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Perdomo no respondió, porque había vuelto a distraerse. Dos cuarentones de pelo engominado, polo de marca -con logo en el pecho incluido- y zapatos náuticos sin calcetines estaban maltratando a la más joven de las camareras, que era la que les había tomado la comanda.

– Chamaquita -le decía el más corpulento de los dos-. No sé cómo coméis allá en el Rancho Grande, pero nos has dejado la mesa que parece un puesto de venta ambulante. Llévate ahora mismo a la cocina algo de toda esta mierda que nos has traído, porque entre platos, vasos y botellines, yo ya no alcanzo ni a ver el mantel.

A aquel hombre no le faltaba razón, porque las mesas de aquella taquería eran de dimensiones tan reducidas que todos los clientes estaban sufriendo problemas de maniobrabilidad; pero el tono empleado por aquel engominado era tan descortés que producía vergüenza ajena escucharlo. La camarera -de rasgos amerindios muy marcados y que no tendría más de veinticinco años- empezó a despejar la mesa tal como le habían solicitado, pero decidió no pasar por alto aquel trato infamante.

– Señor -le explicó sin levantar la voz-, mi nombre es Guadalupe, no chamaquita. Y lo que está en la mesa no es mierda, sino la comida que han solicitado. Se convertirá en mierda cuando ustedes terminen de almorzar y me toque a mí limpiarlo.

La respuesta fue tan contundente que el engominado no supo qué decir, y tuvo incluso que padecer las burlas de su compañero de mesa, quien le recriminó, en tono jocoso, que se hubiera dejado comer el terreno por una jovencita.

– ¡Caramba con La Malinche! -exclamó Amanda-. ¡Menudo corte le acaba de dar a su des-Cortés!

Perdomo no hizo ningún comentario, pero era evidente por su media sonrisa que había quedado subyugado por la exhibición de carácter de la mesera mexicana. Justo en el momento en que Perdomo se disponía a hacerle a Amanda la última pregunta sobre el Club 27 sonó su móvil. Era Tania, la forense que había firmado el certificado de defunción en el hotel.

– Voy a hacerle la autopsia a Winston dentro de dos horas -le dijo- y luego me marcho a Barcelona a resolver los últimos flecos de mi divorcio. Como te conozco y sé lo importante que este homicidio es para ti, creo que lo mejor es que te vengas para el Anatómico Forense y que estés presente en la autopsia. Así te podré ir respondiendo sobre la marcha a todas las preguntas que me quieras formular.

16 Break on through to the other side (Live in París)

París, nueve meses antes del asesinato

– ¡Anita, la encontré! -gritó John Winston ante la tumba del cementerio del Pére-Lachaise que él y su mujer llevaban buscando desde hacía veinte minutos.

La pareja había contraído matrimonio hacía tan sólo una semana, en Gibraltar -un homenaje tanto a John Lennon como a Sean Connery, que era escocés como Winston-, y tras una breve ceremonia que apenas había requerido papeleo, se había desplazado a París, para disfrutar de su luna de miel. Aunque no habían rehuido los tópicos obligados en cualquier visita turística -torre Eiffel, Museo del Louvre-, los recién casados habían acordado realizar una serie de incursiones a lugares algo menos trillados de la Ciudad de la Luz. Uno de ellos era el célebre cementerio del Pére-Lachaise, el más grande de la ciudad, que los parisinos utilizaban con frecuencia como lugar de paseo. La cantidad de celebridades que reposaban entre sus muros era tal, que ni siquiera disponiendo de una mañana entera era fácil visitar todos los sepulcros: desde Georges Bizet -el creador de la óperaCarmen- hasta Isadora Duncan -la bailarina estrangulada por su propia chalina-; desde Simone Signoret e Yves Montand -la más carismática pareja del cine francés- hasta Oscar Wilde -el escritor irlandes que aseguraba que la única manera de vencer a la tentación es ceder a ella.

Winston y Anita -una argentina de rasgos mestizos, nueve años mayor que el músico- habían rendido ya tributo a Gioacchino Rossini, cuyo ataúd reposaba en una caseta de piedra, rematada por dos puertas de madera rojiza, siempre engalanada con flores. Luego, no se sabe si porque el plano que les habían vendido contenía alguna errata o porque ellos no habían sabido interpretarlo correctamente, se habían despistado por completo en la búsqueda de la siguiente lápida y casi habían tenido que desistir de su propósito. Después de dividirse, para optimizar el rastreo, John Winston se había internado por la división 6 del cementerio, una zona en la que unos vándalos habían pintarrajeado, sobre las tumbas de ciudadanos menos ilustres, una serie de flechas con el nombre Jim, que en algunos casos se contradecían unas a otras. Por fin, tras mucho deambular, y casi por azar, el músico había localizado la tumba que tanto había estado buscando.

– ¡Es Jim Morrison! -volvió a gritarle John a su esposa, que llegó jadeando, después de haberse dado una buena carrera, hasta el sepulcro del líder de los Doors.

Tal vez excitado por la respiración entrecortada de su esposa, John decidió recibirla con un apasionado beso, que ella tuvo que interrumpir cuando empezó a faltarle el oxígeno.

Anita era una india pampa de facciones angulosas y labios tentadores, pintados siempre de un rojo intenso; labios que parecían estar perpetuamente entreabiertos, como reclamando sexo, y que dejaban entrever unos dientes blanquísimos, que deslumbraban al interlocutor cada vez que la mujer sonreía. Las cejas enarcadas parecían conferir al rostro una expresión a medio camino entre la altivez y el asombro, como la que adoptaría una profesora de instituto al sorprender a su alumno preferido quebrantado la disciplina en plena clase. John siempre decía que hubiera sido capaz de matar por esas cejas.

– ¿Y el busto? -se quejó Anita al echar un somero vistazo a la tumba de Morrison.

Sus palabras resonaron en la soledad del cementerio, al que habían acudido a primera hora de la mañana para evitar aglomeraciones. Los dos tenían en ese momento la sensación de que eran las dos únicas personas vivas del camposanto.

– El busto lo robaron en 1988 -le respondió su marido-. Y no siempre estuvo aquí. Jim murió en el 71 y no hubo busto hasta que, diez años después, la familia decidió conmemorar con una cabeza de piedra el décimo aniversario de su desaparición. De modo que la tumba ha estado más años sin busto que con él.

– Pero esto es… ¡decepcionante! -se lamentó Anita.

John renunció a animarla. Lo cierto es que, con los años, la tumba de Morrison había perdido gran parte del sabor hippy de los setenta, cuando todo el monumento fúnebre estaba decorado con grafitis de colores, poemas, velas, flores, botellas de alcohol e incluso ropa interior femenina. En el presente la tumba estaba acordonada con cinta policial y un agente la vigilaba desde lejos, para no perturbar en exceso con su presencia aquel momento de comunión espiritual de los peregrinos.

– Tendremos que echarle un poco de imaginación -dijo John.

La tumba de Morrison llegó a ser en su día la más polémica de todo el cementerio del Pére-Lachaise, porque los fans de los Doors habían cometido allí todo tipo de excesos. A muchos les dio por convertir el lugar en una especie de comuna, y además de sentarse en la lápida a fumar canutos, cantar y tocar la guitarra, maltrataban las sepulturas vecinas con pintadas e inscripciones. Las autoridades municipales estaban hartas de este estado de cosas, e intentaron llevarse los restos de Jim a otro cementerio, pero descubrieron con horror que era una concesión a perpetuidad.

– Menos mal que el vigilante ha aceptado dejarnos pasar antes de que el Pére-Lachaise se abra al público y aún no hay ningúnfreaky rindiéndole pleitesía -observó Anita, cada vez más desilusionada con la tumba de Jim Morrison-. Bastante es que la sepultura no tenga nada de particular, como para que encima tuviéramos que tragarnos una versión desafinada de Light my fire.

John Winston no estaba escuchándola. Sus ojos se acababan de posar sobre la portada del periódico que el vigilante de la tumba estaba leyendo para entretenerse, a unos metros de distancia. La noticia principal se refería a política nacional, pero bajo la misma había una foto del propio John, acompañada por un titular que decía: