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– Si el papa Juan Pablo II me perdonó en su día -comenzó a decir Chapman- y yo ya he cumplido de sobra los veinte años a los que fui condenado por mi horrible crimen, ¿por qué debo seguir pudriéndome en la cárcel? ¿Qué pretenden conseguir, al mantenerme encerrado de por vida en este correccional? La Constitución de nuestro país lo dice muy claro, en la Octava Enmienda: el gobierno federal no podrá imponer penas crueles ni inhumanas. ¡El propósito de la prisión no es únicamente el castigo, también es la rehabilitación! ¡Y yo llevo ya treinta años en esta pocilga!

– Mark -dijo Walters, en ese tono sentimentaloide que tanto le criticaban sus detractores-, ¿has pensado dirigirte al nuevo Papa para que interceda por ti?

– ¿De qué serviría? -respondió Chapman con voz lastimera-. La decisión de mantenerme aquí hasta que muera ya está tomada. He perdido toda esperanza. Pero esta crueldad, este ensañamiento que están demostrando hacia mi persona, se les va a volver en contra.

– ¿En qué sentido, Mark?

Chapman hizo una pausa melodramática, interminable. Cinco segundos de silencio, en televisión, eran muchos segundos, y Walters estuvo a punto de no resistirlo y de hacerle otra pregunta.

– Las voces han vuelto -musitó por fin el asesino de Lennon, en un tono que a Perdomo y a Amanda les heló la sangre en las venas.

– ¿Las voces? -dijo la periodista, también con un hilo de voz. ¿Estaba realmente asustada o sólo fingía estarlo, para darle mayor dramatismo a la entrevista?

– Las voces que hace treinta años me ordenaron acabar con la vida de Lennon -continuó Chapman-. Pensé que había conseguido acallarlas para siempre, pero han vuelto.

– ¿Las estás oyendo en este momento? -preguntó la entrevistados-. Mark, ¿puedes oírlas?

– Sí, las oigo, las oigo ahora, las oigo a todas horas -dijo el preso-. La esperanza de lograr salir de aquí algún día las mantenía dormidas. Pero ahora que no hay esperanza, ya no soy capaz de pararlas.

– ¿Qué te dicen esas voces, Mark? -preguntó Walters con voz temblorosa. Su olfato de veterana periodista le hacía presentir que estaba a punto de obtener una gran exclusiva.

Chapman sonrió de manera siniestra. Sólo le faltaba pedirle a la periodista que se pusiera de rodillas y le implorara que siguiera hablando.

– ¿Qué te dicen esas voces, Mark? -repitió Walters en el tono suplicante que Chapman parecía estar exigiéndole.

– ¡Me piden… que vuelva a matar!

Hubo un fundido a negro en ese momento, señal inequívoca de que la cadena de televisión había previsto insertar, en ese punto álgido de la entrevista, un bloque de publicidad. Por fortuna, los anuncios aún no estaban incluidos en el programa y el rostro ajado de Walters reapareció a los pocos segundos para realizar otra pregunta.

– ¿Por qué, Mark? ¿Por qué quieren las voces que vuelvas a matar? ¿Y a quién quieren que mates?

– Las voces no quieren que yo muera en el olvido. Las voces quieren que vuelva a ser famoso. Por eso yo… el Instituto Monroe me ayuda, ¿sabe? Los viajes astrales…

– ¿A quién vas a matar, Mark? ¿A quién, por Dios bendito? -bramó Walters, perdiendo la paciencia.

– Ya lo he matado -afirmó Chapman impertérrito-. Y con el mismo revólver con el que liquidé a Lennon. He matado a… John Winston.

30 This is my song

Una vez fuera del Museo del Prado, frente a la estatua de Velázquez, Villanueva telefoneó a Perdomo para informarle de que el primer interrogatorio había resultado infructuoso y seguidamente se puso en contacto con Sean Lord, más conocido por Tusks, el teclista de The Walrus, a quien citó en una conocida cafetería situada de la plaza de Oriente. Tal como había anticipado Bruce, el teclista había salido del hotel (para pasear por el Madrid de los Austrias) y reservado una mesa en un célebre restaurante de la zona, especializado en cocido madrileño. La vestimenta de Tusks resultó ser tan estrafalaria o más que la de Bruce, como si ambos músicos -tal vez a causa de la conmoción provocada por la muerte de su líder- no fueran ya capaces de distinguir cuándo estaban sobre el escenario y cuándo no. El teclista era un gigantón de ojos saltones, nariz aguileña y bigote vikingo que se había atrevido a salir a la calle con ropa de concierto. Iba ataviado con jubón, calzas y botas de media caña, lo que le daba aspecto de juglar medieval. Al caminar o cambiar de postura, hacía sonar unos cascabeles que llevaba colgados de un enorme cinturón de cuero, cuya hebilla era la inicial de su apodo, la letra T.

Cuando llegó Villanueva, el músico ya hacía unos minutos que estaba en la barra y había consumido al menos un litro de cerveza. Daba muestras de estar bastante achispado y al menos en un par de ocasiones no se recató en eructar, prácticamente en la cara del subinspector.

– No me creo que haya sido Chapman -dijo Tusks con su voz cavernosa y profunda, como de bajo ruso-. Para empezar está en el talego, ¿no? Y encima en Attica, que es una prisión de alta seguridad. Y todo ese rollo del desdoblamiento corporal… ¿por quién nos ha tomado? Se lo dice una persona que cree en platillos volantes y en percepción extrasensorias, pero lo del viaje astral ya es demasiado.

– Si lo hizo Chapman -le explicó Villanueva- debió de ser, como es lógico, con un cómplice en el exterior. ¿Le merece esa hipótesis alguna credibilidad?

– ¡Ninguna! ¿Qué daño le había hecho John a ese chalado? -objetó Tusks-. Chapman con quien la tiene tomada es con Yoko Ono, que es la que no le deja salir. Si quería volver a matar, eran ella o cualquiera de los dos hijos de Lennon las víctimas más indicadas.

– Pero Winston estaba considerado el Lennon del siglo XXI, así que matarle a él sin duda podría significar mucho para Chapman, ¿no le parece?

– Le voy a decir para quién podría significar mucho la muerte de John.

Tusks se tambaleó ligeramente antes de proseguir, como un boxeador sonado esperando a que el arbitro termine la cuenta de protección. Villanueva se preguntó si sería capaz de frenar la caída de aquella mole, en caso de que el exceso de cerveza acabara por tumbarlo al suelo. Pero Tusks -el clásico irlandés capaz de terminar con el contenido de toda una destilería en una sola tarde y de salir incólume de la prueba- recuperó súbitamente el equilibrio y se quedó mirando al policía, como si fuera él quien estuviera esperando una respuesta.

– Le escucho, señor Lord -dijo Villanueva.

– Llámeme Tusks -saltó el otro-. Todo el mundo lo hace. ¿Sabe por qué?.

El subinspector negó con la cabeza. El músico levantó entonces el labio superior y mostró dos enormes caninos amarillentos, que parecían sacados de una película de vampiros de serie B.

– ¡Tusks, colmillos, ja, ja! -exclamó, ahogando un eructo-. En un grupo llamado La Morsa no podían faltar, ¿no le parece?

Villanueva forzó una sonrisa, como si le acabaran de relatar una anécdota encantadora sobre su tía Mimí, y luego volvió a la carga.

– ¿Quién tenía motivos para matar a Winston, Tusks?

– Wayne. Wayne había jurado matarle.

El teclista acababa de mencionar a uno de los músicos de más talento del momento, un afroamericano afincado en Londres llamado Dana W. Wayne. Villanueva supuso que se refería a él, pero prefirió confirmarlo.

– Se refiere al autor deShaken, ¿verdad?

– ¿Y qué otro Wayne puede ser? -La voz del teclista sonó por primera vez sarcástica y desagradable-. ¡John Wayne lleva criando malvas desde finales de los setenta, amigo mío!

Villanueva, que era aficionado al rock, empezó a hacer memoria. El artista aludido pesaba ciento ochenta kilos, razón por la cual se había dado a conocer hacía pocos meses en el mundo de la música como Big Wayne. Su primer gran éxito había sidoShaken, un divertido calipso que más tarde había versionado John Winston con su banda, convirtiéndolo en mundialmente famoso. La canción original empezaba con unos pasos misteriosos con eco y una cita musical del tema principal de James Bond, pero no a la guitarra eléctrica, como en la versión de cine, sino cantada en falsete por el propio Wayne. Shaken -Villanueva recordó haber escuchado el tema en la versión de The Walrus, en el Bernabéu- era una canción dedicada al martini, tal como el agente 007 lo pedía siempre en las novelas de Ian Fleming: shaken, not stirred, es decir, agitado (en la coctelera) y no revuelto (con la cuchara). Big Wayne interpretaba tres papeles en la canción, asignándoles tres voces distintas: el del propio James Bond (en realidad, Sean Connery, ya que Wayne ponía acento escocés en esa parte), el del Doctor No, con voz aterciopelada de chino multimillonario, y el de narrador, con su propia voz. Pero lo más extraordinario de todo era que la canción estaba construida sobre un solo acorde y a pesar de que duraba casi cuatro minutos, mantenía el interés del oyente hasta el final.