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Durante el corto paseo hasta el hotel, donde les estaba esperando Villanueva, junto a varios coches Zeta de la Policía Nacional, Perdomo le explicó a Anita en pocas palabras quién era Ivo y por qué estaba en busca y captura.

– La noche en que su marido fue asesinado -dijo-, el búlgaro entró al estadio donde se desarrollaba el concierto y casi acaba con la vida de uno de mis hombres. ¿Había oído hablar de él?

– Jamás -respondió muy convencida la mujer. Su rostro, circunspecto y altivo, fascinó inmediatamente a Perdomo. Anita parecía una máscara fúnebre de enigmática belleza, una especie de Nefertiti del Cono Sur.

El policía comenzó a cojear ostensiblemente -se le estaba empezando a enfriar la contusión de la pierna-, por lo que la mujer le preguntó si no quería acudir a un servicio de urgencías. Perdomo le respondió que sólo necesitaba un analgésico y luego se interesó por la ceremonia de cremación.

– Ha sido muy breve y entrañable -le explicó la mujer, con voz grave y sensual-; un acto estrictamente privado en el que no ha habido ni discursos ni rezos, sólo la voz grabada de John en una versión maravillosaa cappella de Ocean Child. Como hizo Yoko con John Lennon, no se celebrará funeral, ni ningún otro tipo de ceremonia que pueda dar pie a que la muerte de mi marido degenere en un circo mediático.

Perdomo, recordando cómo se había eternizado la ceremonia de cremación de su propia esposa, hizo un breve comentario al respecto, que fue apostillado por Anita:

– En el caso de John, el proceso ha sido más breve aún, porque mi marido no ha pasado por el cremulador.

Perdomo le confesó que era la primera vez que escuchaba ese término.

– Yo tampoco lo conocía, hasta el año pasado -le aclaró la mujer-. Lo que sale del horno, después de horas de combustión, no son las cenizas propiamente dichas, sino un montón de huesecillos chamuscados, que hay que reducir a polvo en una máquina trituradora llamada cremulador. John había tenido sueños terribles con su propia muerte el año pasado, pero como tampoco quería ser inhumado, se le ocurrió esta solución, que es habitual en algunas culturas orientales.

– ¿Sueños terribles? -preguntó el inspector-. ¿Qué clase de sueños?

44 Lucy in the Sky with Diamonds

París, nueve meses antes del asesinato

A la mañana siguiente de su pesadilla de cumpleaños, John Winston puso al corriente a su mujer del contenido de su terrorífico sueño y ésta guardó silencio durante unos segundos.

– ¿No estás abusando deLucy?-dijo al cabo.

Era una conversación que ya habían mantenido en otras ocasiones y que siempre provocaba tensiones entre ambos. Lucy era uno de los nombres con los que se conocía en la calle al ácido lisérgico o LSD. El apodo provenía de una famosa canción de los Beatles,Lucy in the Sky with Diamonds, que supuestamente estaba dedicada a la droga más revolucionaria de los años sesenta. Anita había probado en un par de ocasiones el LSD, una de ellas en compañía de su marido, y después de la última experiencia había jurado no volver a ingerirlo. No es que el viaje hubiera sido particularmente malo, sino que John le había administrado la droga sin su consentimiento, hecho que provocó que ella estuviera más de un mes sin dirigirle la palabra. «No quería viajar solo», fue todo lo que acertó a argüir John, para tratar de justificar su inexcusable comportamiento.

– Todo el mundo tiene pesadillas, mi amor -se exculpó John, a quien los reproches de su mujer ponían siempre a la defensiva.

– Lo sé -respondió Anita con gesto serio-, pero es que tú, a veces, las tienes estando despierto.

– ¿De qué estás hablando?

La mujer de Winston presentía que la conversación iba a ser muy delicada, pero estaba resuelta a que su marido la escuchara, al precio que fuera.

– Ayer en el restaurante -dijo-, ¿ya no te acuerdas? Estabas convencido de que era Jim Morrison el que aparecía en la foto, y no tú.

John soltó una carcajada, demasiado estruendosa para ser sincera.

– Me divertía la idea de que Morrison nos hubiera gastado una especie de jugarreta -respondió el cantante-. No había tomado nada, te lo juro.

– ¿Te divertía? -replicó Anita-. ¡Yo te vi bastante asustado! Y acabo de descubrir dos libros en nuestra habitación que sospecho que compraste después del almuerzo. ¡Estás empezando a obsesionarte!

John no quería desatar una discusión con Anita en plena luna de miel, pero lo cierto es que no estaba dispuesto a consentir que fuera ella la que le dijera lo que podía o no podía consumir. Su dependencia del ácido lisérgico no era física -la droga, a diferencia de los opiáceos, no provocaba adicción y no era tóxica-, sino psicológica. Las alucinaciones con ojos abiertos o cerrados, las sinestesias y otros efectos que el LSD era capaz de provocar en el cerebro humano, incluso en dosis muy pequeñas, resultaban fascinantes para Winston y una fuente inagotable de ideas para sus canciones.The music of your tears, una de sus primeras baladas, en la que John había jugado con la mezcolanza de los sentidos, se había originado a partir de una alucinación en la que el compositor había podido asignar el sonido de una nota musical a cada lágrima vertida por la chica con la que mantenía relaciones por aquel entonces. En Strawherry Wind, un homenaje a Bob Dylan, John había imaginado que el aire sabía a fresas y que traía consigo la famosa respuesta anunciada en Blowin' in the wind. Pero no se trataba de un artificio literario para tratar de darle un tono más poético a su canción: el día en que tuvo la inspiración para Strawberry Wind, John se encontraba bajo los efectos del LSD y había podido paladear realmente un aire frío de montaña con ese sabor.

– John -dijo Anita abandonando el tono de reproche y adoptando una actitud de refuerzo positivo-, eres una persona con una sensibilidad extraordinaria, casi enfermiza, en el buen sentido de la expresión. Tu capacidad para crear metáforas e imágenes de todo tipo con las palabras está más que demostrada. Tu talento para inventar melodías fascinantes a partir de progresiones de acordes aparentemente banales es algo que todo el mundo te reconoce. ¿O es que me vas a decir queOcean Child la escribiste bajo la influencia del ácido? Y es una de tus mejores canciones. No necesitas el LSD para nada, y te evitarías exponerte a los peligros que trae aparejada la droga.

– Ana -dijo Winston adoptando su tono de voz más trascendental (siempre abandonaba el diminutivo cuando quería que su mujer lo tomara en serio)-, cualquier actividad, por más lúdica o inofensiva que parezca, puede acarrear efectos secundarios desagradables e indeseados. Mírate a ti: te encanta patinar, y sin embargo, cada dos por tres, te haces un esguince o un derrame en la rodilla. ¿Acaso te he rogado yo que dejes de patinar?

Aquella réplica irritó a la mujer, que subió el tono de voz.

– ¡Estás llevando las cosas a tu terreno, porque no quieres escucharme! -exclamó-. ¡Lo único que te importa es tener razón! ¡Me adjudicas un papel de represora que no me corresponde! ¡No me molestaría que tomaras LSD, si lo hicieras por una razón que me resultara convincente!

– ¿Por ejemplo? -preguntó John, con un gesto de burla en la mirada.

– Para saber lo que se siente -respondió Anita-. Mi amiga Graciela, la psiquiatra que conociste el año pasado en Mar del Plata, me dijo que trataba con algunos pacientes psicóticos y que no le parecía ético no probar al menos una vez en la vida el LSD. Por eso la invité a casa y le dije que tú eras la persona perfecta para iniciarla en la droga.

– ¿Fue por razones profesionales? -continuó John, con el mismo tono zumbón que había empleado en la respuesta anterior-. ¡Yo pensé que tu amiga quería llevarme a la cama!