Durante varios meses, los principales ingresos de Ivo y sus secuaces provinieron de la droga, las armas y el tráfico ilícito de vehículos. Después de la Operación Mercurio, en la que la policía abatió a tiros a uno de sus lugartenientes en el barrio madrileño de Chamberí, el búlgaro había buscado refugio en el mucho más plácido, aunque menos lucrativo, negocio de la falsificación de tarjetas de crédito y entradas de partidos de fútbol y conciertos. Y todo hubiera ido a pedir de boca si su temperamento volcánico no le hubiera jugado una mala pasada, aquel día en la furgoneta, cuando un hincha del Madrid se enfrentó a él por el precio abusivo de las localidades y, tras identificarse como vigilante de seguridad retirado, amenazó con llamar a la policía.
Perdomo, ajeno por completo al hecho de que el asesino se encontraba a su espalda, a pocos metros de él, entornó los ojos en un esfuerzo por localizar al subinspector Villanueva, pero fue en vano; no sólo debido al gentío y a la distancia, sino a la escasa iluminación, más tenue que en días de partido. Aún más difícil le hubiera resultado dar con Charley, el agente que ese día celebraba su cumpleaños y al que habían enviado a rastrear a lo más alto del estadio. Desde el terreno de juego, aquellas localidades parecían tan remotas como la cima del Everest. Incapaz de lidiar con aquella situación, el policía se decidió por fin a emplear el walkie-talkie para comunicar a sus hombres que la batida quedaba abortada. Encontrar a Ivo entre aquella muchedumbre sólo hubiera sido posible gracias a un golpe de suerte demasido improbable.
Nada más extraer el transmisor, Perdomo se dio cuenta de que no iba a poder cruzar ni una sola palabra con sus hombres hasta que no terminara el estruendoso tema que Winston y su banda habían elegido para sacar al público del estado de trance musical en el que se había sumergido tras la mágicaOcean Child. La nueva canción se titulaba Flying y era uno de los momentos álgidos del concierto.
Yeah we're flying, feels just like flying
[Sí, volamos, es como si voláramos]
We're such a long way up, from the ground
[Estamos a gran altura, a mucha distancia del suelo]
Mientras la máquina de volar que había diseñado para él el mago David Copperfield le hacía levitar a quince metros de altura por encima del terreno de juego del Santiago Bernabéu, John Winston no pudo evitar acordarse de cómo había llegado a poner en escena un número semejante. Los grandes músicos de rock siempre habían buscado gestos o movimientos característicos que les definieran en el escenario y les hicieran únicos. El gran Chuck Berry, por ejemplo, por quien Winston había sentido desde niño una gran admiración, pasó a la historia por sus famosos saltitos de pato, con los que adornaba los solos de guitarra; Pete Townshend, el mítico guitarrista de los Who, había patentado unos feroces molinillos con los que desgarraba las cuerdas de su guitarra, a la que luego molía a palos contra los amplificadores. Ian Anderson, el cantante flautista de Jethro Tull, gustaba de exhibirse en el escenario sosteniéndose sobre una sola pierna, como si fuera una grulla humana. El ansia por superar a los grandes monstruos del pasado en las actuaciones en directo había llevado a Winston a solicitar la ayuda del mago David Copperfield. La amistad entre el prestidigitador y el cantante había surgido después de que el primero le solicitara un arreglo instrumental deOcean Child para acompañar uno de sus números de magia. John le hizo llegar una versión magnífica, en la que sólo había clarinete y cuerdas, y David se deshizo en elogios públicos hacia el talento musical de Winston. Cuando el cantante y compositor solicitó la ayuda del mago para mejorar su presencia escénica durante las giras, ésta no se hizo esperar. Copperfield adaptó para él una versión en miniatura del show volador que hacía en Las Vegas y logró que su amigo pudiera levitar sin ayuda aparente de cables o mochilas de propulsión a chorro. El número era de tal eficacia en los conciertos que mucha gente a la que no interesaba demasiado el rock asistía a los mismos sólo para ver a Winston y a su Fender Stratocaster flotar ingrávidos sobre las cabezas de setenta mil personas.
El inspector Perdomo estaba demasiado embebido en aquel prodigioso número mágico-musical como para darse cuenta de que, en ese preciso instante, el agente Charley acababa de quedarse sin su fiesta de cumpleaños.
Alguien le había empujado al vacío desde el cuarto anfiteatro del estadio.
5 Money for Nothing
– Hay un pesado que insiste en ahorrarse la ciega grande -dijo Amanda Torres, periodista musical del diarioLa Nadan, a la que Perdomo había aplastado el pie en el Estadio Santiago Bernabéu.
El histórico concierto de The Walrus había terminado hacía tan sólo un par de horas y la mujer estaba ya en su domicilio, jugando al póquer con un grupo de amigos. El interpelado por Amanda, un fotógrafo cincuentón que trabajaba en el mismo periódico, llevaba varias manos tratando de escaquearse de la obligación de colocar sobre la mesa una apuesta que, cada cierto tiempo, los jugadores de Texas Hold'em deben efectuar, antes siquiera de que se repartan las cartas.
– Tranquila, mujer -respondió el hombre haciéndose el ofendido-. Pensaba poner ahora el dinero. Son dos euros, ¿verdad?
– Lo sabes de sobra, Bernardo -se lamentó Amanda-. Dos euros la ciega grande y uno la pequeña.
Su voz sonó como la de una empleada de hamburguesería al hacer el pedido, porque había hablado sin despegar los labios del vaso, mientras lidiaba con un par de cubitos de hielo que no la dejaban apurar el whisky.
– ¿Lo sabes de sobra? -dijo el otro, haciéndose el dolido-. ¿Estás insinuando que me escaqueo a propósito?
– No lo insinúo, lo afirmo categóricamente.
– No discutáis -protestó con tono cansino otro de los jugadores. Por la manera en que lo dijo, se veía que los rifirrafes verbales entre Amanda y Bernardo eran algo habitual en aquellas partidas de póquer, que venían celebrándose en casa de la mujer desde hacía varios años. El Texas Hold'em -muy popular gracias a la televisión- era un juego de mecánica bastante sencilla, pero se tardaba un siglo en llegar a dominarlo: dos cartas tapadas a cada jugador y una primera apuesta en función de lo buenas que fueran esas dos cartas. Luego,el flop: tres cartas descubiertas sobre la mesa y una segunda apuesta. Seguidamente el turn, en el que se destapaba la cuarta carta, con una tercera apuesta, y finalmente el river: al descubrirse la última carta se libraba la batalla final.
– Es ella la que me provoca -se defendió el fotógrafo-. Y por cierto, Amanda, ¿no te vas a quitar en toda la noche ese traje delirante de preservativos? Tienes que estar muerta de calor y, lo que es peor, me estás dando calor a mí.
– Estoy cocida, pero me encuentro sexy, así que te aguantas. ¿Vas o no vas?
– No sólo voy, sino que apuesto los cincuenta y cinco euros que me quedan -replicó Bernardo-. ¡Me juego el tenderete!
– Voy -dijo Amanda, sin dudarlo un instante. Sus fichas de póquer se entrechocaron unas contra otras, clic, clic, clic, cuando ésta las lanzó con gesto desafiante sobre el tapete.
– ¿Cómo que vas? -protestó Bernardo-. ¡No puedes ir! ¡Si no llevas un pimiento!
Bernardo se resistía a mostrar sus cartas, a pesar de que las reglas del juego le obligaban a enseñarlas primero.
– No llevo gran cosa, tienes razón, pero tú llevas aún menos -se burló la mujer-. Ya sabes lo que cantaba Mark Knopfler, no puedes llevarteMoney for nothing. Enseña tu jugada, he pagado por verla.
– Carta alta -dijo Bernardo, destapando una jota de diamantes.