tipo de explicación o no le dejaría en paz durante semanas. Curiosamente, fue la propia Therese la que, después de haberle puesto entre la espada y la pared, le dio la salida que estaba buscando ansiosamente desde hacía un rato.
– Has vendido las fotos, ¿verdad?
– ¿Las fotos?
– Las que le hice a Claudia hace unos años, los desnudos. Yo también me había olvidado de ellas, pero al contarme tú ahora que habías conseguido tanto dinero de golpe, he tenido una revelación.
La mujer de Alexander Kurtz había sido una fotógrafa de moda de bastante renombre hasta que su enfermedad la había obligado a dejar su trabajo.
– Claro -afirmó el director-. Las he vendido a Sotheby's para que las saquen a subasta, como hicieron con los retratos de Carla Bruni, ¿te acuerdas? Espero no haberte metido en ningún lío.
El director no pudo continuar la conversación, porque la policía llamó en ese preciso instante con varios y enérgicos golpes a la puerta.
– ¡Señor Kurtz, necesitamos hablar con usted! ¡Ahora! -Luego te llamo, cariño -dijo el suizo en voz baja a su esposa, que parecía haberse quedado satisfecha con la explicación que ella misma había encontrado a aquel dinero llovido del cielo.
Kurtz abrió la puerta de su despacho y se encontró cara a cara con Perdomo y Villanueva.
– ¿Sí? ¿Qué desean? -preguntó el suizo irritado, como si fuera un cliente del hotel cuyo cartel de no molesten hubiera sido pasado por alto por una limpiadora inoportuna.
– Necesitamos que nos facilite todas las grabaciones de las cámaras de seguridad del hotel de las últimas doce horas -dijo el inspector.
– Eso va a ser un problema -respondió el director con una sonrisa forzada-. La tormenta de anoche provocó un corte de suministro en la zona y nuestro sistema de seguridad estuvo fuera de servicio durante varias horas.
¿Eran imaginaciones de Perdomo o Kurtz parecía alegrarse de aquel contratiempo?
– ¡Estupendo! -exclamó el inspector-. ¡No tenemos imágenes y además el apagón facilitó sin duda que el asesino pudiera entrar en el hotel sin que nadie lo viera!
Kurtz se encogió de hombros y dijo con ligero regodeo:
– Sí, fue un temporal muy fuerte. Lamento no poder ayudarles, caballeros.
– No esté tan seguro -replicó Perdomo con voz tajante-. Prepare inmediatamente una lista con el personal de servicio que estaba operativo esta noche. Nombres, apellidos, teléfonos, domicilios. Lo quiero todo.
– Lo tendrá en media hora.
Kurtz hizo el gesto de disponerse a salir del despacho, pero al ver que los dos policías tomaban asiento en las sillas de cortesía que había ante su mesa, comprendió que no podía ir a ninguna parte.
– ¿Puedo ofrecerles algo de beber? -preguntó entonces el suizo, señalando hacia una nevera de tipo minibar.
– No, pero le aceptaré una chocolatina -respondió Perdomo, que notaba cómo su sensación de vacío estomacal empezaba a parecerse a un agujero negro.
– Que sean dos -se sumó Villanueva.
El director del hotel sacó del frigorífico sendas chocolatinas, con las que obsequió a los policías, y una botella de agua mineral, de la que bebió a morro antes de sentarse.
– Señor Kurtz -comenzó Perdomo-, además de la víctima, ¿qué otras personas relacionadas con el séquito del señor Winston estaban alojadas en el hotel?
– Sólo mister Winston. Los otros tres miembros de la banda prefirieron alojarse en otro establecimento.
– ¿Y el servicio de seguridad del señor Winston? Me figuro que tendría guardaespaldas.
– Creo que no -respondió Kurtz, sin demasiado convencimiento.
Perdomo le fulminó con la mirada antes de decir:
– No me interesa lo que usted cree ni lo que supone; me interesa exclusivamente lo que sabe a ciencia cierta.
El director vaciló un instante antes de contestar. Era evidente que no estaba acostumbrado a que se dirigieran a él en un tono tan cortante.
– Si tenía guardaespaldas, no se alojaban en el hotel, inspector. Tal vez ustedes no estén familiarizados con el mundo del rock, pero el Ritz acoge a numerosas estrellas al cabo del año: puedo asegurarles que cada una es un mundo en sí misma. Madonna, por ejemplo, exige por contrato que su habitación esté rodeada por otras en las que se hospedan sus vigilantes. Pero luego hay músicos, como el señor Peter Gabriel o el señor Bruce Springsteen, que viajan sin guardaespaldas. Mucho me temo que mister Winston era uno de ellos.
Villanueva hizo un gesto afirmativo con la cabeza, aunque no llegó a decir nada. Recordó una crónica periodística en la que se narraba cómo Springsteen, durante una visita a Barcelona, había visto por la calle a unos jóvenes tocando la guitarra y se había acercado a ellos con toda naturalidad, para enseñarles algunos acordes.
– Entiendo -dijo Perdomo, al tiempo que hacía una pelotilla compacta con el papel que envolvía la chocolatina recién devorada-. ¿Puedo preguntarle dónde estaba usted cuando le comunicaron que se había producido el asesinato?
– Aquí mismo, en el hotel -afirmó Kurtz-. Cuando se me hace muy tarde y no quiero despertar a mi esposa, que está enferma y necesita mucho reposo, me quedo en una habitación del último piso. En cuanto el camarero descubrió el cuerpo, el recepcionista me llamó por teléfono para que bajara a hacerme cargo de la situación.