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Anita sacudió la cabeza de John, para que éste volviera en sí, y cuando lo hizo vio en sus ojos el gesto aterrado de quien acaba de vivir una espantosa pesadilla.

– ¿Quién te ha llamado, John? -le preguntó Anita, una y otra vez-. ¿QUIÉN TE HA LLAMADO?.

25 Walking on the moon

Villanueva y Perdomo llegaron a la Unidad de Cuidados In-. tensivos del Hospital Universitario La Paz cinco minutos después de que hubiera comenzado el horario de visitas. Una de las enfermeras les informó de que varios familiares del agente Charley, que ya se encontraba consciente, acababan de pasar al interior. ¿Serían tan amables de esperar su turno, para no fatigar al paciente ni congestionar el lugar? Perdomo alzó la vista por encima del hombro de la enfermera y sus ojos se toparon con la sórdida cortina de láminas de plástico blancuzco que separaba la sala de espera del purgatorio de los pacientes, lo que le llevó a preguntarse con aprensión qué se encontraría al otro lado.

– Pueden ir poniéndose la bata y los patucos -les dijo la enfermera, al tiempo que les hacía entrega del material sanitario.

El inspector se sentó en la única silla que quedaba libre y probó a colocarse también el gorro de plástico verde en la cabeza, para comprobar si le cabía.

Villanueva sonrió al verle con aquel engendro en la cabeza y le animó a que se lo quitara, con un gesto de desaprobación.

– Se te pone cara de señora -le dijo en voz baja-, es mejor que te deshagas de él.

El hecho de que hubiera varias personas en la sala les restaba libertad para hablar entre ellos, por lo que prefirieron aguardar a que terminara la visita para intercambiarse información.

Perdomo se dedicó entonces a observar a las personas que no habían podido pasar al interior en el primer turno y le molestó comprobar que eran todas de extracción social baja. Mil detalles delataban su origen humilde, desde las manos poco cuidadas y llenas de grietas de las mujeres hasta los zapatos baratos y gastados de los hombres.

«¿Es que a los ricos nunca les pasa nada?», se preguntó indignado.

Transcurrieron varios minutos durante los que no ocurrió gran cosa. De vez en cuando, la cortina blanca de la UCI se agitaba al paso de algún médico que entraba y salía de la zona crítica y Perdomo intentaba averiguar, por su semblante, si el paciente al que estaba tratando se salvaría o no.

Villanueva se acercó de nuevo aburrido hasta la silla de Perdomo y le susurró al oído:

– ¿No deberíamos hablar con el jefe de servicio? Te lo digo porque son ya las ocho menos diez y a lo mejor luego no tenemos oportunidad.

Perdomo asintió con la cabeza y ante las miradas de desaprobación del resto de los familiares, que pensaban que estaban intentando colarse, los dos policías pasaron al interior de la UCI para localizar al intensivista. Lo encontraron sentado frente a un ordenador, en una especie de cuartito de guardia, de dimensiones tan reducidas que Perdomo conjeturó que aquello sólo podía ser un armario para productos de limpieza, reconvertido.

El acto de enseñarle la placa tuvo el efecto de poner en pie de un salto al jefe de servicio.

– Supongo que vienen a interesarse por el agente de policía que ingresó esta madrugada, ¿no? -dijo solícito.

– ¿Cómo está? -preguntó ansioso Perdomo. Se sentía culpable. Al fin y al cabo, él le había dado la orden a Charley para que subiera hasta lo más alto del Bernabéu, desde donde se había despeñado.

– Las buenas noticias son que no se aprecian secuelas cerebrales, a pesar de que el impacto contra el suelo debió de ser brutal -les informó el doctor-. Está consciente, aunque muy sedado, y recuerda perfectamente quién es y cómo se llama, por lo que también podemos descartar una amnesia de origen traumático. Las malas noticias consisten en que no podrá volver a caminar.

– ¿Está seguro? -preguntó, angustiado, Perdomo.

– Completamente -confirmó el médico-. La duda no estriba en si podrá andar o no de nuevo (eso está, al menos a día de hoy, totalmente descartado) sino en si podrá funcionar sexualmente o no. Hay pacientes que quedan parapléjicos de cintura para abajo que no están afectados en ese aspecto y otros que sí.

– ¿Y cuál es su pronóstico en ese sentido? -quiso saber el inspector.

El médico se encogió de hombros, como dando entender que no se animaba a emitir un veredicto.

– ¡Sólo veintiocho años y ya está condenado a pasar el resto de su vida en una silla de ruedas! -exclamó Villanueva desolado.

– No necesariamente -afirmó el doctor, al tiempo que giraba la pantalla del PC, para que pudieran verla los dos policías.

Lo que contemplaron fue una foto de un hombre caminando con la ayuda de un extraño bastidor de metal, a medio camino entre el exoesqueleto de un crustáceo y el traje blindado de Iros May.

– ¿Qué demonios es eso? -preguntó Perdomo, muerto de curiosidad-. ¿Un traje para andar por la Luna?

– Tecnología israelí para caminar por medios mecánicos -les aclaró el doctor-. Pero no es para que los astronautas puedan pasear por la Luna, sino para que los parapléjicos lo hagan por la tierra. La casualidad ha hecho que estuviera consultando el informe cuando han entrado. El invento se llama ReWalk y consta, como pueden ver, de dos soportes motorizados para las piernas, sensores en el cuerpo, una mochila con una caja de control computerizada y unas baterías recargables.

– Pero el sujeto de la fotografía va con muletas -objetó Villanueva.

– Sólo son para mantener el equilibrio. Lo cierto es que el tipo no anda, sino que es andado, si me permiten la expresión, por ReWalk. Los parapléjicos no sólo recobran el movimiento, aunque sea de modo artificial, sino también la dignidad. Con esto pueden caminar erguidos y dejar de mirar a sus semejantes de abajo arriba, con todos los sentimientos de inferioridad y desvalimiento que eso implica.

– Es brillante -afirmó Villanueva.

– Como decía la zarzuela -apostilló el intensivista-, «hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad».

La novia del agente Charley y los padres de éste se asomaron a la garita del médico para despedirse del jefe de la UCI.

– ¿Cuándo lo pasan a planta? -preguntó la novia. Estaba muy pálida y seria, pero no mostraba signos de haber llorado.

– Mucho antes de lo que yo quisiera -respondió el médico-. Aún me gustaría mantenerlo en observación unos días y practicarle algunos tests, pero me presionan para que deje camas libres. Mañana o pasado tendrá una habitación para él solo.

– ¿Y cuándo podrá hablar? -preguntaron los padres.

– En cuanto le retiremos la sedación, no se preocupen.

El médico se dio cuenta de que la imagen del falso astronauta estaba aún en el ordenador y trató de ocultarla con su cuerpo, para no recordar a la familia la parálisis permanente del joven policía, que aún no se le había comunicado ni al propio paciente.

En cuanto los familiares de Charley abandonaron la UCI, Perdomo y Villanueva fueron conducidos por el jefe de servicio hasta la cama donde estaba postrado el paciente. Le habían colocado un aparatoso vendaje en la cabeza y un collarín para las cervicales, y tenía escayoladas las dos piernas y el brazo derecho. Su aspecto era lastimoso, pero aún más deprimente era verle rodeado de pacientes -en su mayoría ancianos- que se debatían entre la vida y la muerte, conectados a aparatos de ventilación mecánica, cánulas endotraqueales, equipos de hemofiltración para los ríñones, monitores cardiovasculares, tubos nasogástricos, bombas de succión, drenajes y catéteres de todo tipo. Charley había vuelto a cerrar los ojos y se estaba dejando mecer por la morfina, creyendo que las visitas habían terminado, de modo que cuando el intensivista le cogió la única mano que le quedaba sana, se sobresaltó tanto que sus pulsaciones pasaron de setenta a ciento veinte en pocos segundos.

¡TIT-TIT-TIT!, empezó a dispararse el monitor cardíaco al que estaba conectado, pero el médico no pareció alarmarse, de modo que los policías se relajaron.