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– ¿Qué tiene que tener una canción entonces para que merezca tu aprobación, Amanda?

– No me tomes el pelo, inspector. Yo soy capaz de saltar y brincar como la que más con cualquier tema de los Stones. Pero las canciones de The Walrus no sólo eran transgresoras y provocativas por el contenido, sino por la música. Ésa es la otra razón por la que Winston es… era el nuevo Lennon.

– ¿Cómo se puede ser transgresor con simples sonidos? -preguntó Perdomo totalmente desconcertado.

– Ya te avancé algo en el restaurante mexicano, pero como me caes bien y, sobre todo, me has celebrado la musaka, te daré otra clase gratis. Y ojo, que es la última que te doyfor free. A partir de ahora, si quieres saber más cosas, tendrás que llevarme a la cama.

– Pro… metido -balbuceó Perdomo, que ya no sabía si su anfitriona estaba hablando en serio o en broma.

34 Tricks of the trade

– ¿Has oído alguna vez música clásica de vanguardia? -preguntó Amanda-. Ya sabes, de esa disonante e inconexa que hace ¡PIIIIII, ZAS, RRRRRRRRRACA! y encima pretende mantener tu interés durante veinte minutos.

– Alguna vez, por la radio -dijo Perdomo-, pero la he apagado inmediatamente.

– Pues bien, ese tipo de música, que tú, yo y media humanidad nos negamos a escuchar, está en cierto modo en el origen de la cuestión. Después de la Primera Guerra Mundial, los compositores de clásica se cansaron de escribir música a la antigua usanza y empezaron a experimentar con otras técnicas, como el serialismo y la música electroacústica. El público iba a los auditorios y se encontraba con obras a las que no podía dar sentido ninguno y empezó la deserción en masa. Eso no es ser transgresor, sino dar el coñazo. El gran público empezó a refugiarse en la música popular, es decir, en las piezas de baile y en las canciones. ¿Y sabes qué? En una especie de huida hacia delante incomprensible, los compositores de clásica insistieron en seguir martirizando los oídos de la gente y siguieron dándole más de lo mismo. ¿No quieres caldo? ¡Pues toma tres tazas! La brecha se hizo abismo y el abismo se convirtió en sima oceánica, con el resultado de que, hoy en día, la música clásica está más muerta que viva.

– Eso mismo afirma el profesor de violín de mi hijo.

– Y tiene razón -dijo Amanda muy seria-. Los auditorios nacionales están llenos de vejestorios. Los jóvenes prefieren irse a disfrutar con el Boss o con The Walrus a un estadio, no sólo porque existe mucha más comunicación y espontaneidad, sino porque la música se entiende. A veces es muy básica, no digo que no, pero no tienes la sensación de que te están tomando el pelo. Y en casos excepcionales, la música está tan bien hecha que parece que estuvieras oyendo a Bach o a Beethoven.

Perdomo trataba de seguir el discurso de Amanda con la mejor voluntad del mundo, pero no podía dejar de pensar en dos asuntos que llevaban preocupándole desde hacía un rato. El primero se refería a Elena. ¿La perdería esta vez para siempre? La otra cuestión era mucho más perentoria, ya que apenas había dormido y necesitaba algo que le reanimase. ¿Tendría previsto Amanda ofrecerle un café?

Como si estuviese leyéndole el pensamiento, Amanda se levantó a preparar una cafetera y tras darle a escoger entre Jamaica Blue Mountain y Guatemala Volcán de Oro, prosiguió con su relato.

– Cuando los compositores de clásica abandonaron las técnicas tradicionales, hubo una serie de músicos populares (te estoy hablando de Colé Porter o de los Beatles) que se dijeron a sí mismos: ¡aja!, esta gente está desechando cosas que a nosotros nos pueden ser útiles para nuestras propias composiciones. Y como si fueran chamarileros, recogiendo trastos usados por la calle, se apropiaron de esos trucos abandonados, que han servido durante los últimos quinientos años para hacer que la música sea más estimulante y menos repetitiva. ¿Cuánto azúcar vas a querer?

– Lo tomo sin azúcar, gracias.

– Así es como lo toman los muy cafeteros -dijo Amanda con aprobación-. ¡Cada minuto que pasa crece mi admiración hacia ti, inspector!

– ¿Qué trucos son esos a los que te refieres? -preguntó Perdomo-. Parece que estuvieras hablando de magia, no de música.

– Es que la música está muy relacionada con la magia -aseguró la periodista-. No sólo porque no hay espectáculo de prestidigitación que no tenga su banda sonora, sino porque el efecto que provoca sobre el auditorio es similar. La música nos atrapa, nos conmueve y nos hipnotiza más que ningún otro arte en el mundo: por cada persona que ha llorado delante de un cuadro de Van COG, hay cien que lo han hecho al escuchar un tema de Lennon o de Winston. Y sin embargo, el espectador no es consciente de por qué le pasa.

– ¿Y por qué le pasa? -preguntó Perdomo-. ¿Por qué lloramos con una canción? ¿Tú lo sabes?

– Claro que lo sé,my darling, llevo escribiendo sobre el tema desde los dieciséis años. La música nos emociona por la manera en que engendra tensión y relajación por medio de sonidos. Actúa directamente sobre nuestro magma emocional, ese conjunto de sensaciones psíquico-corpóreas que constituyen nuestro estado de ánimo. Pero tensar y destensar a un oyente sensible no es tarea fácil, de la misma manera que ya no es suficiente con sacar un conejo de la chistera para sorprender a un público aficionado a los espectáculos de magia. El otro día estuve viendo a un prestidigitador que no se limita a adivinar cartas: consigue que una persona a la que un espectador llama por teléfono adivine su carta desde casa. Eso se llama rizar el rizo. Los buenos compositores de canciones hacen lo mismo. En vez de escribir un tema con los tres acordes manidos del bajes y del rock and roll, los Beatles empezaron a escribir canciones en las que había entre diez y veinte acordes diferentes. I am the walrus, la canción de la que Winston sacó el nombre para su grupo, tiene dieciséis acordes. Sólo en la introducción ya hay ocho. Se trata de música sofisticada en las dos acepciones que tiene este adjetivo. Por un lado es refinada y elegante y por otro es música compleja.

Perdomo llevaba ya un tiempo fascinado con el caudal de conocimientos que parecía atesorar aquella mujer tan menuda.

– No tenía ni idea de todo esto, Amanda -dijo-. Pensé que, en el rock, la comunicación se lograba a base de decibelios y de dar saltos en el escenario. Entonces, ¿The Walrus hace música sofisticada?

– ¡Claro! Por eso son tan grandes. ¿Pensabas que habían cimentado su fama en el truco de Winston volando? Eso es para el directo,honey, pero llevo años escribiendo en mi periódico que John Winston es uno de los genios musicales de las última décadas.

– ¿Es posible, como me comentó alguien el otro día, que fuera tan genio como para inspirarse en Gustad Mahler?

– Alguien te ha hablado deOcean Child, ¿no? El arpa y las cuerdas, igual que en el adagietto. Y luego esa ambigüedad tonal del comienzo, donde no sabemos si estamos en fa mayor o en la menor, hasta que por fin irrumpe la tercera nota del acorde y estalla, luminosa, la tonalidad mayor. No te quepa duda: Winston se inspiró en Mahler, igual que Lennon lo hizo en Beethoven para escribir Becadse.

Perdomo permaneció unos segundos pensativo y después preguntó:

– ¿Y cómo un genio de este calibre no tiene ninguna canción en el Olimpo que mencionaste antes?

– Porque los críticos son muy puñeteros, Perdomo -respondió la periodista-. Muchos afirman que Winston no había inventado nada, que sólo era un neoBeatle. Al revés, le acusaban de retrógrado porque lo que hizo fue volver atrás, a las esencias beatlelianas. Pero ésa fue, en cierta forma, su gran revolución, sacar al pop del marasmo en que se hallaba.