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Nada más colgar, Perdomo se dio cuenta de que se había distraído tanto hablando con Chaparro que se había pasado de la calle donde estaba el restaurante. Aprovechando que no había municipales a la vista, el inspector efectuó un giro prohibido de ciento ochenta grados, en el que las ruedas de su coche chirriaron como si iniciara una persecución policial, y se encaminó a su encuentro con Tania. Tuvo que desoír una voz interior, que le aconsejaba no acudir a aquella cita.

Además de la crisis actual, Perdomo había tenido ya en el pasado varios desencuentros con Elena, incluyendo una separación de tres meses. Pero tenía claro que seguía atraído hacia ella y que no deseaba perderla definitivamente. Las reconciliaciones habían sido posibles hasta el momento porque, durante sus épocas de distanciamiento, ninguno de los dos había tratado de encontrar otra pareja. A pesar del mutuo enfado, se había establecido entre ambos un pacto tácito de fidelidad en la distancia. Los dos habían sentido la necesidad de vivir un tiempo en soledad, para descubrir hasta qué punto se echaban de menos, para darse cuenta de si realmente podían vivir el uno sin el otro. Perdomo había bautizado aquellos períodos de descanso en la pareja como un barbecho emocional. Igual que se deja sin cultivar la tierra durante un tiempo, para que el suelo no se empobrezca, los amantes -argüía él- deben cesar de tener relaciones por un período determinado, al objeto de reencontrarse después con el alma cargada de recursos. Pero si retomaba la relación con Tania -algo que podía suceder incluso aquella misma noche-, las posibilidades de volver con Elena, cuando a ésta se le pasara el enfado, se reducían al mínimo. ¿Para qué meterse, entonces, en camisa de once varas?

«De momento no tiene por qué enterarse», se dijo, tratando de silenciar la voz que le aconsejaba abortar el reencuentro con la forense. ¿Qué era lo que le tenía tan enganchado a la trombonista? El sexo con Elena era bueno, sí, pero no excepcional. Dejando a un lado el hecho de que ella era muy difícil de complacer en la cama -o como lo hubiera dicho un sexólogo, que tenía una curva de excitación muy lenta-, la conexión entre ambos era más bien de actitud ante la vida y de afinidad cultural. A Elena y a él solían gustarles las mismas películas, los mismos libros, las mismas canciones. ¡No! ¿Qué estaba diciendo? «No inventes, Perdomo, a Elena le encantó la última película de David Lynch, que a ti no te produjo ni frío ni calor, y se pasa la vida escuchando discos chill-out del Buddha Bar, que jamás te han interesado. Elena y yo estamos condenados a entendernos por una razón aún más poderosa, y es que detestamos las mismas cosas y a las mismas personas. Es el odio lo que nos une, y no hay nada más fuerte que el odio.» Perdomo sonrió al recordar una frase que le había dicho Elena una vez, nada más conocerse: «Cuando se odia, hay que hacerlo con la misma intensidad con que lo hace Madonna». La cantante estadounidense detestaba a Mariah Carey, hasta el punto de que había llegado a afirmar: «Si yo fuera Mariah Carey, me suicidaría».

Mientras aparcaba, y como homenaje a la mujer a la que sentía que estaba a punto de traicionar, Perdomo hizo una lista mental de las cosas que Elena y él más habían detestado al unísono, durante el último año en pareja. Con más calma, hubiera podido encontrar hasta un centenar, pero en la inmediatez del momento, le vinieron a la memoria no menos de diez:

1. El reggaeton.

2. El buenismo, es decir, esa actitud de la gente que opina que todo el mundo es bueno.

3. La progresiva robotización de las centralitas. ¡Ya era prácticamente imposible tener un diálogo por teléfono con un ser humano!

4. La gente que se pone a hablar en el AVE por el móvil, para hacer ostentación de lo indispensable que es en su trabajo.

5. Los automovilistas ansiosos, que te pegan el morro en carretera, cuando ven que no te pueden adelantar.

6. Los programas de televisión con gente encerrada en alguna casa, academia, etc.

7. Las parejas que se llaman entre sí «gordi», «churri», «chiqui», «cari» o «peque».

8. El laísmo, sobre todo en la expresión «La dije cuatro frescas», y el leísmo, sobre todo aplicado a los coches: «Le tengo aparcado enfrente del portal».

9. Los bancos que te aseguran que lo importante es la relación con el cliente y luego atan el bolígrafo de la ventanilla a una cadena, porque no se fían de ti.

10. Los tratamientos que prometen eliminar la grasa superflua en diez días y sin hacer ejercicio.

Perdomo entregó las llaves del vehículo al guardacoches y después de comprobar que llevaba bien abrochada la americana y que la camisa no se le había salido por fuera del pantalón, entró al restaurante.

Tania estaba sentada en la única mesa situada cerca de la ventana y vestía un traje de cóctel plateado, muy elegante, de cintura alta y tirantes muy finos. La forense sabía que tema los hombros bonitos y había decidido que, en aquella noche de reencuentro con Perdomo, había que sacarles todo el partido posible. Además del atuendo, que resultaba de lo más seductor, el segundo detalle que indicó al inspector que no tendría que esforzarse mucho para llevarse a Tania a la cama fue que ésta le recibió besándole en los labios. Todo hacía presagiar una noche romántica. Sin embargo, nada más sentarse a la mesa, la forense le espetó:

– Prefiero decírtelo cuanto antes, para que no te hagas ilusiones. ¿Estás preparado para que te dé la mala noticia de esta noche?

Perdomo pensó que se refería al sexo, así que el anuncio de Tania le hizo sonreír.

– Esta cena de reencuentro corre de mi cuenta -aseguró ella con gran determinación-. Dime que estás de acuerdo y que no voy a tener que forcejear durante media hora con el maitre al final de la cena, para que acepte mi tarjeta de crédito, en vez de la tuya.

– ¿Y si me niego? -preguntó él, para provocarla.

– En ese caso -respondió muy decidida la forense-, me levanto y me voy.

– ¿Por qué es tan importante para ti invitarme a cenar? -quiso saber el policía. Su tono de voz era cordial, lo que indicó a la mujer que acababa de ceder a sus pretensiones.

– Te he devuelto el principal del préstamo cubano, pero no los intereses -le aclaró-. Después de esta noche, estaremos realmente en paz.

Perdomo soltó una pequeña carcajada al escuchar a la forense expresándose en lenguaje bancario.

– ¿Ése es el sentido de esta cena? ¿Acallar tu mala conciencia? -inquirió luego.

– Por supuesto, ¿qué pensabas? -dijo la otra muy seria-. ¿Que he montado esta cena para seducirte?

– Te dejo pagar, no tengas problema -le aseguró el inspector, cada vez más convencido de que, después de la cena, Tania le invitaría a tomar una copa en su casa-. Y es bueno que me lo hayas dicho antes de solicitar los platos, porque pienso pedir lo más caro.

– Pide lo que quieras, no me das ningún miedo -respondió la mujer, desafiante-. Sobre todo porque estoy convencida de que muy pronto empezaré a ganar más dinero que tú.

Les interrumpió el maitre, un hombrecillo pequeño y dicharachero, aunque, ciertamente, no muy agraciado. De hecho, su aspecto físico era tan inquietante que Tania comentó que había visto criaturas más feas, pero tan sólo en la trilogía deEl señor de los anillos. Eso provocó, a su vez, que Perdomo recordara haber leído un estudio muy sesudo de la Universidad de Oxford, que sostenía que los hombres feos producían mayor cantidad de esperma que los apuestos. Según la encuesta, los hombres atractivos aguantan y reducen, de manera instintiva, la cantidad de esperma en cada encuentro, sabedores de que habrán de dosificarse ante el gran número de mujeres que les requieren. En cambio, los poco agraciados son conscientes de todo lo contrario. La teoría hizo que Tania estallara en carcajadas.