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– Esa forense que te estás trabajando me dio a mí calabazas hace tres meses, ¿a que no lo sabías? Claro que yo no soy tan famoso como tú.

– Dame eso, Guerrero, ¡y no me toques las pelotas!

El de la Científica sonrió burlonamente. Perdomo tendió la mano para quitarle la revista a su colega, pero éste la puso fuera de su alcance.

– O sea -le reprochó el otro- que yo te traigo un otograma de puta madre y tú a cambio no quieres soltar prenda. Eso no es justo.

– ¿Qué quieres saber? ¿Si me la he tirado? -Perdomo empezaba a ponerse de mal humor-. Anda, dame la puta revista.

Guerrero, al darse cuenta de que su colega comenzaba a enojarse de verdad, le entregó por fin lo que pedía, diciendo:

– Te estás haciendo mayor, compañero. Si me dijeras que lees elCosmopolitan, donde salen tías cañón y tests cochinos, lo entendería. Pero el Hola es una revista rancia, como de abuela. ¿Te has medido últimamente tus niveles de testosterona?

Perdomo no entró a la provocación y retomó la conversación policial en el punto en que la habían dejado.

– Dices que tenemos el ADN del presunto asesino. ¿Cómo lo habéis obtenido?

– Lo hemos sacado de la puerta, estaba junto a la impronta de la oreja.

– ¡Cojonudo! -exclamó Perdomo, olvidando su enfado de hacía unos momentos y volviendo a la euforia anterior.

Resultaba inevitable que los delincuentes, al aproximar la oreja a la superficie de la puerta para escuchar lo que ocurría al otro lado, apoyaran también el pómulo, zona de la que a veces se desprendían células epiteliales, bien por contacto directo, bien arrastradas por el sudor. La Policía Científica, sirviéndose de los mismos reveladores que se empleaban para obtener las huellas dactilares, primero aislaba el otograma y seguidamente pasaba una torunda por la zona contigua en la que, supuestamente, el sospechoso había apoyado el pómulo, para obtener a partir de ahí el ADN. Perdomo sabía perfectamente que el Servicio de Análisis Científicos de la Policía estaba saturado de trabajo, y que lo normal -si había material probatorio de otro tipo- era no enviar las torundas al laboratorio de ADN, para evitar colapsarlo. Sin embargo, en este caso, dado que el otograma era incompleto, que la huella había aparecido a una altura muy sospechosa y que el crimen tendría una gran repercusión internacional, iba a resultar obligado no sólo enviar la muestra, sino darle prioridad absoluta a todo el proceso de obtención del código genético del asesino.

– Supongamos que enviamos la torunda ahora mismo al laboratorio… -comenzó a decir Perdomo.

– Supongamos que la torunda lleva en el laboratorio desde primera hora de la mañana… -respondió exultante Guerrero.

Se produjo un silencio.

– ¡Te quiero! -le dijo al fin Perdomo, agarrándole con las dos manos su pequeña cabeza y besándole en la frente.

– No te creo. Si fuera así, te mostrarías más comunicativo.

Quiero saber cómo le entraste a esa tía, macho, a mí se me resistió como gata panza arriba.

– Déjate de forenses y termina de alegrarme el día: ¿cuándo tendremos el perfil genético del presunto asesino?

– Hay cosas que, por mucho que nos emperremos, no se pueden acelerar. Tendrás que esperar unas setenta y dos horas.

– ¡No me jodas!

– No te quejes -dijo Guerrero-. Antes sólo teníamos la prueba del PCR y tardaba semanas. Ahora con el STR lo hemos reducido a tres o cuatro días. Y vas a tener el ADN de ese hijo de su madre a partir de un material ridículo, porque no creo que las células de la piel que hay en la torunda vayan más allá de lo microscópico. ¿Tú sabes las toneladas de material que se necesitaban antes para llevar a cabo un análisis fiable? Te estoy hablando de las cuatro eses.

– ¿Las cuatro eses?

– Sangre, sudor, saliva y semen -especificó el de la Científica-. No te impacientes, la electroforesis lleva su tiempo, pero los resultados merecen la pena.

El proceso de electroforesis al que se refería Guerrero -una técnica para separar moléculas mediante un gel poroso, con el fin de posibilitar la secuenciación del ADN- no arrojaba como resultado final una imagen, como en el caso de las huellas dactilares, sino una larga cadena de parejas de números que constituían el código digital de cada individuo. Su funcionamiento era similar al de los números de teléfono, que mediante escasos dígitos permiten infinitas combinaciones, sin peligro de que se puedan producir repeticiones.

– ¿Cuándo sabremos algo del arma? -preguntó Perdomo.

– En cuanto tengamos los casquillos -le tranquilizó Guerrero-. Tu forense me ha prometido que esta tarde nos va a proporcionar al menos uno.

– Y a partir de ahí, será todo coser y cantar, el IBIS nunca falla.

El inspector Perdomo acababa de hacer referencia al Identification Ballistic Integrated System, una gigantesca base de datos digitalizada que permitía la comparación de vainas y proyectiles en cuestión de segundos. En la actualidad, el IBIS albergaba dentro de su disco duro más de ocho mil elementos balísticos. Era una patente canadiense -de ahí las iniciales sajonas- y había sido adoptado tanto por la Policía Nacional como por la Guardia Civil desde el año 2000.

– El IBIS nunca falla, siempre que el 38 esté en la base de datos -puntualizó Guerrero.

El inspector de la Científica recordaba todavía con horror los tiempos en que había que comparar las balas registradas con las dubitadas valiéndose de un archivo fotográfico a la antigua usanza, lo que convertía la identificación de un arma en una tarea ardua y prolija, que podía llevar semanas, y a veces hasta meses. Aunque era cierto que el IBIS había supuesto un paso de gigante para la balística forense, su principal defecto era que sólo estaban incluidas en el archivo digital las armas con las que previamente se había delinquido o que hubieran sido confiscadas por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. La policía de algunos países -en especial la de Estados Unidos- llevaba ya tiempo presionando a los políticos para que todas las armas de fuego, sin excepción, estuvieran fichadas, aun antes de salir de la tienda, es decir, identificadas no sólo por el número de serie grabado en el metal sino por las muescas que se crean en la vaina cuando la bala gira dentro del cañón, a más de trescientas revoluciones por minuto.

Perdomo se acercó a una de las dos ventanas de su despacho y tras echar un vistazo a través de los cristales, para ver si se avecinaba tormenta, como la noche anterior, bajó completamente la persiana. Después se aproximó a la otra ventana e hizo exactamente lo mismo.

– Te echo, Guerrero, estoy reventado -le anunció de repente-. Necesito dormir un rato aquí mismo, en el sofá de las visitas. Llevo veinticuatro horas en vela y esta tarde ni siquiera voy a poder pasar por casa para echarme la siesta. He quedado a almorzar con una periodista.

– ¿No me vas a contar nada entonces? -dijo Guerrero en un último intento, desde la puerta, de saber algo de la forense.

La respuesta de Perdomo le dejó totalmente descolocado.

– Por supuesto, y te agradezco el interés -dijo el inspector-. El agente Charley, que supongo que es por quien preguntas, se recupera lentamente de su conmoción cerebral y los médicos aseguran que dentro de veinticuatro horas Villanueva y yo podremos hacerle la pregunta del millón: Charley, ¿resbalaste o te empujaron?

13 Forever young

Perdomo y Amanda Torres pasaron a tutearse ya durante la conversación telefónica en la que acordaron su almuerzo de trabajo. El inspector propuso un céntrico restaurante mexicano y la mujer dio inmediatamente su aprobación.