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– Pas de photographie, monsieur! ¡No en la tumba de Jim Morrison! ¡Y menos en un día como hoy! -concluyó, señalando con la cabeza hacia el diario que sostenía el vigilante.

El hombre había empleado un tono educado pero contundente. ¿Eran ilusiones de la pareja o a John y a Anita les había parecido percibir en su rostro, durante un fugaz instante, un gesto de terror?

– ¿Cuál es el problema? -preguntó John, que ya empezaba a barruntar que algo siniestro había ocurrido en aquel lugar.

– No me gustan los fantasmas -replicó el otro con su semblante más adusto.

Y sin añadir nada más, comenzó a alejarse del lugar, con pasos rápidos y ligeros, hasta doblar en pocos segundos por una de las calles adoquinadas del Pére-Lachaise y perderse definitivamente de vista. Durante unos instantes, ni siquiera los grajos del cementerio, que herían el silencio de aquel lugar sagrado con sus funestos graznidos, osaron emitir sonido alguno. John y Anita se miraron y a ninguno le gustó lo que vio en la cara del otro.

– Vamonos de aquí -dijo la mujer-. Tengo frío y además de un momento a otro esto se va a poner de fans de Morrison hasta arriba.

Anita tenía razón. Aunque aún no se divisaba a ningún mochilero por las calles adyacentes, la brisa del Pére-Lachaise comenzaba ya a traer hasta ellos retazos de risas, cánticos y gritos de jóvenes que se aproximaban.

– ¿Qué habrá querido decir ese hombre con lo de los fantasmas? -preguntó John, mientras se acercaba a la cámara de fotos y oprimía el obturador.

– ¡Date prisa, hombre, que no quiero salir sola en la foto! -le urgió su mujer.

John Winston se lo estaba tomando con calma. Había programado eltimer con tiempo de sobra para colocarse junto a su mujer frente a la tumba de Jim Morrison. Del bolsillo interior de la cazadora, que llevaba Anita sobre los hombros, extrajo un CD de música y se lo mostró a su compañera, mientras la luz roja de la cámara aceleraba su parpadeo, indicando que el momento del disparo se acercaba.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Anita-. ¿Le vas a regalar tu último disco?

– Es lo menos que puedo hacer, después de haberme obsequiado el estribillo para la canción que nos sacará de la mediocridad:Kata ton daimona eaytoy.

La mujer estalló en una carcajada.

– ¡No seas absurdo! ¡Probablemente el bueno de Jim no sepa ni que el CD contiene música! ¿No te das cuenta de que él pertenece a la época de los discos de vinilo?

– ¡Breakon through to the other side! -voceó Winston, exagerando la fonética de la última sílaba, saaaaaid, para marcar la sonrisa con la que quería aparecer en la foto, al tiempo que se inclinaba sobre la tumba, en el acto de ofrecer el disco al difunto.

El estallido del flash les indicó que ya podían moverse y Winston se acercó a recoger la cámara de fotos. Antes de guardarla, la pareja se cercioró de que la instantánea había quedado a su gusto.

– Perfecta -sentenció Anita, para alivio de su marido, al que más de una vez había obligado a borrar una foto de la cámara por el simple hecho de que ella se encontraba poco favorecida.

Un grupo de no menos de diez mochileros se estaba acercando a buen paso a la tumba de Morrison y John y Anita comenzaron a alejarse del lugar casi a la carrera. Pero ya era demasiado tarde, pues a pesar de sus gafas de sol y de su fular, varios de los jóvenes habían confundido a Winston con un actor de moda y comenzaban a rodearle para que no pudiera escapar de allí sin firmarles un autógrafo.

– Parece mentira que teniéndole a él tan cerca -dijo el músico, señalando la tumba del líder de los Doors- perdáis el tiempo conmigo.

– Es que él está muerto, amigo -le respondió un barbudo con aspecto resacoso-. Y los muertos no firman autógrafos.

17 My eyes have seen you

Al llegar al hotel de la place Vendóme donde estaban alojados, lo primero que hizo Winston, antes siquiera de subir a la habitación, fue enterarse por el conserje de si alguien conocía la historia del fantasma de la tumba de Jim Morrison. El hombre se limitó a poner caradeje suis desolé y a prometerle que intentaría averiguar el dato. John le preguntó entonces si tenía a mano algún periódico británico y el empleado le facilitó un par de ellos. El Times no hacía mención alguna a su entrada en la edad fatídica pero The Independent, en sus páginas de cultura, reproducía su fotografía al lado de los otros cinco grandes. «Will he die?», se preguntaba el diario, al más puro estilo de los tabloides sensacionalistas.

Una hora más tarde, cuando la pareja bajó a la terraza del hotel para tomar el aperitivo, una señorita rubia de estatura inverosímil -debía de rondar el metro ochenta y cinco- enfundada en un traje sastre de rayas y que portaba un MacBook Air en la mano se presentó ante ellos como la relaciones públicas del hotel.

– Mi nombre es Janis -dijo con una sonrisa encantadora-. Creo que están interesados en esa leyenda del Pére-Lachaise, ¿no? Díganme cuándo es un buen momento para ustedes y yo, con mucho gusto, me encargaré de aclararles todas las preguntas que tengan al respecto.

John y Anita le comunicaron que aquél era un momento tan bueno como otro cualquiera para hablar del tema e invitaron a la relaciones públicas a que les acompañara a tomar el aperitivo.

– Lo primero que tienen que saber -comenzó a aclararles aquella kilométrica mujer- es que los relatos de fantasmas atraen a los turistas. El Pére-Lachaise no los necesita (me refiero a los fantasmas, no a los turistas) porque ya habrán visto que es un lugar maravilloso para pasear y tan lleno de celebridades como el Paseo de la Fama de Hollywood. ¿Pudieron ver la tumba de Edith Piaf?

– No nos dio tiempo -se lamentó Anita-. Tardamos casi media hora en localizar la de Morrison y luego tuvimos que irnos, porque aquello empezó a llenarse de turistas. Con mi marido es imposible moverse a gusto por sitios con gente, porque siempre le confunden con ese actor de moda -añadió, casi en tono de reproche.

– Bueno, ya la verán otro día -les consoló la relaciones públicas-. El Pére-Lachaise merece más de una visita. ¿No les resultó encantadora esa sensación que se vive allí dentro de que el tiempo se ha detenido por completo?

Los recién casados asintieron con la cabeza.

– Y desde la parte más alta del cementerio hay unas vistas preciosas de la ciudad -añadió la chica. Luego la sonrisa se borró de su cara-. ¿Quién les habló del fantasma?

– Un tipo extraño que apareció de repente y dijo ser compositor -respondió John.

La mujer asintió, dando a entender que conocía al personaje.

– Ah, debe de tratarse de Leo -dijo-, un tipo pintoresco que deambula a veces por el cementerio. Está algo trastornado, pero es inofensivo. En ocasiones se hace pasar por el compositor Erik Satie y ya casi se ha convertido en otra atracción más del Pére-Lachaise. Pero sabe mucho del lugar, seguro que les tuvo un rato entretenidos, ¿me equivoco?

– Le invitamos a que se hiciera una foto con nosotros ante la tumba de Morrison -dijo Winston- y le entró una especie de ataque de pánico. Se marchó a toda prisa, diciendo que no le gustaban los fantasmas.

La relaciones públicas volvió a ponerse seria y comenzó a relatarles los hechos.

– La cosa se remonta a 1997, cuando un periodista musical llamado Brett Meisner se hizo una foto ante la tumba de Morrison, nada fuera de lo corriente, si tenemos en cuenta que ese lugar recibe de media a unos mil visitantes al día. Meisner no prestó mucha atención a su autorretrato hasta algunos años más tarde, cuando con motivo de un artículo que estaba preparando sobre los Doors, volvió a examinar la foto. En ella aparece el periodista en vaqueros y forro polar, y detrás de él…