– ¡Descubra ya esa carta, por el amor de Dios! -gritó el padre Hughes, desde el fondo de la sala.
La crupier hundió las uñas por debajo del naipe y éste se dio por fin la vuelta -¡flap!- con un ligero brinco. No era un as. Era el rey de picas. Había póquer de reyes en la mesa.
O'Rahilly había ligado un póquer, pero también Amanda, porque la jugada más alta estaba en las cartas comunitarias, que pueden emplear ambos jugadores. La probabilidad de un póquer en la mesa era tan remota que la mente de O'Rahilly no estaba preparada todavía para asimilar lo que acababa de suceder. Al ver que el as no había salido, se dio por ganador y exclamó:
– ¡Póquer de reyes con Q!
Amanda tardó también unos segundos en darse cuenta de que había ganado, porque sukicker era el más alto. Fue la crupier la que cogió sus cartas y las colocó debajo de las comunitarias, para mostrar a todos la combinación ganadora.
– Póquer de reyes con as. Gana la señora.
– ¡Síiiiiiii! -gritaron al unísono Amanda y Perdomo.
O'Rahilly no dijo nada, pero se desmoronó en décimas de segundo. A tientas, como si el hecho de perder le hubiera dejado ciego, rebuscó en el bolsillo del pantalón una pitillera de plata de la que no había hecho uso en toda la noche y extrajo de ella un cigarrillo de color oscuro, que se llevó a los labios con dedos temblorosos. Por la manera en que les miró a continuación, Perdomo tuvo la certeza de que, en ese preciso instante, el irlandés estaba decidiendo si mantendría su palabra y los dejaría sanos y salvos en tierra firme.
– Acompañe a estas dos personas al lugar en que embarcaron -le ordenó por fin a la crupier, tras un silencio interminable. Luego hizo un gesto a Carol, para que desatara a Perdomo, y sin dignarse mirar a la pareja, se despidió diciendo-: No hay nada que impida más el progreso de un jugador que el hecho de apuntarse tantos con malas jugadas. Sólo un injusto e increíble golpe de suerte ha permitido que la señora Torres se llevara una partida que me pertenecía por derecho propio. Mi consuelo es la certeza de que soy el vencedor moral de la velada y que la señora Torres nunca llegará a ser una jugadora de primera clase. Si se les ocurre presentar cualquier tipo de denuncia contra mí, le haré llegar al juez esta bonita ganzúa eléctrica y este sobre de pruebas, ambos con las huellas dactilares del señor Perdomo, y contaré a la prensa de todo el mundo que allanaron mi barco sin mandamiento judicial. Y ahora, desaparezcan de mi vista. No quiero volver a verles nunca más.
Mientras iniciaban el viaje de vuelta en lancha hasta Elsinor, Perdomo y Amanda contemplaron por última vez la imponente silueta del puente de Oresund, recortándose contra el cielo rojizo del amanecer. La mañana era fría, casi otoñal, y al mirar las oscuras aguas del estrecho, ambos comprendieron la lenta agonía que hubieran tenido que sufrir si el azar no hubiera hecho aparecer aquel providencial cuarto rey sobre el tapete. No cruzaron palabra alguna hasta llegar a puerto, porque a pesar de haber salvado la vida, ambos se odiaban a sí mismos por embarcarse en aquella temeraria expedición. Regresaban a Madrid después de haber perdido (en vano) los doscientos mil euros que les había confiado la viuda de John Winston. Regresaban a Madrid sin muestra alguna de ADN que poder cotejar con la que había obtenido el laboratorio de genética. Regresaban, en fin, a Madrid después de haber expuesto de manera estúpida sus vidas. Mientras la crupier-piloto efectuaba la maniobra de amarre para permitirles poner pie a tierra, Perdomo se aproximó a Amanda para darle las gracias por haberles salvado la vida.
– No las merezco -dijo la mujer con amargura-. O'Rahilly tenía razón, el proyecto de color no justificaba un envite de esa envergadura. Las gracias debes dárselas a la diosa fortuna, que decidió in extremis que aún no había llegado nuestro momento.
Dos horas más tarde, desde un teléfono público -su móvil yacía, desde hacía rato, en el fondo del estrecho de Oresund-, Perdomo lograba ponerse con contacto en el subinspector Villanueva.
– ¿No has visto mi mensaje? -le dijo muy excitado su ayudante, asombrado de que hubiera tardado tanto en devolverle la llamada-. ¡Los restos de piel que había entre las uñas de Charley coinciden con el ADN de la puerta de la suite del Ritz! ¡El asesino de John Winston no es Alex O'Rahilly! ¡Es Ivo, el búlgaro!
74 These legs are made for walkin'
Nada más regresar a España, y antes siquiera de reunirse con la viuda de Winston para comunicarle las buenas y las malas noticias, Perdomo fue a visitar al agente Charley al hospital. No lo encontró en su habitación, sino en un pequeño jardín trasero, haciendo prácticas con el ReWalk, el exoesqueleto para parapléjicos que le iba a permitir decir adiós a la silla de ruedas a la que le había condenado su lesión. Una muchacha israelí, perteneciente a la compañía que comercializaba el invento, caminaba junto a él y vigilaba cada uno de sus movimientos, por si el policía tropezaba. Charley estuvo a punto de perder el equilibrio cuando intentó soltar una de las muletas para estrecharle la mano a Perdomo, pero la chica, que además de atractiva era joven y despierta, le sujetó al instante y le evitó la costalada. Cuando se recuperó del susto, Charley le dijo al inspector: -¡Jefe, cómo me alegro de verle!
– Y yo a ti, Charley. Además de a comprobar cómo estás, he venido a darte las gracias: sin el ADN que le arrancaste a Ivo, no habríamos podido resolver el asesinato de John Winston.
El agente sacudió la cabeza en un gesto de incredulidad.
– ¡Aún no puedo creer que me rompiera la crisma en el estadio del Real Madrid! ¡Y luego me preguntan que por qué soy del Atleti!
Perdomo soltó una carcajada. Le encantó comprobar que, a pesar del formidable varapalo que le acababa de infligir la vida, el agente conservaba su sentido del humor.
– Pero sobre todo -añadió el inspector, dándole una cariñosa palmada en la espalda- he venido a anunciarte que te van a dar la Medalla del Mérito Policial. La de oro.
– ¿Un trozo de hojalata a cambio de dos piernas? ¡Vaya estafa! -se lamentó el agente, sonriendo con amargura-. Pero mira, ya que me ha tocado la china, es una auténtica satisfacción saber que mi sacrificio va a servir para que ese búlgaro hijo de puta se pudra en la cárcel de por vida.
«Si es que logramos atraparle», pensó Perdomo.
– ¿Por qué lo habrá hecho, jefe? ¿Qué interés tendría Ivo en asesinar a una megaestrella del rock?
– No tengo ni la menor idea -reconoció el inspector-. Pero las pruebas de ADN no dejan lugar a dudas y ahora se explica su presencia en el estadio. No tenía nada que ver con la reventa ilegal de entradas, pensaba acabar con Winston durante el concierto, y aprovechar el gentío para escapar más fácilmente.
– Pero se topó con nosotros, gracias a que alguien nos dio el chivatazo.
– Ese alguien era Malin Stefanev -le informó Perdomo-, el marido de su hermana pequeña. Llevaba unos meses proporcionándonos información sobre las actividades de las mafias del Este en España. Ivo se enteró de que su cuñado le había traicionado y el otro día le abrió la cabeza de un hachazo.
– ¡Ya ha cometido dos asesinatos y un intento de homicidio en la misma ciudad en pocas semanas! ¿Cree que seguirá en Madrid, jefe?
– Imposible -afirmó Perdomo-. Si permaneció aquí sabiendo que le buscábamos, fue sólo porque su deseo de venganza era tan fuerte que no le importaba arriesgar su propia vida. Pero ahora que se ha cargado a su delator, tendría que tener un motivo muy poderoso para aplazar su huida.
La muchacha israelí anunció que iba en busca de refrescos y desapareció en dirección a la cafetería. El inspector vio que Charley la miraba embelesado mientras se alejaba.
– ¿Simpática? -preguntó Perdomo, con complicidad masculina.
– Bastante más que simpática -respondió el agente-. Se llama Yasmina, y no tiene novio, ya se lo he preguntado. Pero no me hago ilusiones, ¿quién querría tener de pareja a esta especie de Terminator con tacata?