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Tuvo que hacer un auténtico esfuerzo para moverse de la zona privilegiada que había logrado alcanzar y continuar su batida en busca del búlgaro, pues aquel espectáculo de luz y sonido había comenzado a ejercer un efecto verdaderamente hipnótico sobre él. ¡Qué diferencia con los conciertos de música clásica a los que se había acostumbrado a asistir desde hacía un año con su hijo Gregorio! En el Auditorio Nacional, los músicos apenas se relacionaban con el público y vestían atuendos decimonónicos. A pesar de que muchas piezas de música clásica le parecían fascinantes -desde elVals triste de Sibelius al Concierto para violín de Mendelssohn-, el almidonado ceremonial y la envarada puesta en escena de los auditorios le sacaban de sus casillas. ¿Por qué no se podía aplaudir, por ejemplo, al final de un solo de violín vertiginoso o acompañar con palmas un pasaje particularmente rítmico en una sinfonía? En el célebre concierto de Año Nuevo, que retransmitían todos los 1 de enero por televisión, durante la Marcha Radetzky, los espectadores se soltaban la melena y los resultados eran magníficos. ¿Por qué, en suma, al público no sólo no se le permitía participar en la música a lo largo de dos horas de concierto, sino que se le impedía expresarse libremente cuando algún pasaje musical despertaba su admiración?

– Nos estamos haciendo cada vez más carcas, señor Perdomo -le había confesado en cierta ocasión, lleno de vergüenza, el profesor de violín de su hijo en el conservatorio-. Eso de que no se pueda aplaudir entre los movimientos, ¿cuándo se ha visto? ¡Eso es un invento de nuestro tiempo! En el XIX, cuando vivían los grandes (le estoy hablando de Brahms y de Beethoven) no solamente se podía aplaudir al final de un solo de piano, por ejemplo, sino que los músicos consideraban un fracaso que el público no lo hiciera. Hay una carta muy famosa de Mozart a su padre en la que le dice, muy orgulloso, que los espectadores le han aplaudido a rabiar al final de un pasaje especialmente difícil, en mitad del primerallegro. Ahora en cambio la gente está tensa, preocupada… ¡a ver si voy a meter la pata! Se toca una propina y el director de orquesta ni siquiera se toma la molestia de volverse hacia el público para decirle qué pieza se va a interpretar. Con un ritual tan encorsetado, ¿cómo queremos que la música clásica no se muera?

A escasos metros de allí, Rafi Stefan, alias Ivo, llevaba varios minutos observando atentamente cada movimiento del inspector Perdomo.

4 Fly me to the moon

A Ivo no le había sido difícil detectar la presencia policial en las inmediaciones del estadio, porque aunque los agentes de la UDEV habían sido muy cuidadosos a la hora de dejarse ver, no habían contado con que el búlgaro, tan implacable como astuto, llevaba un aparato de escucha sintonizado en la frecuencia de la policía. El dispositivo electrónico era de dimensiones tan reducidas que había logrado confundir incluso al subinspector Villanueva, que lo había tomado por un iPod. Cuando Ivo se dio cuenta del enorme peligro que corría, recordó la películaEvasión o victoria, en la que todo un equipo de fútbol se libra de una persecución nazi mezclándose con el público del estadio olímpico; y como le sobraban entradas falsas que no había logrado vender, supo de inmediato que su salvación estaba dentro, y no fuera, del Santiago Bernabéu. Gracias a que había logrado interceptar las comunicaciones de los agentes, el búlgaro sabía con exactitud cuántos de ellos le buscaban. Aun así, el búlgaro estaba inquieto, porque sólo tenía controlado visualmente a Perdomo. Aprovechando la confusión reinante, Ivo se había apoderado al descuido de un impermeable rojo de mujer que, aunque le estaba ridiculamente estrecho, servía para hacerle casi indetectable, al menos a media distancia. Esa prenda, sumada a la gorra de la morsa Walry, que también había obtenido por métodos poco ortodoxos, le daba cierto respiro. Pero los concienzudos métodos del inspector Perdomo eran célebres entre todas las mafias del Este y el búlgaro no podía olvidar que aunque se encontraba camuflado entre setenta mil personas, el estadio era un recinto cerrado. ¿Y si los agentes pedían refuerzos y establecían controles oculares en las puertas de salida para detenerle cuando finalizara el concierto? Al fin y al cabo, le buscaban por homicidio, no por haberle roto la nariz a un joven, como solía hacer en sus ya lejanos tiempos de portero de discoteca. «Ivo y los rompepicotas»: así los había bautizado la prensa de sucesos de Bulgaria, después de trascender que aquellos matones se habían juramentado para destrozar el tabique nasal de todo aquel joven que se hubiera hecho acreedor de una paliza.

En el escenario, y después del temaShaken, John Winston empezó a desgranar en esos momentos los mágicos acordes de Ocean Child, su balada más famosa, un homenaje a John Lennon que, en la década de los sesenta, había hecho uso de aquella poética metáfora en su canción Julia.

Como solía ser habitual desde hacía años, cuando la atmósfera se ponía tierna en un concierto, los espectadores sacaron los móviles y empezaron a agitarlos dulcemente, mano en alto, tal como había sido costumbre en la era pretecnológica con los mecheros. Para no despertar sospechas, Ivo también extrajo su teléfono y, como si fuera un adolescente colocado, se sumó a aquella hermosa ceremonia, que incluyó cánticos en masa, pues la muchedumbre se sabía la canción de The Walrus de memoria.

Dreamy wave, lulling seaweed in the sand Humming fish, whistling seagull, hold my hand

empezó a entonar John Winston, en un registro tan agudo que a muchos les trajo a la memoria a Roger Hodgson, de Supertramp.

La letra recordaba a Lennon por los cuatro costados, con aquellas hileras de adjetivos y sustantivos yuxtapuestos, que constituían el principal acierto poético deJulia. Sólo que allí donde el ex Beatle decía:

Arena adormecida, nube silenciosa, tócame

El líder de The Walrus había optado por

Ola somnolienta, alga marina mecida sobre la arena.

Al llegar al estribillo, que se limitaba a repetir el título de la canción una y otra vez, como si fuera una especie de mantra amoroso, Winston se entregó a otra práctica habitual en los conciertos, que no por trillada resultó menos eficaz: dirigió el micrófono hacia el público y dejó que fuera éste el que cantara aquella parte de la letra.

También en esta ocasión, Ivo decidió fundirse con la masa y, a pesar de que no conocía el tema, hizo la pantomima de mover los labios al ritmo de la música, como si se hubiera sabido la balada de toda la vida.

Arrullado por la mágica canción, Ivo empezó a recordar los momentos dulces que había vivido en Madrid, nada más llegar de su país.

– Vente a España, que aquí todo sale gratis -le había dicho su cuñado Branimir por teléfono, después de que el juzgado le hubiera puesto en libertad sin cargos tras una acusación de estafa en la que el fiscal había metido la pata como un principiante.

Ivo, harto de coordinar bandas de rompepicotas de poca monta en su país, no se lo pensó dos veces e hizo las maletas. Liderados por él y por su cuñado Branimir, que en el presente languidecía en una prisión estadounidense de máxima seguridad, los búlgaros consiguieron, en poco tiempo, ponerse al frente de la delincuencia organizada del Este y arrinconar a serbios, bosnios y croatas, que no eran muy numerosos.

Rafi Stefan lo había oído varias veces en boca de los propios policías:

– El delincuente búlgaro es el mejor, en el peor sentido del término. Es muy concienzudo, con gran nivel de especialización, experto en tráfico de drogas, billetes falsos y clonación de tarjetas.