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Los dos policías intercambiaron una mirada de admiración hacia la mujer y Perdomo comenzó el interrogatorio.

– Lo primero que quiero que sepa -anunció- es que uno de los tres músicos de la banda ha desaparecido. Me refiero al batería, Charlie Moon. ¿Se ha puesto en contacto con usted?

– No.

– ¿Y no es raro -preguntó Villanueva- que no haya acudido a la ceremonia de cremación? Tengo entendido que sentía un gran afecto por su marido.

– En efecto, es muy extraño. ¿Creen que puede haberle ocurrido algo?

En el preciso instante en que Anita terminó de formular la pregunta, sonó el teléfono móvil de Villanueva. Los hombres de la UDEV acababan de localizar a Charlie Moon en un hotel barato cerca del aeropuerto. El subinspector se levantó inmediatamente para ir a interrogar al tercer músico y dejó a la viuda de Winston en las hábiles manos de Perdomo.

– Señora -comenzó a decir el inspector en cuanto Villanueva los dejó solos-, he de comunicarle un hecho que nos ha dejado boquiabiertos y del que hemos tenido noticia hace muy pocas horas. La policía de Estados Unidos nos ha informado de que el revólver con el que asesinaron a su esposo es el mismo con el que mataron a Lennon.

La mujer se puso pálida al escuchar la información.

– Dios mío, ¡pero eso es terrible!

– Este dato es altamente confidencial y le ruego que no lo divulgue -le advirtió el inspector-. Si se producen falsas confesiones, es la única herramienta de la que disponemos para descartar sospechosos.

– Entiendo -dijo ella, en actitud responsable.

– Como sabe -continuó Perdomo-, el propio asesino de John Lennon, en prisión desde 1980, se ha declarado autor de los disparos en televisión. Como no está muy bien de la cabeza, pensábamos que era un delirio, hasta que hemos identificado el arma homicida. Como se imaginará…

– ¿Pero eso cómo puede ser posible? -se indignó Anita-. ¿Es que ese hombre disfruta de permisos para salir de la cárcel?

– Chapman no ha salido nunca del correccional de Attica, señora-le explicó el inspector-. El FBI está investigando en estos momentos si se puso en contacto con alguien del exterior para que asesinara en su nombre. Mató a Lennon porque quería ser alguien y, ¿quién sabe?, ahora podría haber ordenado el asesinato de su marido para volver a ser importante.

– ¡Es horrible! -dijo la mujer tragando saliva. Luego, al ver a un camarero, le hizo una seña con el dedo para que se acercase y le pidió un Bloody Mary.

– Señora Winston -dijo Perdomo-, ¿existía algún tipo de relación entre el señor Winston y Chapman?

– Ninguna en absoluto -declaró la viuda, con rotundidad. Y luego, como si se hubiera arrepentido de haber contestado con tanta precipitación, permaneció unos segundos en silencio, haciendo memoria, sólo para terminar confirmando su aseveración inicial-: No, nunca, en ningún momento.

– Pero su marido -continuó el inspector- estaba reconocido internacionalmente como el heredero musical de John Lennon, ¿no es así?

– Sí -le confirmó Anita, con un deje de orgullo en la voz-. Mal que les pese a muchos, mi marido tema un talento musical excepcional.

– ¿Y nunca, en todos estos años -insistió Perdomo-, ni usted ni su marido oyeron que Chapman mencionara al señor Winston?

– Jamás.

– ¿Y al revés? -inquirió el policía-. ¿Mencionó alguna vez el señor Winston a Chapman en público o en privado?

– Creo que no -respondió Anita.

– No sé si está al tanto -continuó el inspector- de que hay un lobby anti-Chapman. Periódicamente recoge firmas para que no le sea concedida la libertad condicional y luego ese documento se envía a las autoridades correspondientes.

– Ni mi marido ni yo nos adherimos nunca a ese manifiesto -afirmó Anita.

– ¿Por qué razón?

– Nadie nos lo solicitó. Y aunque alguien lo hubiera hecho, dudo de que John lo hubiera firmado. Con toda la admiración que sentíamos hacia Lennon, los dos éramos contrarios a la cadena perpetua, por la misma razón que nos oponíamos a la pena de muerte: ambos son castigos irreversibles. Identifican al criminal con su delito y niegan a la persona que ha delinquido su derecho elemental a una segunda oportunidad en la sociedad.

– ¿Y esas opiniones las hicieron públicas? -preguntó el inspector.

– Claro que sí. Mi marido concedía muchas entrevistas y le gustaba explayarse sobre política y derechos humanos.

Perdomo, que había dejado el móvil en modo silencio sobre la mesa en la que descansaban las bebidas, vio que la pantalla parpadeaba, con una llamada de Amanda. Decidió atender a la periodista, pero se arrepintió de haberlo hecho nada más colgar, ya que ésta sólo pretendía averiguar cómo se estaba desarrollando el encuentro con la viuda de Winston.

– Ha mencionado usted antes que su marido sufría pesadillas -continuó el inspector tras haber pedido excusas por la interrupción-. ¿De qué tipo?

Anita pareció meditar detenidamente la respuesta y al final dijo:

– John tuvo muchas fantasías de muerte hace unos meses, y soñaba con eso de manera recurrente. Recuerdo que incluso el día de su veintisiete cumpleaños, cuando estábamos de luna de miel en París, sufrió un ataque de pánico del que luego nunca quiso volver a hablar. Poco después de esa fecha, que muchos consideran fatídica, no sólo pareció tranquilizarse, sino que no mencionó más el tema. Los malos sueños acabaron poco después de su cumpleaños.

– Supongo -dijo Perdomo- que al decir fecha fatídica se refiere usted al día en que pasó a ser socio potencial del Club 27.

– ¿Es que ha oído hablar del club? -preguntó la mujer, con voz trémula.

Perdomo asintió con la cabeza.

– ¿Su marido creía en la maldición del club?

La viuda se tomó cierto tiempo para responder a la pregunta. Por su voz y cambio de actitud, el policía llegó a la conclusión de que el tema la inquietaba profundamente.

– Algunos periodistas -manifestó al fin- le dieron mucho la lata con eso. El día en que cumplió los veintisiete, en París, al menos dos diarios franceses salieron a la calle con titulares del tipo: «¿Morirá él también? ¿Otro miembro para el club?». Y eso que aún no era una celebridad. No es fácil estar todo el día escuchando: «John, ¿no tienes miedo de morir? ¡Sólo faltan tres meses, John! ¿Cómo te sientes?».

Perdomo hizo una breve pausa para tomar algunos apuntes en su libreta de interrogatorios y volvió a la carga.

– ¿Nunca recibió su marido anónimos amenazadores sobre esta cuestión que me acaba de comentar? ¿O llamadas de teléfono que le dijeran que iba a morir tras su vigésimo séptimo cumpleaños?

– No, nunca -afirmó la viuda-. Excepto, quizá, la noche que le he mencionado, cuando sufrió el ataque de pánico. Me encontré el teléfono de la habitación descolgado, pero ¿sabe una cosa muy extraña? John nunca me llegó a contar quién le había telefoneado.

46 Send in the clones

Al tiempo que Perdomo iba avanzando en su interrogatorio a la viuda de Winston, el subinspector Villanueva iniciaba el suyo con el batería pirotécnico de The Walrus. Moon era, desde el punto de vista del atuendo, el menos llamativo de los tres músicos. Recibió al subinspector en la habitación -el hotel en el que se alojaba era de dos estrellas y no tenía cafetería- con zapatillas deportivas, vaqueros y camiseta, una indumentaria que se había convertido, desde hacía años, en una especie de uniforme de colegio del rockero. A Villanueva le llamó la atención la inscripción que Moon llevaba en la camiseta. En el anverso decía:

Si de verdad quieres mortificar a tus padres y no tienes el coraje para ser homosexual…

Y se completaba en el reverso con

… lo menos que puedes hacer es convertirte en artista.