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70 Parole, parole

Prisión de máxima seguridad de Attica, Nueva York, a la misma hora

El nombre que Chapman proporcionó a su abogado esa mañana era el de uno de los ciento cinco presos con los que se le permitía tener contacto en la prisión. La dirección del penal de Attica estimó que no suponían un peligro para él. El asesino de Lennon vivía encerrado, desde hacía treinta años, en una cárcel dentro de una cárcel, un módulo de máxima seguridad llamado SHU (Security Housing System) para presos violentos o de riesgo. El resto de los internos, hasta completar un total de 2.190, no tenían acceso a Chapman, ya que podrían ajustarle las cuentas en cualquier momento. John Lennon, el hombre al que había matado de cuatro balazos, era muy popular y querido en Attica: su primer concierto, nada más establecerse en Nueva York, fue un recital benéfico cuyo objetivo era ayudar a los familiares de los presos que murieron en el cruento motín de 1971. Lennon tenía incluso una canción dedicada a las víctimas de aquella matanza, que incluyó enSome Time in New York, su tercer álbum en solitario:

Media blames it on the prisoners

[Los medios de comunicación culpan a los presos]

But the prisoners did not kill

[Pero los presos no mataron]

Rockefeller pulled the trigger

[Rockefeller (entonces gobernador del estado) apretó el gatillo]

That is what the people feel

[Eso es lo que la gente siente]

Attica State, Attica State,

[Prisión estatal de Attica, prisión estatal de Attica]

we're all mates with Attica State

[Todos somos reclusos de la prisión estatal de Attica]

Tras realizar algunas averiguaciones fuera del penal sobre Branimir Djerassi, el preso cuyo nombre Chapman escribió en el papel, Jonathan Marks regresó por la tarde a Attica para entrevistarse por segunda vez con su cliente. El plazo para llegar a un trato con el Comité de Libertad Condicional se estaba agotando.

– De todos los internos con los que podríamos tener problemas si colaboramos con el FBI -dijo el letrado en alusión a Djerassi- éste es el más peligroso. Es la mafia, Mark, y con la mafia no se juega.

– No puedo delatarle, estaría muerto esta misma noche -afirmó, aterrado, el asesino de Lennon.

– ¿Qué le oíste exactamente? ¿Y cómo te enteraste de lo que dijo? -quiso saber su abogado.

Chapman se levantó de la silla y se acercó a la ventana enrejada del cuarto de entrevistas. Cruzó los dedos de las manos en actitud de plegaria, los apoyó contra el cristal y miró al exterior: un pequeño patio con una solitaria y desvencijada canasta de baloncesto. Permaneció en esa posición y en completo silencio durante medio minuto. Luego, sin dejar de darle la espalda a su letrado, comenzó a hablar.

– ¿Pueden castigarme, Jonathan? ¿Pueden hacerme la vida aún más dura, después de mi falsa confesión?

Como en casi todos los países occidentales, la simulación de delito también está penada en Estados Unidos. Pero su abogado le tranquilizó.

– No te preocupes ahora por eso -le dijo-. No es lo mismo autoimputarte un delito que acusar en falso a un tercero. Tu declaración, además, no fue ante el juez ni ante la policía, fue en un medio de comunicación. No creo que puedan tocarte. El problema es otro, Mark. En tu falsa confesión dijiste que habías cometido el crimen con el mismo revólver con el que asesinaste a Lennon. Y el FBI ha comprobado que las balas que mataron a Winston salieron de esa arma. ¿Cómo lo supiste? Pueden acusarte de encubrimiento.

Mark David Chapman se giró despacio y miró a través de sus grandes gafas de miope directamente a los ojos de su abogado.

– Ese tipo estaba hablando por teléfono. Él creía que nadie le escuchaba, pero yo, los lunes, miércoles y viernes, soy el encargado de pasar la mopa por nuestro pabellón. Al llegar a la zona donde están los teléfonos, oí a alguien hablar. Lo hacía en voz baja, casi en un susurro, como si ocultara un secreto, y eso despertó mi curiosidad. Me acerqué tanto como pude y permanecí a la escucha; él no podía verme porque yo estaba en otro pasillo, perpendicular al suyo. Estaba hablando de liquidar a alguien, Jonathan. Lo hacía entre líneas, porque aquí nuestras comunicaciones están muy vigiladas, pero estoy seguro de que hablaba de mi revólver. «El Charter de Chapman, el Charter de Chapman», le oí decir varias veces, como si fuera un vuelo que tuviera que coger.

– ¿Llegó él a verte en algún momento?

– No. Pero yo sí supe quién era, porque le vi alejarse, y cojeaba. De todos los presos de mi módulo, él es el único que cojea. Así que, aunque no llegué a verle la cara, supe en el acto de quién se trataba.

– ¿Y cómo se explica que…?

– Sentí rabia -le interrumpió Chapman-, una rabia inmensa e incontrolable. Alguien iba a robar mi revólver y a matar con él. Esa arma es de mi propiedad, Jonathan. Pueden condenarme a mil años de prisión, pero eso no hará que yo deje de ser su legítimo propietario. Lo compré en Honolulú, el 27 de octubre de 1980. Con mi dinero: me costó 169 dólares y la transacción fue legal. Me acuerdo incluso hasta del nombre del propietario. Se llamaba Ono.

– Ya no es tu revólver, Mark -le dijo su abogado-. Dejó de ser tuyo en el momento en que lo empleaste para matar a una persona. Ahora es propiedad del estado de Nueva York.

– ¡Es mío! ¡Es mío! -gritó el asesino de Lennon, fuera de sí. No era fácil ver a Chapman en ese estado; la mayor parte del tiempo hablaba de forma lenta y monocorde, como un lobotomizado. Pero el hecho de que intentaran cuestionar la propiedad de sus dos objetos más preciados (el disco que John le firmó y el revólver con el que puso fin a su vida) le enfurecía hasta la locura-. ¡Es mío! ¡El revólver es mío, y tú me ayudarás a recuperarlo, cuando salga de estas cuatro paredes! Pienso subastarlo al mejor postor y vivir de lo que saque por él el resto de mis días.

– ¡Por eso reivindicaste el asesinato de Winston! -exclamó el abogado, que acababa de ver la luz-. ¡Tu ego no soportaba que otro asesino eclipsara tu crimen… con tu propio revólver!

Jonathan Marks esperó a que su cliente se tranquilizara y luego le recordó la decisión crucial que tenía ante sí.

– Si les das el nombre -observó- estoy prácticamente seguro de que te soltarán. Y no sólo se lo diremos al FBI, Mark, lo haremos público, porque esto será tu redención. Hace treinta años asesinaste a Lennon, es cierto, y ya has pagado por ello. Ahora le contaremos al mundo entero que has proporcionado a la policía la pista clave para atrapar al asesino de John Winston.

Chapman sabía que su abogado le decía la verdad. Si facilitaba el nombre de Djerassi podría salir de Attica en pocas semanas. Por vez primera, desde que había entrado en prisión, hacía ya tres decenios, la posibilidad de pisar la calle de nuevo era real. Y eso le producía tanto miedo como excitación. ¿Cuántos días sobreviviría a su excarcelamiento? Las cartas amenazadoras, siempre anónimas, anunciándole que se convertiría en hombre muerto el mismo día que saliera de Attica no se contaban a cientos, sino a miles. Y ahora, si delataba a Branimir Djerassi, toda la mafia búlgara pondría precio a su cabeza.