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– Quiero ver las dos cartas -protestó la periodista-. La otra es un cuatro de tréboles, ¿verdad?

Bernardo descubrió enrabietado la carta que aún tenía oculta, que resultó ser la que había indicado su contrincante.

– ¡Pues sí, es un asqueroso cuatro de tréboles, que hace que no haya ligado ni escalera ni color, como tenía pensado!

– Te gano, con dos doses -dijo Amanda, mostrando sus naipes.

El fotógrafo no podía creer que la mujer hubiera aceptado una apuesta tan elevada -al menos para el nivel de la mesa- con una mano tan endeble.

– Me has visto las cartas, ¿verdad? -afirmó, para provocarla.

– No me hace falta, te tengo calado. Estabas en última posición, has visto que todo el mundo ha pasado y te has dicho: «Esta es la mía». Has metido la caja entera, para tratar de asustarnos, y he comprendido que era un farol, porque cuando llevas jugada apuestas mucho menos, para que alguien te pague.

– Vale, eso lo entiendo -reconoció Bernardo entre enfurruñado y atónito ante la sabiduría poquerística de su contrincante-. Pero ¿cómo sabías que tenía un cuatro de tréboles?

La mujer se resistió a suministrarle al otro tanta información, lo que provocó una enérgica protesta por parte del fotógrafo.

– No insistas, Bernardito -zanjó Amanda-, bastante te he contado ya. Como dijo no sé qué genio, lo que has pagado es el precio por jugar, las clases las cobro aparte.

– ¿Te puedo hacer una pregunta personal? -preguntó Vicente, el dueño de un pequeño bazar de electrodomésticos del barrio, en cuya trastienda también se jugaban a veces partidas de póquer.

– Claro -respondió la otra con desparpajo-. Otra cosa es que te la conteste.

– ¿Por qué, con lo excelente jugadora que eres, te conformas con pelarnos a nosotros en estas partidas de amiguetes? Podrías ganar mucho dinero en los torneos profesionales, sobre todo en estos momentos, en el que el póquer parece haberse convertido en el juego de moda.

Amanda emitió un suspiro de resignación y comenzó a guardar las fichas en la caja.

– Tengo mis razones -dijo-, pero hoy no me apetece hablar de eso. Es una historia demasiado larga y dolorosa.

Fueron interrumpidos por el timbre de la puerta, un curioso artefacto que la propietaria de la casa había comprado en Londres, en el mercado de Camden Town: en vez de las típicas campanillas de anuncio de televisión, aquello sonaba como el comienzo deStairway to Heaven, de Led Zeppelin. Amanda era una devota del rock de los sesenta y setenta.

– Debe de ser el de las pizzas -anunció la anfitriona-. ¿Queréis atenderle?

El que le abrió la puerta al repartidor de pizzas estuvo a punto de devolver una de las cajas, pero Amanda, que se había ausentado del salón para buscar unas tijeras de cocina con las que cortar las porciones, insistió en que no había ningún error en el pedido.

– Yo he pedido dos para mí sola, una de cuatro quesos y otra de barbacoa.

– Pues le corresponden unas alitas de pollo que forman parte de la oferta del dos por uno -le explicó el repartidor.

Los ojos de la mujer se iluminaron con la inesperada y feliz noticia, como si le hubiera tocado un coche en un concurso de la tele.

Mientras los jugadores devoraban con fruición aquellos triángulos incandescentes, con sabor a cartón de embalaje, la partida y sus tensiones pasaron a segundo plano y la conversación derivó hacia el concierto que acababa de terminar hacía un par de horas en el Santiago Bernabéu. De las seis personas allí presentes, sólo Amanda había logrado una entrada para asistir al acto. Las localidades habían sido puestas a la venta con varios meses de antelación y se habían agotado a las nueve horas.

– ¿Desde cuándo los periodistas musicales os tenéis que pagar la entrada? -preguntó Bernardo, aún escocido por los cincuenta y cinco euros que le había quitado Amanda, en una sola mano.

– Yo no iba a trabajar, listo -respondió la anfitriona-. Si no, ¿de qué te crees que iba a aflojar los setenta euros que me soplaron por la mía?

– Si no trabajas cuando hay un concierto de rock, ¿cuándo lo haces entonces, durante la procesión del silencio? -volvió a pincharla el fotógrafo.

Los demás rieron con la pulla y Amanda, que en principio tema por norma no responder nunca a las provocaciones de su amigo, se sintió en la necesidad de aclarar las cosas.

– Mi jefe me deja escribir de cualquier asunto, menos de John Winston y The Walrus. Dice que me gusta tanto la banda que mis crónicas quedan empalagosas y cargantes. Y tiene razón, el jodio: ni yo misma me aguanto cuando intento abordar el tema. Lo cual no sería ningún problema si no llevara ya ciento cincuenta páginas de un libro tituladoYosoy la morsa, que pretendo que sea la gran biografía novelada de John Winston.

– Pásame esas páginas -se ofreció Bernardo-. Aunque no tengo ni pajolera idea de rock…

– Ni de póquer -logró intercalar Amanda, mientras sumergía en whisky una porción de pizza que engulló como si fuera una magdalena mojada en Cola Cao.

– … sabes que soy un crítico lleno de criterio -continuó el otro-. Para empezar, me cargaría el título,Yosoy la morsa. Estás demasiado mantecosa como para que no parezca el de tu propia autobiografía.

Se produjo un silencio en la habitación, como si Bernardo hubiera cruzado una línea de descortesía hacia su anfitriona que mereciera, por parte de ésta, una respuesta contundente. Afuera, en la calle, se escuchaban, lejanas, varias sirenas de ambulancias y coches de policía, hecho que animó a Vicente a cambiar de tema. O por lo menos, a intentarlo.

– Mientras venía para acá he oído por la radio que en el estadio ha fallecido un policía.

– No ha muerto, está en la UCI -le corrigió Amanda-. Se ha abierto la cabeza contra el suelo cuando no llevábamos ni media hora de concierto. Pero los que estábamos allí no nos hemos enterado hasta la salida, porque se ha despeñado en la zona del fondo norte, que estaba cerrada al público.

– ¿Se ha despeñado o le han despeñado? -preguntó Andrea, la mejor amiga de Amanda, que se encargaba de coordinar el horóscopo en el diario para el que ambas trabajaban.

– Aún no está claro, Andreíta -dijo la otra-. Los últimos anfiteatros del Bernabéu están a una altura vertiginosa, estaba oscuro y acababa de caer una chupa de agua de no te menees. Lo más probable es que el agente resbalase, mientras desempeñaba labores de vigilancia, y se haya roto la crisma como les ocurre a los alpinistas que no toman precauciones. Y hablando de policías -añadió la mujer, entusiasmada, mientras rebuscaba en su estrafalario bolso-regadera para mostrar a sus invitados la entrada firmada por Perdomo-, ¿a que no sabéis a quién le he pedido un autógrafo en el concierto?

Los preservativos de su traje, que colgaban cabeza abajo, se agitaron temblorosos, reflejando la emoción contenida de Amanda, mientras la entrada iba pasando de mano en mano, como si fuera un incunable. Pero la caligrafía de Perdomo, al contrario que la de la periodista, era más tortuosa que un sendero de montaña, y aunque trataron de ayudarse unos a otros, ninguno logró descifrar la firma. Cuando la mujer reveló de quién se trataba, todos se mostraron entusiasmados.

– Al ver la R, que es lo único que se entiende, yo he pensado en Raúl, el futbolista -dijo Bernardo, impresionado-. Pero no podía ser, porque está al final de su carrera deportiva, y ya no es una estrella, sino un lastre para su equipo que lo ha enviado a Alemania; sin embargo esto sí que me da envidia, te lo digo en serio. Cuéntanos, ¿cómo es en persona Raúl Perdomo, el Maigret español?

– Bastante más alto de lo que yo pensaba -respondió la mujer-, y también más corpulento: casi me deja sin pie durante el concierto.

– ¿Es sexy? -quiso saber Andrea.

– Eso depende. ¿Te parece sexy el actor Peter Coyote?