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42 On the run

Perdomo y su ayudante habían quedado citados con Anita en The Penthouse, la terraza del hotel ME que domina la plaza de Santa Ana. La mujer de Winston no había querido alojarse en el Ritz y se había instalado en este antiguo hotel de toreros, reconvertido en uno de los más exclusivos de Madrid (entre los accionistas figuraba el marido de Cindy Crawford). Si las habitaciones eran el no va más del confort, la terraza, situada en la última planta, era posiblemente la más espectacular de la ciudad, con unas vistas de la metrópoli de trescientos sesenta grados, torreones de vidrio magníficamente iluminados y reservados de colchoneta que constituían una verdadera tentación para las parejas que acudían a tomarse una copa en plan tranquilo, a última hora de la tarde. Mención aparte merecían las camareras, que parecían estar sirviendo las consumiciones en ropa interior.

Era cerca de mediodía cuando Perdomo y Villanueva detuvieron su automóvil en uno de los pasos de cebra que hay a la entrada de la plaza. A esa hora había poca gente en la zona: propietarios de perros pastoreando a sus mascotas, niñeras sudamericanas acunando al bebé que tenían a su cargo y algunos jubilados tomando el aperitivo. Nada comparado con el gentío abrumador que colapsaba Santa Ana a la caída de la tarde.

En el paso de cebra había varios peatones haciendo cola para cruzar, ya que los tres últimos conductores los habían ignorado olímpicamente.

– ¡Vivimos en el país de la puta mala educación! -se lamentó Villanueva, con su voz de castrato, al ver que nadie respetaba el paso de cebra-. ¡La UE nos debería multar por esto, no por las ayudas al lino, ni gilipolleces por el estilo!

Cruzó primero una señora de mediana edad, con un perro de cara muy parecida a la de su propietaria; luego, un par de homosexuales jóvenes, que caminaban en fila india; el de delante remolcaba al otro de un pañuelo amarillo, que su compañero llevaba anudado a la cintura. Por último, un tipo bajo y regordete, con aspecto de borrachín, les hizo señas para que pasaran ellos primero, a lo cual Villanueva se negó. Por mas señas que el subinspector le hacía con la mano, el otro contraatacaba con gestos en sentido contrario, y sólo cuando Villanueva apagó el motor y tiró del freno de mano -¡raaaaaaac!- comprendió el hombre que o cruzaba la calle de una vez o permanecerían todos en aquella ridicula situación hasta el fin de los tiempos.

Una vez que pasó este último peatón, Villanueva, que iba al volante, fue a poner otra vez el coche en marcha cuando -¡BAM, BAM!- los policías escucharon un par de furibundos golpes sobre el capó. Al parecer Villanueva no había mirado a conciencia y aún quedaba una persona por cruzar, a la que había estado a punto de embestir con el vehículo.

– ¡Hablando de la buena educación! -exclamó irónicamente el inspector.

El hombre que les había golpeado era tan corpulento y estaba tan cerca del vehículo que los dos detectives tuvieron que agachar un poco la cabeza para verle la cara a través del parabrisas.

No había duda. Era Ivo, el búlgaro. Quizá porque al principio no les tomó por policías o tal vez porque la sorpresa fue tanta que no pudo controlar el gesto, Ivo, clavado delante del vehículo, les sonrió de oreja a oreja, mostrándoles unos dientes dorados, enormes, y repulsivos. Parecía la boca de un esturión gigante a punto de zamparse a ambos de un solo bocado.

Villanueva se quedó paralizado, pero Perdomo reaccionó de inmediato. Abrió la puerta del coche y de un salto se colocó en la calle. Si hubiera tardado un par de segundos más, ni siquiera hubiera podido ver qué dirección había escogido el asesino para huir, porque superada la conmoción inicial, el búlgaro empezó a correr hacia el interior de la plaza como alma que lleva el diablo.

Al 11egar a la primera de las terrazas que había repartidas por Santa Ana, Ivo giró la cabeza para comprobar la distancia que le separaba de su perseguidor y no le gustó lo que vio: Perdomo, que aún no había podido extraer su arma reglamentaria, estaba a escasos diez metros de él. Ivo empezó entonces a lanzarle las sillas de aluminio y mimbre que tenía delante; pero viendo que, por ser pequeñas y ligeras, el policía las esquivaba con facilidad, decidió emplear munición de mayor calibre y la emprendió con las mesas.

La primera le pasó a Perdomo a cinco centímetros de la sien izquierda, pero la segunda dio de lleno contra su muslo derecho y le derribó como a un bolo de bolera. Tuvo suerte de caer el suelo, porque si no la tercera mesa, que venía dando vueltas por el aire como una pelota de tenis con efecto endemoniado le hubiera abierto la cabeza. El proyectil fue a estamparse contra un contenedor de vidrio y -¡CRATCHS!- hizo resonar las cientos de botellas que había en el interior. Todavía en el suelo, Perdomo levantó la vista temiendo un nuevo lanzamiento y no pudo dar crédito a lo que tenía ante sí. En cuestión de segundos, el búlgaro había derribado la media docena de parasoles de loneta que había en la terraza y éstos formaban sobre la plaza una barrera óptica que hacía imposible que el inspector viera más allá de sus narices.«No va armado -pensó Perdomo mientras se abría paso entre la selva de sombrillas-. Si no, me hubiera descerrajado un tiro cuando me tenía en el suelo.»

Al apartar una de las sombrillas, vio una gran mancha de sangre fresca en el suelo y se miró instintivamente la pierna, creyendo que tenía un corte. El muslo le dolía como si se lo hubieran atravesado con un clavo, pero no había herida. Oyó el llanto de un bebé y al mirar en esa dirección descubrió un cochecito de niño volcado junto a uno de los parasoles. La cuidadora, una muchacha dominicana que no podía tener más de veinte años, yacía inconsciente junto al carrito y sangraba profusamente de una gran brecha que tenía en la cabeza.

– ¡112! -le gritó el inspector a un camarero que había contemplado la escena empleando su bandeja de aluminio como si fuera el escudo de don Quijote-. ¡Hay una mujer herida!

Perdomo miró en las dos direcciones en las que podía haber huido su agresor y comprendió que tenía que fiarse de su instinto: el bosque de parasoles le había impedido ver qué vía de escape había escogido el búlgaro. Eligió la calle de la izquierda, que servía de frontera entre la plaza de Santa Ana y la del Ángel, porque la de la derecha comunicaba con los aledaños del Congreso de los Diputados. Ivo conocía bien Madrid y no iba a ser tan tonto como para encaminarse hacia un barrio con fuerte vigilancia policial. El inspector corrió, pues, en dirección a esa zona, pero al llegar a la plaza del Ángel tuvo que detenerse de nuevo, en parte porque la pierna le hacía retorcerse de dolor y en parte porque no se veía ni rastro del búlgaro. Era absurdo recorrerse Madrid a la carrera, persiguiendo a una sombra.

Perdomo se miró la mano derecha y vio que sostenía su Heckler & Koch 9 mm Parabellum. No tenía idea de en qué momento la había extraído de la pistolera -seguramente cuando había caído al suelo-, pero decidió que lo mejor era devolverla a su funda. Y entonces oyó un alarido penetrante de mujer, que provenía de uno de los portales situados a su derecha.

El grito había sonado tan distante que Perdomo no supo muy bien a qué puerta dirigirse. La suerte, en esta ocasión, estuvo de su lado, porque una señora de avanzada edad emergió en ese instante de un portal de enormes dimensiones, con cara de haberse cruzado con el mismo demonio. El inspector galopó hacia la puerta, antes de que ésta se cerrara sola, y tuvo que soportar un nuevo ataque de histeria de la anciana, que entró en pánico al verle con la pistola en la mano.

– ¡Tranquila, señora, soy inspector de homicidios! -le dijo jadeando-. Si puede, llame a la policía.

La entrada al edificio era majestuosa, ya que los vecinos habían mantenido intacto el antiguo corredor por el que, en el siglo XIX, los coches de caballos habían podido acceder hasta el mismo corazón del palacete.