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– ¿Quieres que llame a Rami ocultando mi número? -preguntó.

– De ningún modo -respondió Perdomo-. Las personas tienden a desconfiar de las llamadas no identificadas. ¿Crees que él conservará tu número en la agenda del teléfono?

– Si fuera así, creo que ya me habría llamado, pues llegamos a ser muy amigos. No, no me mires de esa manera, no hubo nada inconfesable entre nosotros. Yo era su jefa, es cierto, pero como enseguida me di cuenta de que Rami no se limitaba a compartir recetas conmigo, sino que me enseñó el arte de estar en la cocina, nuestra relación era más bien de maestro-Padawan. ¿Quieres que le llame ya?

– ¿Para qué demorarlo? -dijo Perdomo-. Recuerda, el tono tiene que ser el de dos viejos amigos que se reencuentran al cabo del tiempo.

La periodista marcó con gestos muy teatrales la serie de números que les había facilitado Villanueva y cuando escuchó el primer tono de llamada, le guiñó con gesto picaro un ojo a Perdomo.

– Nunca pensé -dijo ella en voz baja- que averiguarías tan pronto lo bien que se me da el francés.

– Ponió en manos libres -le susurró el inspector.

Pero la periodista le hizo saber por gestos que su móvil no tenía altavoz. ¿Qué otra cosa podía esperarse de una persona que había sustituido el ordenador personal por una Moleskine?

Lo que siguió fue una conversación en francés, de veinticinco minutos de duración, de gran intensidad emocional, de la que Perdomo entendió sólo palabras sueltas. No sólo era verdad que Amanda hablaba un francés casi perfecto, sino que lo hacía, además, a una velocidad de vértigo. De cuando en cuando, al oír cómo la locuacidad insaciable de la periodista impedía que el tunecino pudiera articular palabra, Perdomo le hacía gestos a la periodista, para que permitiera intervenir al chef. Entonces, Amanda se frenaba durante uno o dos minutos, para volver a desencadenar enseguida su incesante verborrea, en la que se mezclaban a partes iguales evocaciones del pasado, preguntas sobre el presente y conjeturas sobre el futuro. Nada más colgar, Amanda adoptó el semblante más adusto de su repertorio y dijo:

– Ya sé la manera en que podemos entrar al Revenge.

58 The winner takes it all

– Soy todo oídos -respondió escéptico Perdomo.

– Rami me ha dicho que, desde hace meses, elRevenge nunca se acerca a la costa. El abastecimiento se hace mediante barcos nodriza, que les proveen de combustible, agua y comida. La vida a bordo se ha hecho extraordinariamente aburrida, y para compensarlo, O'Rahilly organiza, semanalmente, partidas de póquer Texas. Como a los tripulantes ya los ha pelado, el irlandés se ha visto obligado a traer jugadores de fuera. Todos los sábados por la noche sale una lancha de Helsingor (la ciudad danesa, situada en la boca misma del estrecho) con ocho o nueve jugadores y los acerca hasta el barco. Las partidas suelen durar hasta las cinco o seis de la mañana, y al terminar, los pobres incautos que habían creído que podían derrotar a mister Download, regresan a Malmó o a Copenhague con el rabo entre las piernas.

– Pero yo no sé jugar al póquer -confesó impotente Perdomo.

– Ojalá fuera ésa la única dificultad a la que nos enfrentamos -repuso Amanda-. Las partidas están montadas en forma de torneo. Cada jugador recibe el mismo número de fichas y juega hasta que le limpian todo elstack y se tiene que levantar de la mesa. Al final quedan sólo dos jugadores y el que sale vencedor se lleva todo el dinero.

– ¿De cuánto estamos hablando? -preguntó Perdomo procurando disimular su ansiedad.

– De una barbaridad -dijo Amanda-. Elbuy-in, o cantidad que hay que depositar al comienzo de la partida para poder sentarse a la mesa, era hasta la semana pasada de cincuenta mil euros. Como su torneo está empezando a ponerse de moda, O'Rahilly lo acaba de doblar a cien mil. Dado que las partidas son de nueve jugadores, el ganador se lleva casi un millón.

– ¡Cien mil euros sólo por sentarse a jugar! -exclamó Perdomo, casi sin aliento. Parecía como si la cifra que le acababa de dar Amanda le hubiera golpeado en la boca del estómago-. ¿Tú sabes a cuánto se reduce el sueldo de un policía?

– Yo tampoco los tengo -admitió Amanda-. Pero puesto que no nos vamos a sentar a esa mesa con ánimo de lucro, sino para intentar resolver un homicidio, yo que tú pediría ayuda a la única persona que conozco para la que cien mil euros son, en este momento, poco menos que calderilla, y que además tiene más interés que nadie en encontrar al culpable.

Perdomo comprendió al instante que Amanda estaba hablando de Anita, la viuda de John Winston.

59 Why díd I choose you

– ¡Enhorabuena, Raúl! -le dijo Tania a Perdomo por teléfono-. Acabo de saber que ya tenéis identificado al tipo que mató a John Winston.

– Es el sospechoso más claro -concedió el inspector-, aunque aún no hemos conseguido probar nada. La huella de oreja coincide en un ochenta por ciento, pero si O'Rahilly lo hizo ¿por qué empleó el revólver de Chapman para matar a Winston? ¿Y quién es ese cómplice que tiene en la prisión de Attica?

– Menudo rompecabezas, ¿no? Pero cuando yo te conocí eras capaz de acabar puzles de cinco mil piezas. Si hay alguien capaz de llegar hasta el fondo de este embrollo, ése eres tú.

– ¿Y tú cómo te has enterado? -protestó el inspector.

Siempre que se filtraba información sobre una investigación en marcha, Perdomo se indignaba. En los últimos doce meses, al menos un par de sospechosos habían logrado escapar de un cerco inminente, siempre por culpa de indiscreciones cometidas por los propios Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. Para algunos policías y funcionarios de juzgado, la tentación de suministrar información a la prensa (a cambio de dinero) era demasiado fuerte.

– Soy la forense del caso -respondió Tania, con altivez profesional-. Lo raro sería que no estuviese al tanto de lo que ocurre, ¿no te parece?

Se produjo un silencio. ¿Ninguna alusión a la romántica cena de la noche anterior? ¿Ninguna referencia a lo que pudo haber sido y no fue?

– Quiero que hablemos -dijo por fin la cubana. Pero no sonó como una invitación, sino como una orden. Cada vez que una mujer le hablaba en ese tono, a Perdomo se le metía en el cuerpo el miedo ancestral del colegio, cuando el profesor le anunciaba que el director quería verle en su despacho. Por si acaso había interpretado mal el subtexto de «quiero que hablemos», Perdomo se hizo el tonto.

– ¿Hablar? ¿Es que tienes más información sobre la autopsia?

– No se trata de una charla profesional, Raúl -le aclaró Tania-. Te espero a las ocho esta tarde, en mi casa. ¿Puedes?

– Sí -dijo el inspector-. Pero ¿me puedes adelantar algo de eso que tiene que ser hablado?