Выбрать главу

«¡Qué listo eres, cabrón!», pensó Perdomo mientras avanzaba a tientas por el negro pasadizo, a la espera de que sus ojos se habituasen a la oscuridad. Ivo había optado por esconderse, en vez de continuar con la huida, temeroso de que Perdomo encontrara, durante la persecución, alguna patrulla de refuerzo. Si las cosas le hubieran salido como pensaba, el búlgaro no hubiera tenido más que esperar un tiempo razonable en el interior del portal y seguir su camino al cabo de unos minutos, en la dirección que más le hubiera convenido. «¡Pero te has topado con Perdomo -continuó diciéndose el policía para darse ánimos-, y eso tarde o temprano, se acaba pagando.»

El inspector permaneció en silencio unos segundos, en medio del corredor, y escuchó dos sonidos diferenciados. Uno era el latido frenético de su propio corazón, que parecía reverberar como el bombo de una batería entre aquellas venerables paredes de piedra. El otro era el de un perro de reducidas dimensiones -«suena a chihuahua», se dijo- que ladraba de forma persistente y chillona, desde algún remoto lugar de aquel palacio decimonónico. El pasadizo moría en una segunda puerta, tan aparatosa como la de la calle, por la que se accedía a un gran patio de manzana con un sobrio aunque elegante jardín en su interior. Perdomo empujó sin demasiada fe este segundo portalón, pensando que lo encontraría cerrado, pero para su sorpresa, la hoja cedió sin ofrecer resistencia.

Al otro lado le estaba esperando el búlgaro.

Ivo había capturado como rehén a un cincuentón con barba, al que asía del cuello por medio de su antebrazo izquierdo. El hombre, que sólo había bajado al patio para darse un chapuzón en la piscina, vestía un bañador rojo, tipoboardsborts, y estaba al borde del desmayo. Algo lógico, teniendo en cuenta que con el brazo que le quedaba libre, su secuestrador amenazaba con atravesarle la arteria carótida con un objeto puntiagudo. En un primer momento, Perdomo pensó que era una especie de estilete, pero al mirar de nuevo, constató que el arma que blandía el búlgaro era… ¡un bolígrafo Bic!

El inspector empleó exactamente una décima de segundo en decidir que, en las manos de Ivo, un inocente bolígrafo podía ser tan letal como un cuchillo de monte, y actuó en consecuencia.

– ¡No quiero heridos! -le dijo, sin dejar de apuntar en dirección a los dos hombres con su semiautomática. Y luego le preguntó al rehén-: ¿Está usted bien?

– He estado mejor -respondió el hombre, medio sofocado por el hercúleo brazo del búlgaro.

A Ivo no le hizo ninguna gracia que policía y rehén conversaran sin su permiso, y oprimió tan fuerte el cuello de su presa que a éste se le escapó una arcada.

– ¡Deja la pistola en suelo y acércamela con la pierna! -bramó el búlgaro, en castellano pero con fuerte acento eslavo.

Perdomo era consciente de que estaba frente a un peligrosísimo delincuente y de que, si el arma llegaba hasta sus manos, podía costarle la vida. Al mismo tiempo, también tenía la certeza de que si el búlgaro se sentía acorralado, no dudaría en clavarle el bolígrafo en el cuello a su rehén, de modo que optó por una solución intermedia.

– Voy a dejar la pistola en el suelo, pero -le señaló un punto equidistante entre ambos- la lanzaré hacia allí. Después de eso, podrás soltar al rehén y darte a la fuga.

Ivo escuchó con una mueca de desconfianza la propuesta de su perseguidor. Sabía que muchos policías portaban a veces dos armas consigo, una en la funda sobaquera y otra en el tobillo.

– Quítate la chaqueta y bájate el pantalón -le dijo sin dejar traslucir ni un asomo de emoción. La voz era tan fría como la de un dispensador automático de tabaco.

Perdomo sabía que la catástrofe podía ocurrir en cualquier momento, pero tenía que mostrar cierta firmeza ante el búlgaro.

– ¡Ni de coña! -le respondió con chulería.

Aquella respuesta sacó de quicio a Ivo.

– Mayka ti duha na mechki v gorata! -blasfemó en su lengua materna.

A continuación, con gesto decidido, bajó la mano con la que blandía el bolígrafo a la altura de la barriga de su rehén y, con un rapidísimo movimiento de la muñeca, le asestó un puntazo muy rápido y poco profundo, como un metisaca taurino. El hombre de la barba profirió un aullido de dolor y el pequeño orificio causado por la punta del bolígrafo empezó a sangrar de manera lenta pero inexorable.

– ¡Quiero ver si llevas más armas! ¡Quítate la ropa o le abro la tripa en canal a este cabrón! -gritó el búlgaro, ya fuera de sí.

Perdomo comprendió que lo más sensato era obedecer y, tras dejar la pistola en el suelo y alejarla varios metros con el pie, se quitó la americana. Luego se subió con las manos las perneras de los pantalones, para que el otro viera que sólo llevaba la semiautomática. Ivo sonrió complacido, mostrando dos nauseabundas hileras de dientes dorados, y sin soltar al rehén, que presionaba la herida con la mano para evitar desangrarse, se encaminó hacia la puerta de salida. En un visto y no visto, el búlgaro se desembarazó de su rehén con un violento empujón y desapareció en dirección a la calle, cerrando la puerta tras de sí.

Perdomo intentó ir tras él, pero no acertó a abrir el portalón.

– ¿Dónde cojones está el interruptor? -le preguntó al hombre, mientras le ayudaba a incorporarse.

El vecino, que ya había dejado de sangrar, señaló con la mano en dirección a un botón que estaba medio oculto tras un arbusto. Perdomo recogió a toda prisa la pistola del suelo y salió a la carrera en persecución del búlgaro.

Aun antes de haber puesto de nuevo el pie en la plaza del Ángel, Perdomo sabía en qué dirección había huido Ivo.

Era evidente que no se iba a arriesgar a regresar sobre sus pasos en dirección a Santa Ana, porque el búlgaro había visto a Villanueva en el paso de cebra. Sabía que rondaría por la zona y que, probablemente, habría pedido refuerzos. La única decisión posible era encaminarse hacia la derecha, en dirección al barrio de La Latina.

Perdomo galopó tras su presa con el frenesí de un mozo bajando por la calle Estafeta, en pleno San Fermín. Al desembocar en la plaza de Jacinto Benavente, había alcanzado ya tal velocidad que le fue imposible esquivar al taxi que salía en ese momento de un paso subterráneo. Aunque logró amortiguar el golpe con las manos, fue a estamparse como un insecto contra el parabrisas del vehículo. El policía quedó tendido panza abajo sobre el capó del coche, pero salvo por la postura, que era grotesca y le hizo desear que no hubiera ningún fotógrafo por la zona, se felicitó, ya que tenía la certeza de no haberse roto ningún hueso.

Su sorpresa fue mayúscula al ver emerger del taxi, además de al conductor del mismo, a Anita, la viuda de John Winston. Llevaba consigo la urna con las cenizas de su marido, al que acababa de incinerar a primera hora de la mañana. Su expresión era de pánico, pues estaba convencida de que el taxi que la estaba llevando hasta el hotel acababa de matarle. El taxista en cambio parecía más preocupado por los daños que Perdomo pudiera haber ocasionado en su vehículo que por el estado de salud del atropellado y farfulló varias frases de protesta, entre las que el inspector llegó a distinguir con claridad un «¡hay que joderse!» y varios «¡esto son por lo menos mil quinientos euros de chapa!».

Una vez recuperado el resuello, Perdomo se identificó ante Anita y, abriéndose paso entre la multitud de curiosos que se habían arremolinado a su alrededor, se encaminó a pie hacia el hotel, en compañía de la viuda.

43 Ocean Child

El nombre completo de la viuda de Winston era Ana María Luisa Paoletti Piazzolla y había venido al mundo hacía treinta y seis años en la ciudad de Mar del Plata, un célebre centro balneario y puerto argentino del sudeste de la provincia de Buenos Aires. Aunque nunca había podido demostrarlo, Anita presumía de estar emparentada con el gran Astor Piazzolla, el compositor y bandoneonista argentino que había revolucionado el tango en la segunda mitad del siglo xx.