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– ¿Se encuentra bien, hijo mío? -le preguntó el padre Hughes, mientras le ayudaba a incorporarse-. ¿Quiere que le acerquemos a la costa a que le atienda un médico?

Amanda no podía apartar la mirada de Perdomo, pues su actuación estaba siendo tan convincente, que no sospechaba que fuera simulada.

– Estoy bien -les tranquilizó el inspector-. Padezco síndrome de Méniére y de vez en cuando sufro pérdidas de equilibrio. Pero por nada del mundo dejaría sola a mi esposa en un momento como éste, ¿no es cierto, cariño? Debo permanecer a su lado hasta el final, para darle suerte y ánimos. De modo que échenme una mano y ayúdenme a tomar asiento.

Aquella reacción bastó para que Amanda comprendiera lo que el policía se traía entre manos y reaccionara en consecuencia.

– ¡De ningún modo, querido! -exclamó-. Recuerda lo que nos ha dicho el doctor: lo único aconsejable en estos casos es que te retires a descansar un buen rato, hasta que se te pase el vértigo. Por favor, señor O'Rahilly, usted, que es el anfitrión, ¡prohíbale que permanezca en la sala ni un segundo más! Debe reposar de inmediato, en posición horizontal, y le conviene estar tranquilo, por lo que es indispensable que se retire a un camarote.

– Siendo así -respondió el interpelado-, no se hable más-. ¿Está de acuerdo, señor Perdomo? Carol, por favor, ten la bondad de acompañar al señor hasta su aposento VIP. Yo, mientras, aprovecharé para emborrachar a su esposa, ahora que se queda sin vigilancia.

El fornido guardaespaldas de O'Rahilly condujo al inspector escaleras abajo, hacia la zona de camarotes, mientras éste se palpaba el bolsillo derecho de la americana. En él llevaba la pequeña ganzúa eléctrica con la que abriría sin dificultades una sencilla puerta de barco.

Sólo quedaban ya en la mesa cuatro jugadores: O'Rahilly, el padre Hughes, la misteriosa mujer de la lancha y Amanda Torres. Lo último que escuchó Perdomo, horrorizado, mientras se alejaba, fue la voz de la periodista diciéndole a su anfitrión:

– ¿Sabe lo que le digo, señor O'Rahilly? ¡Que un vodka con hielo no me convertirá en peor jugadora!

El fornido Carol mostró a Perdomo, como si fuera el botones de un hotel, dónde estaba cada cosa en el imponente camarote VIP. Salvo en la altura del techo, aquello no se diferenciaba en nada de la habitación de un hotel de lujo.

– Aquí tiene el mando a distancia de la televisión y el del aire acondicionado -le dijo el gorila, intentando componer una sonrisa que se quedó en mueca simiesca-. Esta puerta -la abrió- es la del cuarto de baño, y aquella otra -la señaló con un dedo índice del tamaño de la muñeca de Perdomo-es la de su balcón privado. Se disfrutan unas vistas excepcionales del estrecho y del puente de Oresund.

– ¿Hay minibar? -preguntó Perdomo, para hacer ver que se iba a lanzar a disfrutar a tope de todas las comodidades que le ofrecía el camarote.

El gorila se tomó la pregunta como una ofensa y abrió la puerta de un frigorífico tan grande como el de un supermercado. Luego, ya a punto de desaparecer, masculló entre dientes:

– Cualquier cosa que necesite, no tiene más que descolgar el auricular y marcar el uno. -Pero lo dijo en un tono que hacía aconsejable no acercarse siquiera al teléfono.

Lo primero que hizo Perdomo fue encender la televisión, por si el gorila se había quedado escuchando detrás de la puerta. Era un programa de debate en danés, así que el inspector buscó el canal internacional de TVE, donde emitían música clásica, y lo dejó sintonizado a un volumen moderado. Luego se dirigió al balcón, se asomó a él y pudo oír murmullos y alguna risotada, provenientes del piso superior, donde estaba la sala de póquer. Deseó con todas sus fuerzas que Amanda no estuviera excediéndose con el alcohol, pero se dijo a sí mismo que él ya no podía hacer nada. Su única preocupación a partir de entonces debía ser encontrar el camarote de O'Rahilly, para robar una muestra de ADN. Se acercó a la puerta de salida y pegó la oreja a la misma, tal como había hecho en su día en el Ritz el asesino de John Winston. No se oía nada. Abrió la puerta lentamente y se llevó el sobresalto de la noche. Delante de él, con los nudillos en alto, a punto de llamar, se encontró a la divorciada de Bang & Olufsen a la que había limpiado. Perdomo notó que se ponía pálido, pero forzó una sonrisa y preguntó:

– ¿Sí?

– Me he mareado -dijo la mujer que, efectivamente, lucía la tez verdoso-amarillenta del que está a punto de vomitar-. ¿No tendrá una pastilla?

– No, lo siento -dijo Perdomo, intentando cerrar la puerta. Pero la divorciada opuso resistencia con la pierna y el inspector se vio forzado a ceder.

– He probado con un ansiolítico -continuó la mujer-, pero sigo con náuseas. -Su voz, entrecortada y pastosa, no hacía presagiar nada bueno.

– ¿Por qué no sube a pedirla o llama por la línea interna? -sugirió Perdomo.

– He marcado el uno -dijo ella-, pero mi línea no funciona. ¿Le importa que use su teléfono?

Antes de que pudiera responder, la mujer ya se había colado en su camarote y estaba llamando a Carol a través de la línea interna. El gorila tardó menos de un minuto en bajar con una pastilla contra el mareo y pareció confundido al ver que Perdomo y la divorciada estaban juntos en el mismo camarote, pero no dijo nada. Mientras la mujer iba al cuarto de baño a por agua para tragar la pastilla, Perdomo acompañó al guardaespaldas hasta la puerta. Cuando se quiso dar cuenta, la divorciada estaba ya tumbada en su cama, a punto de quedarse dormida.

Mientras, en el piso de arriba, la partida se estaba decantando a favor de Amanda. La periodista había acumulado ya setecientos cincuenta mil euros en fichas, había eliminado a la misteriosa mujer de la lancha y al padre Hughes, y en esos momentos se había lanzado a degüello sobre O'Rahilly, que se resistía, como un gato irlandés panza arriba, a dejar que los novecientos mil euros se le fueran de las manos. Los dos vodkas con hielo que había consumido, para poder hacer frente a la tensión de la partida, estaban, sin embargo, empezando a hacer mella en la ciclotímica periodista. Torres se imponía sobre Amanda, y la periodista se daba cuenta de que su manera de jugar se estaba volviendo cada vez más temeraria. Eufórica por el hecho de haber obtenido una posición de tanta superioridad sobre su rival, Torres llevaba varias manos abusando de los faroles. Hasta entonces había logrado lo que se proponía, que era infundir miedo en el corazón del irlandés, pero era una táctica con la que no podía excederse. En cualquier momento, su contrincante podría entrar en una buena racha de cartas y acabaría con ella en dos o tres manos.

Perdomo se sentó en el borde de la cama y zarandeó ligeramente a la divorciada que, más que dormida, parecía yacer inconsciente. La mujer entornó los ojos, emitió un par de gemidos y le mostró la mano abierta al policía.

– ¿Qué me quiere decir? -preguntó ansioso Perdomo-. ¡No la entiendo!

– Cinco minutos -masculló la otra, que parecía la caricatura de una sonámbula-. Necesito descansar cinco minutos.

Pero Perdomo no tenía cinco minutos. La partida podía llegar a su fin en cualquier momento, y entonces O'Rahilly y los demás jugadores bajarían a la zona de camarotes, arruinando definitivamente su posibilidad de conseguir el ADN. El inspector comprendió entonces que la presencia de la divorciada en su camarote favorecía su plan de colarse en el del irlandés. Si llegaban a sorprenderle in fraganti, husmeando en los aposentos de O'Rahilly, siempre podría decir que se había confundido, buscando el camarote de la mujer, que le había usurpado el suyo. Tras cerciorarse de que la divorciada estaba más muerta que viva, Perdomo abrió la puerta de su habitación, salió al pasillo y extrajo del bolsillo la pequeña ganzúa eléctrica que le había obligado a facturar su bolsa de mano, para evitar complicaciones en el control de equipajes del aeropuerto. No hacía falta ser un lince para darse cuenta de que el camarote del irlandés sólo podía ser el situado al fondo del pasillo. Todos estaban identificados con toponímicos irlandeses -Cork,Limerick, Tipperary- salvo aquél, en que ponía simplemente the o'rahilly. Perdomo metió la punta de la ganzúa en la cerradura y, tras accionar un botón, ésta vibró con un pequeño zumbido eléctrico, como el que haría un coche de Scalextric. El pestillo cedió con un ruido contundente, ¡tchak!, y al bajar Perdomo el picaporte de la puerta, ésta se abrió de par en par, permitiendo que una vaharada de olor intenso, penetrante y dulzón -la empalagosa colonia de O'Rahilly, que lo impregnaba todo- llegara hasta su nariz. Por fin se hallaba en el camarote del irlandés, a un minuto escaso de conseguir la huella genética que permitiría imputarle el asesinato de John Winston.