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– Bien, pero ¿de qué va a hablar? -le preguntó Anita-. ¿Es una canción sobre Jim Morrison? ¿O es sobre ti mismo?.

– Siempre es sobre uno mismo, cariño -respondió John-. Digamos que es acerca del Jim Morrison que llevo dentro.

A Winston siempre le gustaba decir, cuando le preguntaban si tal o cual canción era autobiográfica, que su personalidad estaba formada por varios quesitos de colores, como en las cajitas redondas del Trivial Pursuit. Cada canción hablaba de un quesito en particular, lo cual no quería decir que reflejase toda su forma de ser, sino solamente un aspecto de la misma, en un momento concreto.

– ¿En qué consiste «el Morrison que llevas dentro»? -preguntó Anita, llena de curiosidad.

– Hay dos cosas en las que me siento especialmente cercano a Jim -respondió John-. Una es su pasión por la poesía. ¿A que no sabías que el propio nombre del grupo, The Doors, está inspirado en un verso de William Blake? ¿Cómo era? Algo así como «si las puertas de la percepción se purificaran, todo aparecería ante el hombre tal cual es: infinito».

– ¿Y cuál es tu otro punto en común con Jim?

– A Morrison le gustaba nadar a contracorriente, como a mí. En una época en la que todo el mundo estaba hablando de amor libre y de flores en el pelo, llegaron los Doors con un mensaje nihilista, de muerte y destrucción. Es como si le estuvieran diciendo a la gente: «¡Eh, tíos, basta de flores y de porritos! ¡Abrid los ojos, que están palmando a miles en Vietnam! ¡Nuestro gobierno está llevando a cabo un auténtico genocidio en Indochina!». Por eso Coppola empleó la canciónThis is the end, en Apocalypse now.

– Si reconoces que vas a contracorriente -le sermoneó Anita-, admite la posibilidad de que no te hagan caso, John. Estás corriendo un riesgo y debes asumir que tu experimento puede acabar en fracaso. ¡No tienes derecho a lamentarte por no ser número uno!

A John le hicieron gracia las palabras de su mujer, a la que dedicó una seductora sonrisa antes de responder.

– No estoy haciendo experimento alguno, cariño. Escribo las únicas canciones que puedo escribir, que son las que escribiría John Lennon si siguiera con vida. Es lo malo de hacer música después de haber escuchado a los Beatles, que resulta imposible escapar de su influencia. Los raperos de hoy en día ni siquiera saben que existen joyas como elAlbum Blanco o Abbey Road porque no han hecho el esfuerzo de preguntarse qué había antes de que ellos llegaran.

Una vez en la sobremesa, John le pidió prestada la cámara de fotos a su mujer.

– Aquí no -le suplicó Anita-. He comido demasiado y me siento más hinchada que un pez globo.

– No es para hacerte una foto, cielo -le aclaró John, mientras encendía la cámara-. Me han dado ganas de volver a ver la foto de esta mañana en el Pére-Lachaise.

– Por favor, deja ya la historia del fantasma, ¿quieres? Es tan ridicula que no sé ni cómo le hemos dedicado tanto tiempo en el hotel.

Anita le miró. John se había puesto pálido.

– ¿Qué te pasa, mi amor? -le preguntó su mujer-. ¡Tienes la cara del color del mantel! -Pero presentía que la respuesta no le iba a gustar.

– ¡No es mi cara la que está en la foto! -dijo el músico con un hilo de voz-. ¡La persona que aparece junto a ti en el Pére-Lachaise es… Jim Morrison!

20 All things must pass

El inspector Perdomo llegó a las dependencias del Instituto Anatómico Forense, situado en la parte posterior de la facultad de medicina de la Universidad Complutense, después de un forcejeo verbal con Amanda, que se había obcecado en asistir a la autopsia de John Winston. El inspector tuvo que ponerle los puntos sobre las íes a la periodista recordándole quién estaba al mando de aquella investigación, que no era en modo alguno -como parecía desprenderse a veces de su actitud- un juego policíaco de sobremesa. Al bajarse del taxi, uno de los empleados de las cinco funerarias que, en los alrededores del instituto, atendían a las familias de las víctimas y ofrecían sus servicios, se acercó a saludarle, y Perdomo recordó con gratitud lo mucho que aquel hombre le había ayudado hacía años, durante el traslado a España del cadáver de su esposa.

Al entrar en el edificio, el inspector comprobó con tristeza y desagrado cómo en el Anatómico Forense seguía aún habiendo muertos en lista de espera, lo mismo que en su última visita. El centro contaba con cuarenta y ocho cámaras frigoríficas que estaban, casi todos los días del año, repletas de cuerpos. En los últimos tiempos había crecido de forma dramática en Madrid el número de cadáveres no identificados o sin reclamar y esos restos mortales a veces pasaban meses en las cámaras frigoríficas hasta que el ayuntamiento se decidía a inhumarlos con cargo al erario público. Como también había aumentado el número de muertos que entraba al instituto, procedentes no sólo de la capital sino de varios municipios de la región, la situación se había vuelto insostenible. Perdomo contó no menos de cinco camillas, con su correspondiente cadáver a bordo, en los pasillos. Una de las empleadas, embutida en un traje verde con delantal de plástico, se acercó a él y le preguntó:

– ¿Usted es Perdomo?

– Sí, ¿cómo lo sabe?

– Le están esperando abajo -le informó ella con voz lúgubre y sin responder a su pregunta. Luego, siguió barriendo el suelo del instituto, en el que se amontonaban vendas ensangrentadas, cajas de cartón y de plástico y restos de material orgánico cuyo origen el inspector prefirió no imaginar.

Cuando Perdomo entró en la sala de autopsias, el cadáver de Winston ya estaba tendido sobre la mesa metálica de disección. Tenía la cara y los genitales cubiertos por sendos paños de quirófano de color azul, pero resultaba fácilmente identificable por las heridas de bala que se observaban en el pecho. Tania, la forense, ya tenía los guantes puestos, por lo que saludó al inspector entrechocando el codo. La acompañaban un patólogo y una instrumentadora, que le dieron la bienvenida con una pequeña reverencia.

En el ambiente flotaba un olor intenso y desagradable, como de carnicería.

– Vamos a ir muy rapidito, así que no tendrás tiempo ni de ponerte malo -dijo Tania, con la voz ligeramente amortiguada por la mascarilla higiénica que llevaba en la cara. Sus ojos maquillados resaltaban aún más por el hecho de que eran lo único visible de su rostro. A Perdomo le recordó a una mujer musulmana, seduciéndole con la mirada a través delniqab.

El inspector había asistido a algunas autopsias, pero nunca había visto a Tania en acción. Era tal la seguridad con que la forense hablaba, y tan rápidos y precisos sus movimientos sobre la mesa de autopsias, que Perdomo tuvo la impresión de estar contemplando, más que a una médico, a una artista.

Mientras pesaban y medían el cuerpo del músico fallecido, el silencio fue absoluto. Aguzando mucho el oído, lo único perceptible en aquel momento podría haber sido el suave borboteo del agua corriendo por el fondo de la mesa, agua que tenía como misión arrastrar la poca sangre que pudiera acumularse durante la autopsia.

– Uno ochenta y cinco de estatura y ochenta y cinco kilos de peso -comenzó a decir Tania en dirección al micrófono por el que quedaban registrados todos los comentarios.

Antes de abrir el cadáver, la forense llevó a cabo una minuciosa exploración externa del cuerpo de Winston, en la que se aseguró de que no hubiera nada digno de reseñar entre las uñas, y en la que rastreó la piel del difunto palmo a palmo, en busca de tatuajes, cortes, abrasiones, quemaduras o señales de nacimiento. Al no encontrar nada, le pidió el escalpelo a la instrumentadora y procedió a practicar un profundo corte en forma de Y griega que, partiendo de los hombros y atravesando el esternón, alcanzó la zona púbica después de haber soslayado el ombligo.