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¿Cómo localizar a Ivo, el búlgaro, en medio de aquella muchedumbre? Todo lo que le había dicho Villanueva era que este peligroso asesino se había dejado el pelo largo -antes lo llevaba rapado al uno-, pero lo más probable era que el tipo también hubiera tratado de mimetizarse con el entorno, calándose una gorra luminosa. Por tanto, ya sólo quedaba el chaleco, como rasgo claramente diferenciador, o tener la inmensa fortuna de que el sujeto llegara a sonreír y se delatara mostrando su espeluznante y dorada dentadura.

Para no despertar sospechas, Perdomo había dado orden a sus hombres de no emplear el walkie-talkie a menos que fuera estrictamente necesario. Eso equivalía, en la práctica, a estar incomunicado, puesto que habían pactado entre ellos que sólo se alertarían por radio en caso de establecer contacto visual con el asesino.

Tras cinco minutos deambulando por el terreno de juego, durante los cuales el policía reconoció los rostros de muchos personajes famosos -desde viejos rockeros (de los que nunca mueren) hasta modelos de pasarela (de las que siempre tienen hambre), pasando por políticos, actores ¡e incluso algún futbolista!-, Perdomo llegó a la zona de los fans, un recinto vallado que se extendía hasta el escenario, con capacidad para unas dos mil personas, en el que se hacinaban los seguidores más fieles de la mítica banda de rock. Eran espectadores mayoritariamente jóvenes, que habían hecho cola durante toda la noche con tal de lograr esas localidades privilegiadas desde las que uno podía, literalmente, tocar a sus ídolos, e incluso comunicarse con ellos mediante carteles gigantes que llevaban escritos desde casa con los títulos de sus canciones favoritas. Al contemplar el formidable montaje de luz y sonido que empleaba The Walrus en concierto -alrededor de trescientos mil vatios de sonido y unos seiscientos mil de luz-, Perdomo se preguntó cómo esos dos mil infelices más próximos a las torres de amplificación iban a poder sobrevivir a semejante vendaval sónico-lumínico, tras más de dos horas de huracán rockero.

El inspector se acodó en la valla metálica que le separaba de la zona de los fans e inspiró profundamente el aire fresco y puro que se libera durante una tormenta de verano. En el estadio aún no llovía, pero el viento ya estaba arrastrando hasta allí el olor de la lluvia que caía en otros sectores de la ciudad y de vez en cuando el cielo se iluminaba a lo lejos con los relámpagos de una tempestad que se acercaba lenta pero inexorablemente. Era imposible no detectar también el intenso olor a marihuana que llegaba hasta él, desde los cuatro puntos cardinales del Bernabéu, un aroma que a él nunca le había resultado desagradable. «Verás qué risa como me agarre un colocón» -pensó mientras seguía contemplando sobrecogido el mastodóntico escenario que se alzaba frente a éclass="underline" setenta metros de ancho, sesenta y cinco de alto, ciento veinte toneladas de peso. Perdomo jamás había estado antes en un macroconcierto de rock, pero incluso la gente que acudía con asiduidad a este tipo de actos hubiera tenido que reconocer que pocas veces se había visto en aquel escenario un despliegue semejante.

– ¡OÉEEEEEEE, OÉ, OÉ, OÉ! -clamaba en esos momentos un público a punto de desbordarse por la espera.

A pocos metros de él, un melenudo que había logrado sentarse en el suelo vociferaba, acompañándose con una guitarra española, un tema de The Walrus. «¿A qué idiota se le puede ocurrir ponerse a dar un concierto dentro de un concierto?», se preguntó el policía. Y aún resultaba más llamativa la cantidad de gente que había formado corro alrededor de aquel infeliz, como si lo que estaba perpetrando -en el caso de que alguien pudiera oírlo- mereciera el más mínimo interés.

Perdomo estaba a punto de dirigirse hacia otra zona del campo para seguir buscando a un búlgaro en un pajar cuando se apagaron las luces y cesó la música de la megafonía, señal inequívoca de que el concierto estaba a punto de empezar.

Un tipo con gorra de béisbol, camiseta blanca y vaqueros hechos jirones, que debía de ser el organizador del acto, apareció, diminuto, en el escenario, iluminado tan sólo por un escueto cañón de luz, mientras las dos gigantescas pantallas de vídeo, situadas a ambos lados de la plataforma de actuación, amplificaban su imagen hasta convertirlo en un coloso.

– ¡Tengo una pregunta para todos vosotros! -aulló el hombre, comiéndose el micrófono que había en medio del escenario-. ¡Una pregunta que me acaba de hacer John Winston!

Nada más escuchar el nombre del carismático líder de la banda, se escucharon aclamaciones desde distintas zonas del estadio. El hombrecillo continuó:

– John me ha preguntado… ¿HAY ALGUIEN AHÍ FUERA?

La pregunta tuvo la virtud de hacer bramar al unísono, en un ¡YEEEEEEEEEEEAAAH! ensordecedor, a las setenta mil gargantas que llenaban hasta la bandera el Santiago Bernabéu.

El maestro de ceremonias estuvo a punto de perder el equilibrio, ante la potencia formidable de la onda sonora que el público, al borde ya de la locura por la inminencia del concierto, había hecho llegar hasta él desde las gradas. Se podía percibir su miedo a ser borrado del mapa por un segundo tsunami sónico, porque vaciló antes de formular la siguiente pregunta, con la que tenía pensado provocar al público.

– Vale, hay alguien pero… ¿CUÁNTOS SOIS? -dijo al fin.

Menos mal que el maestro de ceremonias tuvo esta vez la precaución de agarrarse con las dos manos al pie del micrófono, porque si no, es seguro que el aire que movían aquellas setenta mil almas -y que a Perdomo, que había hecho prácticas con explosivos, le recordó a una onda expansiva- lo hubiera levantado del suelo como a la pluma deForrest Gump. Al inspector se le cayó su Walry de la cabeza cuando, al anunciar el maestro de ceremonias

– ¡Señoras y señores, THE WALRUUUUUUUUUUUUS! el público prorrumpió en un rugido final de acogida que coincidió con el salto al escenario de los cuatro miembros de la banda.

3 Stormy Weather

John Winston, cantante, guitarrista y compositor de todos los temas de The Walrus, era un joven de veintisiete años, atractivo, rubio y atlético, que en el escenario sabía transmitir tanta energía como sentido del humor. A nadie sorprendió -pues se trataba de su indumentaria habitual- verle salir a actuar descalzo y luciendo un impoluto esmoquin blanco, sin camisa, que dejaba al descubierto un pecho y un abdomen completamente depilados y trabajados a conciencia en el gimnasio. En la mano izquierda -Winston era zurdo- llevaba un cigarro habano del tamaño de un salchichón, del que no se desprendió durante buena parte del concierto, a pesar de que resultaba evidente que el puro le ponía las cosas difíciles en los solos de guitarra.

Coincidiendo con el consabido y anhelado «¡Buenas noches, Madrid!» con el que los rockeros suelen saludar a la concurrencia en este tipo de actos, estalló un relámpago en forma de tenedor sobre el Santiago Bernabéu que a Perdomo le pareció el heraldo del diluvio universal. Lo que se escuchó a continuación no sonó ni remotamente parecido al ¡BRUUUM! con el que estallan los truenos: fue un chasquido eléctrico, de tal fragor y magnitud que los setenta mil espectadores allí congregados tuvieron por un momento el convencimiento de que el cielo se acababa de partir en dos sobre sus cabezas.