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68 Feel the fear

Prisión de máxima seguridad de Attica (Nueva York), a la misma hora

Mark David Chapman, el asesino convicto y confeso de John Lennon, repasaba mentalmente en su celda, de apenas seis metros cuadrados, la entrevista que había mantenido esa misma mañana con su abogado defensor, Jonathan Marks.

– Has metido la pata hasta el fondo, Mark -le dijo su letrado-. ¿En qué estabas pensando? Imputarte la muerte de Winston ha sido la peor idea que has tenido desde que decidiste declararte culpable del asesinato de Lennon, en 1981.

Al oír esas palabras, Chapman recordó con amargura cómo desoyó en su día los consejos de su defensor, para que se declarara mentalmente incompetente y poder así cumplir la sentencia en un hospital psiquiátrico, donde hubiera recibido el tratamiento adecuado.

– Dios me ha ordenado que me declare culpable -les dijo entonces a sus abogados, para justificar su inexplicable iniciativa.

Desde tan lejana fecha, Chapman había tenido tiempo para arrepentirse de aquella decisión, pues la vida de un interno en Attica era mucho más dura de lo que habría podido imaginar. Sólo en el último año, Chapman había tenido conocimiento de treinta apuñalamientos entre presos. Las celdas tenían unas dimensiones asfixiantes -parecían cuartos trasteros- y la comida de la prisión dejaba mucho que desear. Si a un recluso no le llegaban paquetes del exterior -y él los recibía muy de vez en cuando-, en Attica te morías lentamente de hambre.

– Sin embargo -le había dicho Marks esa mañana-, a pesar del terrible error que has cometido, nos ha surgido una gran oportunidad. He hablado con el Comité de Libertad Condicional y están dispuestos a estudiar tu puesta en libertad, siempre que confieses cómo te enteraste de que el asesinato de Winston se cometió con tu revólver. Tienes la ocasión de redimirte, Mark. Aprovéchala, porque tan cierto como que tú y yo estamos aquí y ahora, este tren no volverá a pasar nunca más por delante de la puerta de tu celda.

Chapman le miró con expresión vacía. Llevaba años intentando salir de la prisión, pero su abogado tenía la impresión de que, de repente, ya no le importaba su libertad. Los medios -sobre todo la televisión- se habían burlado ferozmente de él durante los últimos días por lo que llamaban su «confesión astral».Chapman the Madman (Chapman el Loco) le había bautizado en portada la revista Newsweek. Los ciento cinco presos con los que se le autorizaba el contacto dentro de la prisión le tomaban el pelo a todas horas. Y a él sólo le obsesionaba ya una cosa: no aparecer ante los ojos del mundo como un demente.

– No estoy loco, Jonathan. Dilo. Di que no estoy loco.

Después de treinta años, el preso más famoso de Attica seguía con su inveterada costumbre de exigir a los demás que repitieran sus frases.

– No estás loco, Mark -le aseguró su abogado.

Pero lo había dicho sólo para no soliviantar a su cliente, pues él estaba convencido de que sí lo estaba. Y su madre, Katryn Chapman, lo declaró así incluso a los medios. Sí, Mark era un niño sociable y aparentemente normal. Sí, jugaba con las cometas y coleccionaba soldaditos, como hacen la mayoría de los niños. Pero había dos detalles de su personalidad que resultaban sumamente inquietantes. La primera, el bamboleo. Desde bebé, se pasaba los días en un vaivén continuo, hasta el punto de que le tuvieron que quitar las ruedas a la cuna, porque siempre terminaba al otro lado de la habitación. Todo el día moviendo su cuerpo, adelante y atrás, adelante y atrás; así hasta los doce años. Su abuela declaró que ahí radicaba todo el problema, pues a causa de esta oscilación permanente, Mark se había dado más golpes en la cabeza de lo que ningún niño hubiera podido soportar. Y luego también estaba su delirio con lo que él llamaba «la gente pequeña». Mark creció pensando que en su habitación habitaban pequeños seres, y que él era su rey, al que adoraban.

– Tenemos una oportunidad -le repitió su abogado varias veces-. Dales lo que quieren, diles quién robó el revólver. A cambio, ellos te dejarán en la calle.

Durante la entrevista con Marks, Chapman estuvo como ausente, y después de muchos años, parecía volver a sentir miedo físico. Se había enterado de que dos fans de The Walrus se habían quitado la vida en los últimos días, al conocer la muerte de Winston. Uno de los suicidios había ocurrido en Toronto, Canadá, muy cerca de Attica. El otro fue en Japón. Sucedió en 1980, cuando John Lennon fue asesinado, y con Winston había vuelto a pasar.

– Los padres de esos chicos me matarán en cuanto salga a la calle -le dijo Mark a su letrado en la entrevista.

– Tú no has asesinado a Winston -le tranquilizó el otro-. En ese sentido, no tienes nada que temer. Sin embargo, si los medios empiezan a airear que estás ocultando pruebas y encubriendo al verdadero asesino…

– Él me matará antes -dijo Chapman-. Se las arreglará para que no salga con vida de estas cuatro paredes.

– ¿Él? ¿Te refieres al preso al que no quieres denunciar? Soy tu abogado, Mark, al menos a mí deberías decirme su nombre. Una vez que yo sepa de quién se trata, estudiaremos la mejor manera de salir de ésta.

Mark hizo un enérgico gesto de negación con la cabeza, desafiando una vez más a su propio abogado. Era como si el simple hecho de abrir la boca le inspirara pánico.

– Aunque quisiera… yo… el riesgo es inmenso -dijo, susurrando-. Son muy listos, se enteran hasta de nuestros pensamientos. -Y acompañó sus palabras con el gesto de mirar bajo la mesa, en busca de micrófonos ocultos.

La actitud de Chapman sacó de sus casillas a Marks, que se había hecho cargo de su defensa en 1981, después de que el abogado anterior tirara la toalla, a causa de las amenazas de muerte que recibía.

– ¡Me he jugado la piel por ti durante años, joder! ¿Sabes cuántos anónimos amenazadores he recibido hasta ahora por defender al hombre que mató a Lennon? ¡Necesitamos ese nombre! ¡Si tienes miedo de decirlo en voz alta, escribe el puto nombre en un puto papel! -le dijo su abogado, levantando la voz-. ¡Me lo debes, Mark! Y a cambio, tienes mi palabra de que no revelaré nada sin tu autorización.

Jonathan Marks abrió su maletín de piel y extrajo de él una cuartilla de papel y un bolígrafo, que luego ofreció a su cliente. Este aceptó la cuartilla y con gesto tembloroso arrancó una pequeña tira de papel de la hoja en blanco, en la que escribió el nombre en cuestión. Mark tenía miedo de que hubiera cámaras vigilando, así que tapó con la mano, imitando a un jugador de póquer, el pequeño fragmento de papel que acababa de garabatear. Luego, obligó a su abogado a levantarse e ir al otro lado de la mesa para ver el nombre que había escrito, pues se negaba a entregarle el fragmento de cuartilla. Una vez leído, Mark hizo una pelotita con la tira de papel, se la introdujo en la boca y empezó a masticarla lentamente, como si fuera un sabroso bocado.

Chapman recordaba en esos momentos, en la quietud de su celda, la reacción de Jonathan Marks al leer el nombre que había escrito en el papel. Cerró los ojos, se pinzó con dos dedos la parte superior de la nariz y, tras emitir un profundo suspiro, había declarado:

– Tienes razón, Mark. Tenemos un problema.

69 Danger zone

Perdomo tenía aún que encontrar la manera de anunciar que se retiraba al piso de abajo, dejando a su falsa esposa abandonada en mitad de una partida en la que había en juego casi un millón de euros. Ninguna excusa le pareció lo suficientemente creíble para justificar tal deserción, por lo que decidió fingir un conato de desvanecimiento. Al incorporarse, se escoró violentamente a un lado, como si perdiera el equilibrio, y derramó con gran estrépito uno de los recipientes metálicos, en los que los jugadores colocaban sus vasos para que no estorbaran en la mesa.