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¿se unirá al club?

Winston tragó saliva. Luego pensó en Anita y trató de interponerse entre el vigilante y su mujer, pero su movimiento fue tan obvio que produjo el efecto contrario al deseado. Ella se dio cuenta de que John trataba de ocultarle algo y apartándole con la mano, leyó el titular.

– ¡Qué hijos de puta! -exclamó nada más verlo.

Su marido intentó hacer ver que no estaba afectado.

– Aún es verano y las noticias escasean -comentó, para tratar de quitarle importancia al asunto.

– Sí, pero nos acaban de joder el día de tu cumpleaños -afirmó su mujer.

Era 27 de septiembre de 2009 y John Winston cumplía ese día veintisiete años. La prensa, sobre todo la musical, llevaba ya semanas recordando en portada que el músico estaba a punto de entrar en la edad fatídica. Tal vez porque en alguna ocasión -cuando habían criticado su falta de éxito y su maneraneo-Beatle de componer- él los había ridiculizado, los periodistas se estaban ensañando con la posibilidad de que la «maldición del 27» pudiera llegar a afectarle. John y Anita habían notado, con enorme disgusto, que para algunas publicaciones musicales la muerte del músico a los veintisiete años se había convertido, más que en una posibilidad, en un ferviente deseo. El subtexto de muchos artículos parecía ser el de «nos llevaremos una gran decepción si Winston no muere a la edad que hemos vaticinado». Era otra de las razones por las que John y Anita habían decidido pasar aquellas fechas en París: querían estar lejos de la prensa anglosajona, la más belicosa de todas, en el día en que Winston entraba en el año maldito. Pero los franceses -no había más que mirar el titular- parecían haberse sumado también a la campaña y la luna de miel amenazaba con convertirse en un infierno.

– ¡Es intolerable ser noticia de primera página sólo porque los periodistas creen que me voy a morir! -exclamó John con amargura-. ¡Seguro que si la banda hubiera alcanzado ya el éxito que se merece todos me mostrarían un poco más de respeto!

– Mi amor -trató de aplacarle Anita-, vosotros ya habéis triunfado. Hacéis la música que os da la gana, vuestras canciones son maravillosas y encima os ganáis la vida mejor que la mayoría de los buitres que escriben sobre vosotros. ¿Qué más quieres?

John tardó en contestar. Tenía ya la respuesta en su cabeza, pero sabía que a su mujer no le iba a gustar.

– Quiero lo que quería Lennon -dijo al fin-: llegar a ser más populares que Jesucristo.

La reacción de Anita no se hizo esperar. La mujer reprochaba continuamente a John que, por un exceso de ambición, no fuera capaz de disfutar del moderado éxito que la banda había alcanzado en Europa.

– Te recuerdo, amigo mío -dijo-, que a Jesucristo lo asesinaron: inconvenientes de ser demasiado influyente. Confórmate con lo que tienes, que ya es mucho, y valora el hecho de que la única persona que nos hemos encontrado hasta ahora en el cementerio, que es ese hombrecillo, parece haberte reconocido.

Anita se refería a un pintoresco personaje que llevaba observándoles desde hacía unos minutos a prudente distancia y que aún no se había animado a aproximarse.

Al oír la reflexión de su mujer, John pasó, en cuestión de segundos, de la amargura y la melancolía a la rabia mal disimulada.

– ¡Jamás! ¿Me oyes? ¡Nunca aceptaré que The Walrus, la mejor banda que ha habido en Europa en los últimos veinte años, se vea relegada a un segundo plano sólo porque no le damos al público las insulsas canciones que están de moda últimamente! Para eso, entre otras cosas, hemos venido a París: para pedirle a Jim la receta del éxito. El llegó al número uno con su primer disco,Light myfire, y estoy convencido de que aquí, ante su tumba, encontraré la fórmula para alcanzar la inmortalidad.

La pareja volvió a fijarse en la lápida de Morrison. Además de las fechas de nacimiento y muerte, 1943-1971, figuraba en ella una misteriosa inscripción escrita en griego con caracteres latinos:

kata ton daimona eaytoy

Palabras que John Winston, con su griego básico, estaba muy lejos de poder traducir.

– «¡Kata ton daimona eaytoy!» -leyó Winston en voz alta, como si el mero hecho de recitar aquel epitafio pudiera ayudarle a penetrar en su significado.

– ¿Qué significa? -preguntó Anita. La mujer había infravalorado el relente que puede llegar a hacer en un cementerio parisiense a las ocho de la mañana y al no haber cogido ropa de abrigo, empezaba a notar cómo la humedad y el frío se ensañaban con sus huesos.

– No tengo la más remota idea -admitió su marido, mientras se quitaba caballerosamente su cazadora negra y la colocaba sobre los hombros de su aterida esposa-. Pero me encanta cómo suena.

– Significa muchas cosas -dijo de repente una voz a sus espaldas, con fuerte acento francés.

Ninguno de los dos le había oído llegar, por lo que ambos se sobresaltaron al escuchar sus palabras. El hombrecillo que les había estado espiando desde la lejanía era un hombre maduro, probablemente en la sesentena, de corta estatura y aire excéntrico. Llevaba bombín y pajarita e iba embutido en una levita y un chaleco decimonónicos, raídos y llenos de manchas, que lucía con el mismo orgullo que si fuera la casulla de un obispo. Aunque no tenía aspecto amenazador, su presencia resultaba inquietante, por lo que Anita corrió a buscar refugio bajo el brazo de su marido. ¿Podía tratarse tal vez de algún periodista musical, que hubiera seguido a John desde el hotel, al objeto de martirizarle a preguntas sobre su entrada en el Club 27?

El hombre comenzó a explicarles el significado de la inscripción.

– Daimon, en griego antiguo, significa espíritu. Los griegos pensaban que dentro de cada persona vivía una divinidad o espíritu protector (algo parecido al ángel de la guarda de los católicos) que era el responsable de las principales decisiones de su vida. Este espíritu era el daimon eaytoy. Como kata significa «según», la frase completa quiere decir «según su propio espíritu o criterio», o si lo prefieren, «fiel a sus principios». Esa inscripción está ahí para hacer saber al mundo que monsieur Morrison, a pesar de su tormentosa existencia y de su aciago final, tuvo al menos la valentía de vivir según lo que le había dictado su daimon interior, en vez de hacer caso de las modas o los convencionalismos de la sociedad en que le había tocado vivir.

– ¡Qué historia tan hermosa! -exclamó Anita, que en esos momentos parecía sentirse atraída por la personalidad de aquel excéntrico hombrecillo.

– Yo también soy músico -dijo el extraño-. Pero lo mío es la música pura, abstracta. Usted en cambio, que escribe canciones, seguro que encontrará muy inspiradoras esas palabras en griego.

El hombre no sólo había reconocido a John Winston, sino que parecía conocer íntimamente su alma, pues era cierto que había heredado de John Lennon el talento para escribir canciones a partir de frases aparentemente triviales.

– ¡Es la señal! -murmuró John al oído de Anita-. ¡Este hombre es el enviado de Jim para entregarme la receta del éxito! ¡«Kata ton daimona eaytoy»! Ésa será mi próxima canción. ¿Has traído la cámara de fotos?

– Por supuesto. Salir a pasear por París sin cámara es tan absurdo como hacerlo por Londres sin paraguas.

Winston agarró la pequeña cámara digital que su mujer extrajo del bolso, la programó en modotimer y fue a situarla sobre una lápida cercana, con el objetivo orientado hacia la tumba de Morrison. A continuación se dirigió al extraño y le invitó a sumarse entre él y Anita para una instantánea de recuerdo.