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– Sí. No. No lo sé. Peter Coyote tiene ya más años que el abuelo de losMonster, ¿me equivoco?

– Sí, el pobre no está ya para muchos trotes. Lo que quería decir es que Perdomo se da un aire con Peter Coyote, pero con cuarenta y dos o cuarenta y tres castañas.

– ¿Y habéis quedado en algo? -volvió a preguntar, esta vez en tono cómplice, la amiga de Amanda. Ésta se hizo la misteriosa y al cabo de unos segundo dijo por fin:

– A ti te lo voy a contar, con lo chismosa que eres. Lo que no sé es qué hacía Perdomo en el concierto, porque él es detective de homicidios, y los únicos delincuentes que había por allí eran los pobres diablos del top manta. ¡Cada vez hay más piratería en este país!

– A lo mejor le gusta el rock -apuntó Vicente.

Amanda hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Estaba trabajando, eso te lo puedo asegurar. No hacía más que escudriñar entre la gente, como si anduviera a la búsqueda de algún sospechoso.

– A los del top manta habría que enchironarlos a todos -apuntó Bernardo-. El otro día le compré a uno el DVD de Bruce Springsteen y ya en los títulos de crédito aquello empezó a dar más saltos que una brigada paracaidista. ¡Ya no se puede confiar ni en los chorizos!

– Te está bien empleado, por no comprarte el original -le reprochó Amanda.

– Prefiero que me estafe un mantero que una multinacional del disco -protestó Bernardo. La música es un atraco, ahí tienes a la SGAE, el organismo más detestado por los españoles. ¡Dentro de poco habrá que pagar hasta por silbar en la ducha!

– Yo reconozco que me bajo canciones y vídeos de eMule -confesó Andrea-, pero sólo cuando no encuentro en las tiendas lo que busco, porque está descatalogado. Jamás se me ocurriría comprarle a un mantero un disco o una peli que sé que puedo adquirir en cualquier sitio.

– Los vendedores del top manta son los que menos culpa tienen -matizó Amanda-. Sacan una miseria, entre diez y quince euros al día, y encima se arriesgan a ir a la cárcel, porque el Código Penal aún considera delito vender un DVD en la calle. Y mientras tanto, los grandes piratas, como O'Rahilly, el irlandés, se están haciendo de oro con las canciones y las películas de otros.

Amanda se levantó de su asiento y se ausentó durante unos segundos para regresar con un voluminoso fajo de folios impresos por una cara. Era el primer borrador de su biografía novelada de John Winston, que puso en manos de Bernardo el fotógrafo, con gesto desafiante.

– Toma, lo que habías pedido. A ver si es verdad que tienes criterio para los libros.

– ¿Winston nació en la misma ciudad que Ian Anderson, el de Jethro Tull? -preguntó incrédulo el fotógrafo tras leer los primeros párrafos.

– En Dumfermline, sí señor -confirmó la periodista-. Cincuenta mil habitantes y nada que ofrecer al turista salvo el hecho de que llegó a ser capital de Escocia durante la Edad Media. Es curioso, ¿no?, que una ciudad tan pequeña y con tan poca vida cultural haya alumbrado a dos de los más grandes genios de la música pop de todos los tiempos.

– ¿Por qué le has puesto a tu novelaYosoy la morsa? -preguntó Vicente, que tenía menos conocimientos de música pop que un locutor de Radio Clásica.

– Walrus significa morsa en inglés,my little Vincent, y The Walrus es el grupo de John Winston, que lo bautizó así en homenaje a John Lennon, ya que éste tiene una canción muy famosa titulada I am the walrus. Aunque los otros tres integrantes de la banda son músicos extraordinarios (si no, no estarían tocando en el grupo), no se puede negar que el alma máter de The Walrus es John Winston. Él compone la música y la letra de las canciones, aunque luego los otros contribuyan, a veces con hallazgos extraordinarios, en los arreglos de los temas.

– A mí la música pop me da dolor de cabeza -comentó Andrea-. Quiero decir el «chunda-chunda» del rock and roll, no las canciones de Sabina o de Serrat, que ésas le gustan a todo el mundo.

– Lo sé, Andreíta -dijo Amanda-. Por eso nunca te he invitado a que vengas conmigo a ningún concierto.

– Yo tolero los discos, porque ahí es uno el que decide el volumen al que se escucha la música -matizó Bernardo-. Pero ¿los conciertos? Una vez, una novia inglesa me llevó a uno de Longplay.

– Coldplay -le corrigió Amanda.

– Eso, Coldplay. Aparte de que en directo sonaban como el culo, ¡qué volumen tan atroz! Me estuvieron zumbando los oídos durante cuarenta y ocho horas. ¿Hace falta tocar tan alto? Parecía que estuvieran enfadados, en vez de haciendo música. Me recordó el dicho castizo de «te lo puedo decir más alto pero no más claro».

Amanda tardó un poco en responder. Estaba demasiado ocupada rebuscando entre las cajas los bordes de las pizzas que sus compañeros de juego habían dejado de lado. Encontró media docena de ellos, los cogió, como si fueran barras de regaliz, con una de sus manos menudas y regordetas y empezó a despedazarlos con sus pequeños dientes de piraña.

– El volumen al que se escucha la música es parte de la excitación del rock -dijo al fin-, igual que la velocidad a la que se va en coche es parte del placer de conducir. Pero os doy la razón, porque los primeros perjudicados de ese volumen exacerbado son los propios músicos. Phil Collins tiene que dejar ahora la música porque se está quedando sordo. Lo mismo que Roger Daltrey, Pete Townshend o Eric Clapton. Sin embargo…

Amanda vaciló unos instantes antes de decidirse a compartir sus reflexiones con aquel grupo de amigos. ¿Tenía miedo a que se burlaran de ella? ¿A mostrarse demasiado vulnerable? Fue su amiga Andrea quien la espoleó para que terminara la frase:

– ¿Sin embargo?

– Sin embargo, el rock -continuó-, cuando es bueno, es más que una forma de entretenimiento o una manera de sacar de quicio a tus padres. Cuando un músico de la categoría de John Winston, que es también un grandísimo poeta, te agarra de los oídos al principio de un concierto y no te suelta hasta dos horas más tarde, tienes la sensación de que has visto el mundo a través de los ojos de otra persona. Eso no se paga con nada. Es como haber vivido dos vidas al precio de una.

Volvieron a escucharse sirenas de ambulancia y policía, que provenían de la calle, y como era la segunda vez en poco tiempo que pasaban por delante de la casa de Amanda, todos sintieron curiosidad por saber qué estaba ocurriendo en la zona.

– El hotel en el que están Winston y su banda es el Ritz -les explicó la periodista a sus amigos, que salieron en tropel al balcón a curiosear qué ocurría en el barrio-. Es probable que los fans de The Walrus hayan causado disturbios y haya habido algún herido.

– O a lo mejor han sido los propios músicos -apuntó Vicente-. Son escoceses, ¿no? Se habrán puesto hasta arriba de whisky y habrán destrozado la habitación del hotel, como suelen hacer siempre.

De repente -eran ya las cinco de la mañana- la calle se quedó en silencio. Ni coches, ni cláxones, ni siquiera los pasos solitarios de un peatón volviendo a casa después de una noche de jarana. Aquello parecía en esos momentos una ciudad desierta.

– Pon la televisión -propuso Bernardo-. Si se ha armado una gorda, es posible que la CNN se haya hecho eco de la noticia.

Amanda pulsó el mando a distancia de su recién comprado televisor panorámico de cincuenta pulgadas y, como si fuera Aladino compareciendo ante su amo después de frotar la lámpara, allí surgió, a tamaño descomunal, el busto del más célebre periodista de televisión del país.

– Buenos días -dijo el veterano informador-. El músico de rock John Winston, que esta noche había cosechado un clamoroso éxito en Madrid al frente de su banda The Walrus, ha sido asesinado esta madrugada, de varios disparos, mientras dormía plácidamente en la habitación de su hotel.

6 Hotel California (side one)

Hotel Ritz, dos horas antes de la noticia