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Anita había comprendido que lo que pretendía su marido era sacarla de sus casillas, para que se hartara de la conversación y le dejara tranquilo. Pero el asunto de las drogas era demasiado importante para ella, así que hizo un esfuerzo para no responder a las provocaciones de John y rebajó el tono de voz.

– Graciela no tenía intención alguna de llevarte a la cama -aclaró-. ¿Crees que si hubiera sido así, habría yo permitido que os tirarais tres días seguidos tumbados bajo una palmera, cantando tangos?

– ¿Cuáles son, según tú, las razones malas para tomar LSD? -preguntó John con sorna.

Anita decidió pasar por alto el aire de petulante superioridad que había adoptado su marido.

– No soporto que tomes ácido pensando que lo necesitas para estimular tu creatividad -manifestó su mujer-. Me parece tan ridículo como si tomaras Viagra con veintisiete años.

Las tripas de Anita llenaron el aire de borborigmos, lo que hizo sonreír a la pareja. La mujer no había probado bocado desde el día anterior a mediodía, un método infalible, según ella, para encontrarse guapa y animosa a la mañana siguiente. John descolgó el teléfono y pidió al servicio de habitaciones dospetit-déjeuner anglais. Luego preguntó a su mujer:

– ¿Cómo has llegado a la ridicula conclusión de que estoy enganchado a Lucy?

– No he dicho que estés enganchado -protestó ella. Una de las habilidades de John, durante las discusiones matrimoniales, era la de poner en su boca palabras que ella no había pronunciado-. Pero no puedes negar que, de un tiempo a esta parte, lo estás tomando con cierta frecuencia, y por eso he empezado a leer cosas sobre él. Uno de los efectos secundarios me ha parecido especialmente siniestro.

– ¿De qué estás hablando? -dijo John, molesto-. ¿Efectos secundarios? ¿Ahora eres médico?

– Hablo de losflashbacks, John. Es así como los llaman, ¿no? Me refiero a recurrencias alucinatorias de viajes anteriores. Tú ya no necesitas tomar LSD para vivir una alucinación. El ácido puede jugarte malas pasadas incluso meses después de haberte tomado el último. He hablado con un par de médicos y…

– ¿Qué? -exclamó John, incapaz ya de disimular su irritación-. ¿Le vas contando a la gente lo que tomo y lo que dejo de tomar?

– A la gente, no -intentó tranquilizarle Anita-. Te acabo de decir que son médicos, y están obligados por el secreto profesional. Además, sólo a uno de ellos le he mencionado tu nombre.

John logró dominarse, aunque por dentro se lo llevaban los demonios.

– Ana -dijo-, el LSD es una sustancia ilegal en la mayoría de los países. No sé con qué médicos has hablado, pero no me hace ninguna gracia que sepan ciertas cosas sobre mí. Imagínate que uno de ellos comete una indiscreción y la cosa salta a la prensa. A John Lennon casi lo crucificaron en Estados Unidos por haber consumido marihuana en Inglaterra.

– Eran otros tiempos -respondió ella-. Y además, los médicos son personas de toda confianza. A uno de ellos incluso lo conoces.

– ¿Kesselman? -preguntó John, ya a punto de estallar. El silencio asertivo de su mujer hizo revolverse en su silla al músico.

– ¡Cojonudo! -John tronaba, paseando por la habitación a grandes zancadas.

En ese momento, el camarero del servicio de habitaciones, que les traía el desayuno, llamó a la puerta y el músico lo recibió con cajas destempladas.

– ¡Deje el carrito en el pasillo y no incordie! ¿No ve que nos estamos drogando? -le espetó, cerrándole luego la puerta en las narices.

La extemporánea reacción de John hizo que su mujer se avergonzara de él y se tapara incluso la cara con las manos. -John, por favor -le suplicó.

– ¡Por favor, una mierda! -vociferó él-. ¡Le has contado a uno de tus ex que soy consumidor de LSD! Y naturalmente, él habrá aprovechado para recordarte lo mal que hiciste al dejarle, para unirte a un pobre yonqui como yo.

– A Kesselman no le dejé yo -le recordó su mujer-, y lo sabes. Se fue a vivir a los Cayos de Florida con una paciente.

– Bien, ¿y qué te contó ese psiquiatra de las estrellas? ¡Soy todo oídos!

– Nada que tú no sepas ya -dijo Anita-. Que losflash-backs que provoca el LSD llegan sin avisar y pueden desencadenarse hasta un año después de haber ingerido la droga. Y que, en algunos casos, esas alucinaciones pueden instalarse en la mente de una persona de forma permanente.

– ¡No digas tonterías! -protestó John.

– No son tonterías, los dos médicos con los que hablé me dijeron lo mismo. Se llama «trastorno perceptivo persistente». Eso significa que si un día se te va la mano con la dosis, tu viaje de ácido puede convertirse en un viaje sin retorno.

El tono melodramático empleado por Anita hizo reír al músico.

– Ya te gustaría a ti, librarte de tu maridito de manera tan contundente y expeditiva y quedarte con la poca pasta que tengo.

– ¡No te burles de mí! -protestó la mujer-. El LSD provoca tolerancia. Eso significa que tendrás que ir aumentando la dosis y llegará un día en que… ¡Dios mío, no quiero ni pensarlo!

– ¿Me quedaré como Syd Barret? ¿Es eso lo que temes? -dijo John, recuperando el tono burlón.

Tanto Anita como John habían hablado muchas veces del primer líder de Pink Floyd. Barret era un músico genial, que además de servir en bandeja a la banda sus primeros éxitos, había definido su personalidad sonora, extravagante y psicodélica. Lamentablemente, sus experimentos con las drogas consideradas contraculturales en los años sesenta, como el LSD, el peyote y la mescalina, habían provocado daños irreversibles en su cerebro y le habían reducido a la condición de esquizofrénico irrecuperable, de piltrafa mental. Pero su contribución al despegue musical de la banda fue tan crucial durante los primeros años que sus compañeros no le olvidaron jamás y le dedicaron temas tan célebres comoBrain Damage o Shine on you crazy diamond.

– Lo único que trato de decirte -continuó Anita- es que no te tomes tan a la ligera el LSD. Lucy puede ser muy peligrosa. Casi tanto como yo -añadió en un vano intento de hacer sonreír a su pareja.

– ¿Qué te hace suponer que me la tomo a la ligera?

– ¡Me hiciste ingerir un ácido, sin decirme nada! -estalló la mujer-. ¡Y apenas me conocías por entonces!

– Precisamente, Ana -se defendió su marido-. Consideré que la mejor manera de que nos conociéramos era compartir un viaje.

– Aquello fue un acto tan…

– ¿Romántico? -trató de anticipar John.

– No, fascista. ¡Fascista, John, no hay otra palabra! ¡Kesselman me contó que la CIA, en los años cincuenta, se dedicaba a administrar LSD en secreto a cobayas humanos para observar sus reacciones y desarrollar sus técnicas de control de la voluntad humana! ¡Igual que hiciste tú!

– ¡Ana, por favor, estás llevando las cosas a un punto que…

– ¡Déjame terminar! -gritó la mujer-. Lo llamaron proyecto MK-Ultra, y experimentaban con soldados rasos del ejército y con presidiarios. Después empezaron con agentes de la propia CIA (uno de ellos tuvo un viaje tan espeluznante que se suicidó), y terminaron administrándole la droga a proxenetas, prostitutas e indigentes.

John trató de cambiar de táctica.

– De acuerdo -dijo-, te colé un ácido en el café, como si fuera un terrón de azúcar. ¿Cuántas veces te he pedido perdón por aquello? En cambio tú jamás has reconocido que esa experiencia fue una de las más fecundas e inolvidables de nuestra vida.

Se produjo un largo silencio por ambas partes. La evocación de aquella mágica noche lisérgica trajo tal cantidad de recuerdos y emociones a la pareja que, durante más de un minuto, ninguno de los dos fue capaz de articular palabra. John se dio cuenta de pronto de que su mujer estaba llorando. Pero sus lágrimas no eran ni de felicidad ni de pesadumbre; se trataba más bien de una reacción nerviosa, de un desahogo emocional debido a la intensidad de los recuerdos que acababa de revivir. John se acercó entonces a Anita y la abrazó durante largo rato. Los sollozos fueron remitiendo y a los diez minutos de comunicación silenciosa empezaron a brotar las primeras palabras de diálogo entre ellos. Poco a poco, las frases breves y espaciadas se hicieron más frecuentes y prolijas, hasta que la conversación cobró la fuerza de un torrente. John y Anita se encontraron de repente recordando los mejores momentos de la noche de su primer ácido, como si fueran dos buenos aficionados al cine comentando una película que les hubiera marcado de por vida.