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John siente que aquella situación es irreal. Parece como si el principal interesado en patinar fuera él y no Anita.

– He decidido acompañarte -le aclara a su esposa- sólo I para asegurarme de que no ibas a acabar en las garras del Violador de los Patines. Pero veo que hay aquí más gente que en una manifestación del Primero de Mayo y que el servicio de orden está muy pendiente de los participantes, así que vamos a hacer una cosa, dado que me impiden ir contigo. ¿Ves aquellabrasserie de allí? Mientras tú te das tu paseo por París, yo me voy a tomar algo y me buscas cuando hayas terminado.

John nota cómo Anita le mira embelesada. A las mujeres les encanta que los hombres las esperen y el detalle que ha tenido con ella esta noche será recordado durante semanas. El ve cómo ella se aleja patinando y se suma a un grupo de sudamericanos, que la acogen como si fuera una más de la pandilla. Anita siempre ha tenido una facilidad asombrosa para hacer amigos.

La salida de los miles de patinadores que se han dado cita en Montparnasse provoca una especie de efecto de succión en la plaza Raoul Daütry, que en un instante se queda desierta, como si hubieran hecho el vacío sobre ella con una gigantesca bomba de aspiración. Incluso labrasserie ha cerrado.

John mira a su alrededor en busca de un taxi para regresar al hotel, pero no ve ninguno. Tampoco hay autobuses, ni automóviles.

París parece ahora una ciudad desierta.

Empieza a caminar sin una dirección precisa, pues no hay nadie a quien preguntar en qué dirección queda el hotel.

– No corras, John -le dice de repente una voz, a su espalda.

No es una voz amiga. La frase ha sonado como una orden, no como una súplica.

John intenta darse la vuelta, pero su cuello está rígido, como almidonado, y no puede girarlo para saber quién le está hablando. Comienza a caminar más rápido, porque algo en su interior le dice que está en peligro, y aunque no desea correr, para no dar sensación de miedo, sus piernas cobran vida propia e inician un trotecillo que pronto deviene en carrera frenética.

Son varias las personas que se suman a su persecución. Lo sabe porque escucha varios pares de zancadas sobre el asfalto. Nota su presencia cada vez más cerca, hasta el punto de que en un par de ocasiones, esas personas -quienesquiera que sean- rozan su espalda con la punta de los dedos, en un intento de atraparle. John sabe que no puede dejarse arrastrar por el pánico, que tiene que mantener la cabeza fría. Y lo consigue hasta el punto de que, en un momento dado, es consciente de que está soñando.

«Es la típica pesadilla en que alguien te persigue. Todo cuanto tengo que hacer para librarme de ellos es despertarme», se dice.

– ¡No corras, John! ¡Tenemos un regalo para ti! -vuelve a oír a sus espaldas.

Esa voz -la misma que le habló la primera vez- le hiela la sangre. Es falsamente amigable, como la de la bruja de Hansel y Gretel, y a John le recuerda a la de su mejor amigo del colegio. ¡Claro! La persona que le habla trata de hacerse pasar por un ser querido, para conseguir que él se detenga. Y de repente, John cae en la cuenta. ¡Hoy es su cumpleaños! ¡Por eso aquella gente le dice que no corra! Realmente tienen algo para él, y ese algo es su regalo. Es él el paranoico, nadie quiere hacerle daño. «John, tienes que dejar de correr», se dice a sí mismo.

Finalmente se detiene y logra darse la vuelta, para encararse con sus perseguidores. Son cinco, cuatro hombres y una mujer, pero no reconoce a ninguno de ellos.

– John -le dice el que le ha hablado todo el tiempo-. ¿De qué tenías miedo? Somos nosotros. Yo soy Jimi, y ellos son Kurt, Jim, Brian y Janis.

– Hola, John -dicen los cuatro al unísono, como si aquello fuera una reunión de alcohólicos anónimos.

«¡Imposible! ¡No son ellos! ¡Pero si este Hendrix ni siquiera es negro!», piensa John.

– Abre tu regalo -le dice Morrison, que le sonríe amigablemente, como si estuviera agradecido de que esa misma mañana él hubiera visitado su sepulcro.

Jim le tiende una urna, para que John la abra. Pero John no desea abrirla, algo le dice que no debe hacerlo.

Al verle titubear, Janis Joplin se mete una mano en el bolsillo del abrigo y saca la cámara de fotos de su mujer.

– Toma -le dice-, para que veas que no nos quedamos con nada que no nos pertenece. Somos de fiar, John. Abre la urna.

John se pregunta cómo demonios ha llegado a manos de Janis la cámara de su mujer, pero se limita a cogerla, sin hacer comentarios. Luego extiende de nuevo la mano, levanta la tapa de la urna que Morrison sostiene en sus brazos y mira en su interior.

Con gran alivio, comprueba que está vacía.

Entonces empieza a sentir un dolor insoportable en todo el cuerpo, un desgarro en la piel como el que produce el esparadrapo al despegarse, pero cien veces más intenso. Y se da cuenta de que su cuerpo está convirtiéndose en cenizas a toda velocidad y que ese dolor es el de su propia carne, al transformarse en polvo.

Sus cenizas se despegan de él y comienzan a llenar la urna que, en pocos segundos, se colma con su propio cuerpo.

– ¡Feliz cumpleaños, John! -le gritan sus cinco camaradas músicos con una sonrisa beatífica en los labios-. ¡Bienvenido al Club 27!

John no se despierta de su pesadilla empapado en sudor, ni se incorpora bruscamente de la cama con un grito, como en las películas. Su despertar es mucho más gradual, y por eso resulta tan cruel que parece una prolongación de su mal sueño. Abre los ojos y ve que se ha quedado dormido en la cama del hotel, mientras esperaba que su mujer regresara de la Noche de los Patinadores. Aún no puede moverse, ni articular palabra, aunque su cuerpo se va desentumeciendo poco a poco. Oye ruidos en el cuarto de baño y escucha canturrear a Anita, que ha debido de regresar ya de su paseo y debe de estar desmaquillándose y lavando los dientes antes de meterse en la cama. «¿Por qué no puedo moverme, si ya estoy completamente despierto?», se pregunta mientras explora el lecho en que está postrado. El corazón le da un brinco cuando ve los libros que ha comprado esa tarde, en la librería de la rué Rivoli. «¡Maldición!» El recepcionista se los ha debido de entregar a su mujer y ahora Anita sabe que él le ha mentido y que sigue obsesionado por la foto del Pére-Lachaise.

La luz del cuarto de baño se apaga por fin y John ve, en la penumbra de la habitación, una silueta de mujer que se aproxima a él, envuelta en una gasa transparente. El contraluz es tan intenso que, por más esfuerzos que hace, John no consigue ver la cara de la sombra que se acerca. En una décima de segundo, por la forma en que ha movido la mano, o tal vez por un extraño movimiento que ha hecho con la cabeza, John sabe que aquello no es Anita.

– Te he traído un regalo, John -le dice la criatura. Pero la voz ni siquiera es femenina, es la misma voz que hablaba en su pesadilla, la que trataba de engañarle, remedando a su amigo del instituto.

John vuelve la vista hacia un lado de la cama y ve que junto a los libros hay otro objeto. Es su urna funeraria.

Unos minutos más tarde, Anita regresó de su paseo nocturno por París y encontró a John encerrado en el armario de la habitación, no supo si dormido o inconsciente. Había un silencio irreal en la alcoba, sólo roto por la señal intermitente de un teléfono descolgado, que reposaba sobre la mesilla de noche.